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Aquiles

Enrique Gil Calvo

Tras la efímera reconquista de la iniciativa política por parte del Gobierno a comienzos del otoño, los distintos sectores interesados en combatirle tratan de neutralizarla volviendo a recuperar de nuevo su anterior ventaja. Y para ello, como era de esperar, recurren a su peor punto flaco, que no es otro que la corrupción: el auténtico talón de Aquiles del Gobierno socialista, que teminará por perderle definitivamente si no encuentra pronto algún remedio eficaz.Y, como siempre, la respuesta ante las acusaciones ha sido la vieja táctica, infantil de devolver la pelota contra el acusador, reprochándole a su vez el ser partícipe de paranoicas conspiraciones persecutorias. ¿Pues qué esperaban? ¿Acaso no es lo más lógico en la oposición (sea ésta política o mediática), a quien precisamente se le paga para que acose y acuse al Gobierno a fin de evitar que se extralimite?.

En todo caso, lo que hay que lamentar es que, una vez más, desaparecen del debate los contenidos políticos para quedar reducidos a las desnudas cuestiones formales: y la lucha de programas se ve sustituida por la lucha de procedimientos. Lo cual supone una cierta desnaturalización de la política. Otro día se puede discutir acerca del por qué la política contemporánea, tras la caída del. telón de acero, se ha vaciado de contenido sustantivo (si exceptuamos el monetarismo de los ajustes presupuestarios), quedando reducida al mero litigio jurídico. Pero hoy quiero alertar contra la hipocresía moral (o el cinismo político) que subyace a esta judicialización del debate público.

Antaño se acusaba a la democracia burguesa de reducirse a las libertades formales, olvidando los derechos sociales. Pero hoy en cambio, puesto que el Estado de derecho se basa en la formalidad de los procedimientos, la identificación de la democracia con las reglas jurídicas ha conducido a sacralizar el respeto aparente a las reglas formales en detrimento de su cumplimiento. que resulta impunemente sacrificado con tal de que su infracción no esté formalmente probada.

Así, lo único que ya cuenta son las formas con que se aparenta respetar la ley, en vez de cumplirla efectivamente: se cree disculpable infringirla con tal de que no te lo puedan probar. Y cuando efectivamente no se consigue probar, entonces finges airarte por haber sido objeto de acusaciones infundadas, aunque se sospeche que son formalmente ciertas. Lo cual conduce necesariamente a la doble moral: no se tienen escrúpulos en infringir las leyes, pero sin embargo se exige después (como hacen los abogados de ETA) el más escrupuloso respeto a las reglas de defensa y a la presunción de inocencia.

Pero se olvida una cosa. Si bien en el ámbito del derecho la carga de la prueba reside en el acusador (lo que exige respetar la presunción de inocencia), en el de la política sucede exactamente a la inversa: la carga de la prueba pertenece al acusado, obligado como está a presumir públicamente de su inocencia demostrándola con pruebas. Esta es la ética pública de la política (ser inocente y parecerlo), que se escamotea y desnaturaliza cuando falazmente se judicializa.

Pongamos por ejemplo el caso Filesa de financiación ilegal socialista. La línea de defensa elegida por Galeote (responsabilizarse a solas de todo pero negándose a explicar nada) parece jurídicamente correcta, pero resulta políticamente suicida. Puesto que las sospechas de financiación ¡legal ya son públicas y notorias, alguien debería explicarlas. Porque, una de dos: o la sospecha de financiación ilegal es cierta, o no lo es. Si es falsa, entonces les conviene explicarlo todo cuanto antes con pelos y señales, a Fin de contribuir a disiparla. Pero, claro, si es cierta, lo que les conviene jurídicamente en ese caso es no explicarse, a fin de que no se les pueda probar nada. Ergo la negativa a explicarse equivale a una implícita admisión de culpabilidad.

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En política, el que calla, otorga, y en tal caso, sus rivales enseguida le cogen electoralmente (como hizo la tortuga con Aquiles), por mucho que judicialmente se escurra y consiga escapar.

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