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En manos de gente airada

Desde la instauración de la democracia en España, en ninguna ocasión se había producido un divorcio tan manifiesto como ahora entre la actitud de la mayoría de la clase política y la opinión pública. Para los políticos, dar estado parlamentario a la profunda crisis política y moral en que los poderes ejecutivo y judicial han sumido al país constituiría una iniciativa por completo gratuita e irrelevante en la medida en que no añadiría nada a los acuerdos previamente adoptados por los líderes. Presentar una moción de confianza o una de censura -se afirma- nada dice a la calle, y sólo serviría para calmar la inquietud, inoportuna siempre, y en este caso, además, un poco imbécil, de un puñado de intelectuales o publicistas. ¿Qué más queréis, dicen unos, que ese apoyo consistente, manifestado cada día por, CiU y por el PNV? ¿Cómo presentar una moción de censura, añaden otros, en la seguridad de que no la vamos a ganar? Así que por la pasividad de unos diputados elegidos para representar al pueblo soberano y hablar en, su nombre, el Parlamento, como poder autónomo del Estado, nada tiene que decir ni decidir sobre esta confusa situación.A un diputado que se hubiera tomado en serio su función como representante de la soberanía popular debería bastar que un sector significativo de la opinión pública se haya manifestado pon tanta insistencia a favor de dar estado parlamentario a la crisis para interpretar ese pálpito como un mandato inexcusable. Debería bastar que de forma reiterada el público haya mostrado su pérdida de confianza en la palabra del presidente del Gobierno para que éste -que antes que presidente es diputado- acudiera al Parlamento con objeto de recuperar, al menos, la de sus representantes. Pero la designación de los candidatos a diputados como mandatarios de los partidos más que como representantes de los electores y el hábito de gobernar al modo cesarista, con mayorías dóciles, inexpresivas, muestra ahora sus más perversos efectos: los parlamentarios abdican de su función para convertirse a la vista de su público en mudos testigos de lo decidido en los cónclaves de sus líderes.

La democracia se asfixia sir un debate público, rico e intenso, sometido a reglas de procedimiento en una esfera abierta a la mirada y al escrutinio de los ciudadanos. Sería anacrónico, desde luego, pretender un retorno al parlamentario de los años treinta, cuando la acción de gobierno quedó tantas veces bloqueada en el debate inacabable. Pero las muchas cautelas tornadas para no incurrir en aquel exceso han revelado ahora sus efectos letales para ese espacio fundamental sin el que la misma democracia acaba por desvanecerse. El Parlamento, como asamblea autónoma, con iniciativa propia, dotada de fuerza interna para decidir sobre cuestiones críticas, no funciona. Tal es la penosa conclusión a la que es preciso llegar después de 20 años de democracia.

Esa abdicación del Parlamento revela un mal profundo de nuestro sistema e introduce un elemento de incertidumbre para el futuro. El mal es la ausencia de una clase política que represente los intereses y las precauciones del público, los debata de acuerdo con normas de procedimiento regladas y resuelva ateniéndose escrupulosamente a esas normas. La incertidumbre consiste en que, a falta de un ámbito para el debate público y, la resolución del conflicto de acuerdo con reglas de juego aceptadas por todos los actores, cada cual pugna por establecer una relación directa con el público desplazando la discusión hacia terrenos en los que, al parecer, vale todo y en los que el ganador será siempre el que con más fuerza empuje y más ruido meta. El debate parlamentario, sustituido por declaraciones y revelaciones sensacionales a los medios de comunicación: así es como un país que había aprendido la tolerancia ha venido a caer durante las últimas semanas en manos de gente airada.

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