_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Leyes, política y moral

Éste es un país en crisis. Lo demuestra una imparcial mirada a nuestra situación: crisis económica (deuda del Estado de 40 a 50 billones, con b);. presunta corrupción de gente muy importante en cargos políticos o financieros; asentamiento inconmovible en el cargo a todos los niveles; pasotismo popular y reacción del "todo vale" generalizada, hedonismo a corto plazo, sin más atención a la solidaridad necesaria para convivir en un mundo cada vez más relacionado entre sí y que suele llamarse por eso el mundo del efecto mariposa. Un efecto por el que cualquier hecho en un alejado entornó repercute sobre el nuestro, viviendo todos, queramos o no queramos y a pesar de las distancias, en una especie de "aldea global".Y ¿qué salidas hemos inventado con la intención de solucionar esta acuciante serie de problemas?

Los políticos en general han descubierto un camino: la judicialización de todo lo que resulta tan preocupante, echando al saco de los tribunales cualquier asunto que debía resolverse por un camino político, o por el tan descuidado y que es su raíz: el ético.

Sin darnos cuenta hemos absolutizado los tres poderes: el judicial, como recurso para que los resolviera, si los resuelve, dado lo complicado de demostrar culpabilidades en ese campo, y que, al final, lo haría, en el mejor de los. casos, ad calendas graecas.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Otras veces acudimos al expediente de querer una nueva ley que enfrente estos casos, y así el pobre ciudadano se ve perdido en un mar legislativo, cada vez más complicado y profuso, que se le escapa; y no tiene más remedio que echarse en manos de discusiones dispares de los expertos, que más le confunden que le aclaran. No nos damos cuenta de aquellas agudas y realistas observaciones de Lao-Tsé recordando a estos arbitristas que "cuantas más leyes, más ladrones", porque su complicación sólo sirve para que puedan escapar los pícaros con su habilidad para salirse por los recovecos de la inflación legislativa. El gobernante y el legislador no pueden olvidar lo que es la astucia de los asociales, retratada en el populachero refrán: "Hecha la ley, hecha la trampa".

Nada digo de un recurso, hoy poco de moda en nuestros países del desarrollo, pero de plena actualidad en los demás del Tercer Mundo: el recurso a la religión mezclada con la política, la economía y la convivencia social. En una palabra, el fundamentalismo religioso que encuentra en los Libros Sagrados la solución para todo; y su secuela política, el integrismo, que quiere llevar las riendas de la gobernación del país en manos de la religión. Los resultados negativos a la vista están, lo mismo históricamente con la discriminación, lapersecución y la guerra, o actualmente añadiendo a ellos el terrorismo fanático.

Y en Occidente surgió un expediente ilusorio también con la magnificación total de la libertad desmedida, olvidando aquello que señaló inteligentemente el filósofo Spinoza: "Acción libre es la que se determina en favor del deseo razonable", cuando nuestros actos son producto de la "personalidad entera" (Bergson) y no de la pasión desbocada (Platón). Ojalá hubieran sido más perspicaces nuestros papas del siglo XIX, que se. pusieron en el extremo contrario, incluyendo toda libertad pública en el saco de las "libertades perniciosas"; y hubieran aceptado el artículo cuarto de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, en vez de clamar contra ella: "La libertad consiste en hacer todo cuanto no perjudique a otros", que hoy entenderíamos de las personas, grupos o cosas de la naturaleza que repercuten a la larga negativamente sobre nosotros.

Es el gran problema también del tercer poder, nuestra democracia española, que en vez de ser una democracia de participación es una democracia de representación nada más, y se olvida de las legítimas necesidades de los ciudadanos ante cualquier decisión de gran trascendencia.

Se impone entonces una reconsideración de todo ello. Y la primera cosa a pensar es aquella observación de Gabriel Celaya, el olvidado poeta, que señala en una de sus mejores poesías: "Vivo ( ... ) dando gracias a todo lo que existe, porque existé". Es verdad: si existe es porque en el fondo tiene algo de positivo, aunque nos cueste a veces verlo porque lo que es negativo lo empaña hasta casi ocultarlo.

Y así recordaremos que el hombre mismo no es lobo para el hombre, sino hombre, como enseñaba en la Salamanca del siglo XVI el padre Vitoria, el defensor de la igualdad de nuestra naturaleza con la de los indios de América, contra Ginés de Sepúlveda. Pero, eso sí, recordaba que todo hombre es superior al animal porque está "dotado de razón, sabiduría y palabra; pero también ( ... ) se le dejó frágil y débil". Esa es la clave de sus bienes y sus males, como vemos hoy a poco que consideremos lo que ocurre sin pesimismos, pero con realismo.

Por eso el gobernante vale más por su ejemplo que por sus opiniones de grupo. Buenos fueron, por ello, dos personajes en los extremos de la escala política: Antonio Maura y Julián Besteiro.

Y esto nos demuestra que hay que volver a un nuevo punto de vista, que a mí me lo enseñó el catedrático del Instituto San Isidro, de Madrid, el socialista humanista José Verdes Montenegro. No queremos una ética de grupo, sea católica o atea, sino de todos, una ética cívica como la que extrañamente propugnaba hace poco el cardenal Ratzinger, un mal gobernante de la Iglesia y un buen teólogo, aunque moderado. En 1992 declaraba al periódico Le Monde que lo que necesitaba Europa -y yo añadiría que el mundo- era esa ética por encima de denominaciones, conseguida por el diálogo de las consecuencías y el consenso razonable. Pero nada dé volver a la "república cristiana" que parece añorar nuestro Papa actual, el polaco Wojtyla.

Será una ética política, una ética económica, empresarial y sindical. Política, buscando la felicidad temporal de todos, las leyes mínimas, verdaderamente justas para todos, porque si no buscan el,bien común no pueden serlo. Económica, que recuerde la idea de los grandes liberales, como Adam Smith, que ponía al marco de la "riqueza de las naciones" el correctivo moral de su Teoría de los sentimientos morales. Sin ellos, la libertad del mercado no puede ser humana ni humanizante, como pasa actualmente para desgracia del Tercer Mundo, en el que cada vez se abre más la sima de la diferencia injusta con el mundo desarrollado. Empresarial y sindical, que recuerde que la habilidad es necesaria, pero también la justicia. Si está de moda la lectura del hábil Baltasar Gracián, con su Oráculo manual y arte de prudencia, en el mundo de los negocios en Norteamérica, también se requiere allí cada vez más la justicia realista y razonable. Éste es ,el elemento imprescindible para crear una sociedad local, nacional y mundial satisfactorias, que a la larga es rentable contra Maquiavelo, por un lado; como, por otro, contra los hipermoralismos utópicos.

¿Hará falta que recordemos -para terminar- aquella observación de nuestro sufí murciano de hace siete siglos, Ben Arabí, cada vez más demostrada científica y moralmente, de que "el amor que se tiene a los otros es un efecto del que uno se tiene a sí propio" (Fotuhat) ? En ciencia biológica lo señala Hans Selye; en psicoanálisis, Maryse Choisy, y en filosofía, Federico Nietzsche.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_