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Tribuna
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Viajeros bajitos

Como mis amigos no estaban aún listos cuando fui a buscarles para ir a cenar, me dispuse a jugar con Ale jandra y Gabi, sus hijas. Pero Alejandra y Gabi, dos jovenes y rubias bellezas, no querían saber nada de mí. Estaban absortas escuchando lo que tenía que dEcirles la joven que les cuida: una muchacha morena y descalza que habla con el acento nasal, antisolemne y contento del Caribe.Sólo un tiempo después tuve la oportunidad de reflexionar sobre lo extraordinario que, como sucede a menudo, me esperaba en una rutinaria esquina de una noche previsible. "Me encanta [la mujer]", me había dicho el padre esa noche: "A veces me siento a escuchar lo que le cuenta a las niñas, y me quedo embobado". Entonces caí en la cuenta de la suerte que tienen Gabi y Alejandra: no sólo son las hijas españolas de un par de colombianos de la costa, que es una manera muy de aire libre de ser colombiano, sino que además su padre es un ingeniero dedicado a la novela y el periodismo, ha vivido en Nueva York y en Tel Aviv, y es de ascendencia judía, o sea que en su caso el viaje lo lleva ya enredado entre los genes. Las niñas no sólo van a un liceo en otro idioma sino que, cuando llegan a casa, la mujer que les cuida se une a la madre para contar cosas que no dudo fantásticas. Me basta un dato: Esa noche de mi espera, la televisión estaba naturalmente encendida, como corresponde a toda casa decente a las nueve de la noche, y yo, por decir algo, pregunté: "Qué es eso: ¿Las chicas de oro?". Ella miró. "No tengo ni idea", dijo.

Luego el otro día estuve cenando con Anyala y su padre y una amiga común chileno venezolana (hija ya del exilio chileno, otra diáspora, otro mestizaje) y comprendí que Gabi y Alejandra no son las únicas que tienen suerte entre mis jóvenes amigos. Lo cierto es que Anyala no se hubiera creído un hombre de suerte, esa noche, pues tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no dormirse encima del plato y mantener el tipo delante de la amiga chileno venezolana de su padre, una amiga muy guapa que además no se resistía a su encanto.

Y es sabido que Anyala aprecia a las mujeres guapas. Es un niño moreno que ya comienza a hacer estragos con una sonrisa que le nace en el fondo de los ojos, y a quien un día se le apareció la Virgen bajo la forma de un aventurero español -porque siempre hay aventureros españoles por ahí afuera, aunque aquí rara vez nos enteremos-, que se apiadó de su destino, muy probablemente terrible, y lo adoptó. (Digo aventurero en el sentido más noble del término, y que tenga que precisarlo es ya elocuente: un día nos vamos a morir de un empacho de tresillo. Aventurero, simplemente, en el comprensible deseo de viajar, representar incluso a España sin ser un ilustre diplomático. Ya me he encontrado con alguno que otro, y sus aventuras. serían aún más interesantes si las zancadillas de la burocracia encastillada no les hicieran perder tanto tiempo).

Pero es que muy poco después me contaron que Aurelio y Jacobo, que son como la versión doble y en pequeñito de un astro del cine, se asolean ya entre los caimanes del río Magdalena, mientras veranean -a los siete años-, nada menos que en el escenario de la antepenúltima novela de García Márquez: o sea el laberinto de soledad de Simón Bolivar. Ni que decir tiene que su familia española estaba un tanto preocupada ante la perspectiva de tanto exotismo y lejanía, pero yo pienso que un niño que a los siete años ha visto los caimanes del río Magdalena, y el siguiente invierno lo puede recordar en un lúgubre colegio donde la literatura es una asignatura de segunda clase, ya nunca podrá ser el mismo. Y menos si son dos.

Repaso y resulta que sólo de mis ejemplos un sociólogo podría sacarse una teoría. Está Valeria, por ejemplo, una joven española que parece una bailaora de flamenco pero tiene la suerte extraordinaria de viajar a Argentina periódicamente a visitar a sus abuelos de origen italiano. O la hija de Justo, que se acaba de reunir en Brasil con un novio que conoció en Alemania. O Santiago Lyon, fotógrafo de guerra con más aspecto de irlandés que un viejo policía de Nueva York e irreprochable acento de Chamberí.

Y está Inés, también, que como me conoce mucho intenta frenarme cuando me pongo estupendo como Máximo Estrella y hablo de tierras lejanas, y mezclas, y viajes, y éxodos, como diciendo "ya empezamos", y que sin embargo, tengo comprobado, reconoce acentos, recuerda todas las historias e incluso comienza a contarlas distinto, como es el derecho de todo narrador y como hice yo, cuando tenía su edad con los mismos cuentos de viajeros. Ley de vida, supongo.

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