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La soledad del ciudadano

Rafael Argullol

A menudo se habla de la soledad del poderoso, encerrado en su madriguera dorada y aislado del mundo por los muros del servilismo y la adulación. No es difícil suponer las causas de este aislamiento y las consecuencias a las que da lugar: entre éstas, la gelidez e incertidumbre como atmósfera cotidiana; entre aquéllas, el temor convertido en arrogancia y la debilidad en despotismo. Como es evidente, la duración del tiempo de poder y de la soledad del poderoso incrementan los efectos funestos. A este respecto poseemos excelentes ejemplos históricos y, lamentablemente, también alguno bien reciente.Sin embargo, estos días de elecciones no invitaban a pensar en la soledad del poderoso, sino en la del ciudadano. Al fin y al cabo, es precisamente en los períodos electorales cuando el poderoso, y el candidato a serlo, muestran su rostro más abierto, aquel que de la manera más vistosa y alegre niegue que ha sido, o quizá vaya a ser, un temible prisionero del poder.La soledad del ciudadano es de naturaleza completamente distinta. Su manifestación más extrema, como es lógico, se da en los regímenes totalitarios, donde, por definición, se exige a cada ciudadano que esté políticamente solo o, lo que es lo mismo, que sea políticamente homogéneo. De ahí que sea alarmante constatar signos agudos de esa soledad en regímenes democráticos: en tales circunstancias, la soledad del ciudadano, si acaba deviniendo impotencia, corre el riesgo de petrificar la vida de la democracia, debilitándose la capacidad de elegir y, muy especialmente, la posibilidad de pensar libremente.

Estas semanas electorales han significado un adecuado colofón al inquietante tramo último de la democracia española, que tanto ha contribuido a aumentar la soledad del ciudadano: la del indeciso, la del que no se ve con capacidad de decisión y la del que renuncia a decidir entre las opciones que se le ofrecen. Sumando estas tres facciones, el partido de la indecisión (o el de la no-decisión, por duda, indiferencia, ira, asco, o por lo que sea) es un partido demasiado formidable en estos días como para no sembrar la alarma sobre la vitalidad de nuestro sistema político. Independientemente de su voto final, en una u otra dirección, una enorme cantidad de ciudadanos militan en este partido que, no lo olvidemos, está desprovisto de- representación y ni siquiera de mecanismos que puedan insinuarla. La soledad del ciudadano crece al mismo ritmo en que lo hace su sospecha en relación al poder. En una dictadura, como no puede ser de otra manera, la sospecha es total porque también el poder se ejerce con total ocultación. Por el contrario, una democracia, aunque no elimine la sana desconfianza del hombre ante cualquier tipo de poder, sí debe proponerse rebajar al máximo esta desconfianza, haciendo que la mayor transparencia posible sea uno de sus bienes más preciados. La siempre indefinible libertad tal vez obtenga su mejor definición en la transparencia.

Y ha sido, por encima de cualquier otro, en este aspecto crucial que la vida política española ha marchado por el camino contrario, encharcándose en un fango de ocultaciones cada vez más inmovilizador. No me extraña que las campañas electorales hayan terminado siendo campanas de camuflaje en las que la ocultación ha privado sobre la transparencia. Se ha culminado así, de momento y a la espera de lo que ahora suceda, un proceso dominado por la cultura de la sospecha y, en consecuencia, del paulatino aislamiento del ciudadano con respecto a los distintos poderes del poder: un auténtico cerco del ciudadano, degradado, a causa de ello, a la figura de súbdito al que, mediante ocultaciones, se niega al unísono responsabilidad y libertad.

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Es importante recordar la pluralidad de poderes que han actuado en este asedio que, en última instancia, no ha sido ni contra el Gobierno ni contra la oposición, ni contra un juez o contra un banquero, ni contra un grupo de comunicación o contra su rival, sino, a través de la asfixiante instalación de la sospecha y del engaño, contra el ciudadano. Siendo gravísimos los casos de corrupción, la peor corrupción ha sido, finalmente, minar el clima de confianza en las instituciones y en las personas: la corrupción moral que hace que la mentira sea mostrada como verdad y que la verdad también sea vista como mentira.

No ha sido el período electoral, desde luego, el más adecuado para que se quebrara este sórdido círculo vicioso. Todo lo contrario: tengo la impresión de que la soledad del ciudadano, alimentada temerariamente por unos y por otros en estos años, ha alcanzado su paroxismo ante el alud de mensajes enmascaradores de esta última campaña, quizás la intelectualmente más pobre y la ideológicamente más turbia de cuantas han atravesado la reciente historia democrática de nuestro país. Por masiva que sea la votación, no por eso debemos concluir que el ciudadano se ha acercado a las urnas con las sólidas convicciones respecto al sentido de su voto que requeriría un saludable ejercicio de la libertad. El partido de la indecisión es demasiado grande para que así sea, y de poco sirve olvidar este hecho bajo la invocación detallada de los escrutinios o, previamente, de las encuestas. Las toneladas de cifras, que llenan las bocas de los políticos y las páginas de los periódicos, no deben disimular la confusión, el desconcierto, la tibieza o la desgana que a menudo acompañan la acción de votar. Claro que esta soledad del ciudadano ante la urna no es, por supuesto, la consecuencia de una pobre y superficial campaña. Es una soledad que viene de más lejos, fruto de la ocultación y de la sospecha. De ahí el peligro que entraña. Vencedores y vencidos deberían saber que sin erradicar ese peligro -sin paliar aquella soledad- el futuro difícilmente será más amable que el inmediato pasado.

es escritor y filósofo.

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