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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Moneda única en 1999

LA REUNIÓN de los ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea (UE) celebrada este fin de semana en Valencia venía preñada de malos augurios. Las recientes declaraciones del Ministro alemán Theo Waigel, en las que aseguraba rotundamente que Italia quedaría excluida de la moneda única, no sólo desestabilizaron los mercados de cambios. Provocaron también una reacción de escepticismo sobre el calendario previsto en el Tratado de la Unión, de consecuencias políticas incalculables y apenas contrarrestada en la cumbre de Formentor.El presidente del Consejo italiano, Lamberto Dini, amén de otros dirigentes, entre ellos algunos de la propia Alemania, especularon con un aplazamiento de la entrada en vigor de la moneda única más allá de 1999, segunda fecha prevista en Maastricht. El argumento era que el cumplimiento de los rigurosos criterios de convergencia era mas importante que el calendario: si un buen número de países no podía llegar a tiempo, ¿por qué no aplazarlo todo, hasta que los retrasados recuperasen el ritmo?

No es una mera cuestión. de agenda. Este año, los Quince -primero en la reunión de ministros de Finanzas en Versalles y después en la cumbre de Cannes, en junio- devoraron una hoja del almanaque al descartar la primera de las citas previstas, 199.7. La deglución, de la segunda fecha, 1999, hubiera erosionado la credibilidad de todo el proceso ante los mercados, poniendo en duda el principal logro del Tratado de Maastricht -la moneda única- justo cuando se inicia su reforma. Así, ¿quién confiaría en nuevos acuerdos cuando incluso la unión monetaria, lo que todos están de acuerdo en no tocar, estaba en duda?

Peor aún. La estrategia de rigor presupuestario que suponen los criterios de convergencia habría quedado en suspenso. ¿Cómo convencer a los ciudadanos de que deben apretarse el cinturón a fecha fija si luego ésta resulta variable? Desaparecida la coartada de, la fecha y el objetivo de acortar la distancia con los Más virtuosos, el camino al laxismo de las políticas económicas nacionales habría quedado abierto. Ésa era la peor consecuencia de la bomba Waigel, aunque quien la lanzó -absorto sólo en el desapego de su opinión interna por una moneda única eventualmente menos sólida que el marco- seguramente no la había calculado.

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Frente a esté vértigo, los ecofines se conjuraron para ratificar, "sin ninguna fisura" la flecha prevista. Cumplían así con un deber mínimo, que deberán reiterar en el futuro, porque los dos años que restan hasta el final de 1997, en que se tomará la decisión sobre, quién formará parte de la unión monetaria, estarán erizados de dificultades. Y su recompuesta unidad no constituye artículo de fe para todos: a medida que avance el calendario se prodigarán las escaramuzas.

Por fortuna -o,mejor, gracias a una cierta recuperación del sentido de responsabilidad, bien administrado por la presidencia semestral española-, el Ecofin ha cumplido también otro deber que, aunque técnico, refuerza la credibilidad política del proceso. Ha suscitado el consenso debase sobre las distintas etapas del despliegue de la moneda única. Ha satisfecho los deseos de combinar la necesidad de una masa critica suficiente para el despegue con los de adaptación flexible de los operadores. Y ha establecido los criterios para el bautizo del ecu: gana puntos la apelación euro, al acordarse que el nombre de la moneda única debe ser "aceptable" para las poblaciones, y la alemana, contraria al ecu, podría asumir la nueva denominación.

No todo ha concluido. Estos acuerdos deben concretarse más hasta la cumbre de Madrid. Quedarán otros problemas, empezando por el de evitar que la existencia de dos núcleos monetarios genere nuevas tormentas y rompa el mercado interior. Pero tranquiliza que la respuesta al último gran vértigo haya sido la adecuada.

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