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El dogma del nacionalismo lingüístico

Joan Maragall comparó en cierta ocasión el nexo entre España y Cataluña con la relación, en la filosofía de Spinoza, entre la sustancia y los modos. Maragall era un gran intuitivo en negocios de pensamiento: generalmente acertaba en, sus apreciaciones. Y es que la sustancia de Spinoza, frente a lo que creía Eugenio D'Ors, Xenius, no absorbe en la pura indiferencia sus atributos y modos. Antes bien, es una de las filosofías más respetuosas con la radical singularidad de cada modo.

Somos muchos los catalanes que no creemos en absoluto incompatible afirmar la inexorable realidad de España con la genuina realidad catalana (por mucho que nos incomoda y molesta que realidades verdaderas se mistifiquen al hacerlas pasar por el cauce inadecuado del vetusto y decimonónico concepto de nación).

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Ser y sentirse español no significa militar en ningún neonacionalismo españolista. Esto, la sociedad catalana, que está mucho más sana que la mayoría de sus políticos e ideólogos, lo asume sin demasiada dificultad. Pero estas obviedades tienen todavía, por la presión de tantos años de hegemonía indiscutible de un nacionalismo lingüístico militante, el carácter de afirmaciones escandalosas que parecen presagiar siempre linchamientos morales y materiales.

El dogma del nacionalismo lingüístico, impuesto desde las más altas instancias de gobierno del Principado, perfectamente orquestado por los media, especialmente televisivos, puede dar una clave profunda sobre el gran "sosiego" que parece traslucir actualmente Cataluña: el característico de un país sometido a la lenta muerte de una diaria y cotidiana intoxicación ideológica. Es un sosiego revelador de lo que ya no posee pulso vital; o que carece radicalmente de aquello. en donde ese pulso se demuestra, en la capacidad crítica y autocrítica en relación a los mezquinos valores culturales con que ese dogma suele revestirse.

Pasan los años, y esta quimera ideológica mantiene con fuerza y con escasa oposición su hegemonía sobre la opinión pública catalana. Pocos levantan la voz en contra de ella. Pocas opciones políticas enuncian principios diferentes. Apenas si se recuerda que Cataluña fue siempre, excepto con el franquismo y el pujolismo, una realidad compleja en la que las opciones nacionalistas tenían que combatir con las ideologías federalistas, y en la que el nacionalismo lingüístico. debía estar armado frente al anarquismo frente a las invectivas republicanas de Alejandro Lerroux.

Sólo que mentar a Lerroux rece ser mentar la bicha. Basta, embargo, repasar con nostalgia álbumes del pasado relativos a "ciudad de las bombas", bién llamada Ia rosa de fue para percatarse de que aquella Cataluña y aquella Barcelona tan conflictivas de principios de siglo, o del primer tercio de siglo, eran una Cataluña y una Barcelona radicalmente vivas, como sólo lo fueron después durante los años sesenta y en el gran interregno tarradellista.

Para los que comenzamos a internarnos en la cincuentena, fueron dos pequeños oasis en medio de una doble travesía del desierto, la del franquismo y la del pujolismo, en las que Cataluña enmudeció en su proverbial sentido crítico en el gran almohadón de una opinión pública uniforme.

Pero lo más terrible de esa uniformidad ideológica de la opinión pública consiste en el reflejo de "cerrar filas", algo así corno un linchamiento moral en relación a todo aquel que alguna vez cuestiona el dogma de este nacionalismo triunfante. Se supone que ese nacionalismo es, de hecho, la forma misma de pensar de todo catalán que se precie de tal. En consecuencia, rivalizarán la mayoría de las opciones políticas e ideológicas por adecuarse lo más posible al dogma, sean cuales sean sus etiquetas. Se trata de demostrar que se ha asumido Plenamente el principio que concede patente de ciudadanía catalana y que no es otro que el nacionalismo lingüístico.

De ahí la penosa sensación que se tiene, en este Principado, de que existe escasa oposición; o de que algunos jefes de fila de los partidos que deberían ejercer la oposición son, con relevantes excepciones, aliados potenciales de la opción hegemónica: verdaderos criptoconvergentes.

Quizás no tenga razón Julio Anguita en sus juicios, emitidos este pasado verano, sobre la burguesía catalana si los hacemos retrospectivos, si los proyectarnos hacia el pasado. Pero probablemente tiene más razón que un santo si hacen referencia al estado actual de ciertos sectores de la burguesía catalana; parte de eso que con gran pedantería llaman los políticos "el tejido social catalán": la conjunción de intereses creados de carácter caciquil o mafioso que constituye el humus sobre el que se sustenta la opinión pública catalana actual, regentada y gobernada por un partido que profesa el dogma del nacionalismo lingüístico, cuya verdadera faz corrupta e impresentable está saliendo a flote, aunque con excesiva lentitud, a raíz de los últimos escándalos del partido nacionalista en el poder.

El nacionalismo lingüístico catalán constituye, en realidad, un híbrido ideológico: el cruce entre un arcaísmo añorante del mundo de los Austrias, con sus diferentes reinos unificados. en la monarquía, y la obsesión decimonónica por determinar las naciones a partir de la realidad lingüística.

Dentro del mundo de los Austrias se prolongó, ciertamente, uno de los más sólidos y duraderos matrimonios políticos de la historia europea: el que concretaron durante siglos aragoneses y catalanes. Pudieron constituir un mismo reino a pesar de hablar lenguas distintas.

La experiencia reciente demuestra en cambio que, a pesar de sus proximidades lingüísticas, los valencianos no quieren saber, mayoritariamente, nada en relación a un modelo de Países Catalanes que tuviera en Cataluña y Barcelona su centro hegemónico de poder. Tampoco los habitantes de las islas, ni el Rosellón.

De hecho, el nacionalismo lingüístico nació en Cataluña como una corrección del originario catalanismo, de carácter federalista. El catalanismo nace y crece en el marco de ideas federales abiertas por Pi i Margall: de la mano de Valentí Almirall. El nacionalismo lingüístico usurpa el ámbito abierto por esta orientación política. Alienta en los pactos y alianzas políticas de interés general un trato preferencial, aunque ello acarree la obvia acusación de insolidaridad.

La gran sombra del nacionalismo lingüístico la constituyen la complejidad y el mestizaje cultural. Si algo aborrece esta ideología es, desde luego, la comprobación de que la realidad del país al que se le atribuye carácter de nación no es monolingüe. En consecuencia, se arbitrará toda suerte de coartadas para demostrar que sí lo es, a pesar de las interesadas apariencias. La complejidad se echará al cajón de sastre del franquismo. Habrá, en todo caso, catalanes de primera cate-

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Eugenio Trias es filósofo

El dogma del nacionalismo lingüístíco

Viene de la página anteriorgoría y de segunda: algo así como un a Cataluña a dos velocidades, según cual sea la lengua del usuario. La existencia de catalanes de habla castellana, algunos de ellos de varías generaciones, será, para los sacerdotes de esta ideología, la abominación de la desolación.

Aquí somos muchos los que, hablando castellano, nos sentimos catalanes de pleno derecho; y que por esta sola razón, aun cuando hablamos castellano, tenemos la lengua catalana como cosa propia. Y que, por consiguiente, la defendemos cuando se promueve una campaña de agresión en contra de ella. Pero una cosa es la lengua; otra muy distinta la utilización ideológica que de ella hace el dogma del nacionalismo lingüístico.

Estas actitudes, bastante comunes entre catalanes castellanohablantes, se ignoran demasiadas veces fuera de Cataluña. Pero sobre todo las ignoran de forma totalmente interesada dentro el Principado los que comulgan con el dogma del nacionalismo lingüístico. Estos, aunque de boquilla y por razones tácticas, transigen con cierto (limitado) bilingüismo, pero en el fondo de su corazón lo repudian.

El bilingüismo que la sociedad catalana asume de forma sana y natural resulta, para esta ideología, una realidad dura de tragar; la. acepta, pues no le queda otro remedio; pero todo aquel que verdaderamente comulga con el dogma del nacionalismo lingüístico lamenta en el fondo del corazón esa aceptación; desearía que Cataluña pasase, si pudiera, por el alambique terrible de la "limpieza lingüística".

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