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Un mundo perfecto

Los vecinos de Cheiry, cerca de Friburgo, desconocían casi por completo lo que ocurría en la granja. "Son buena gente. No se meten con nadie, pero no sabernos nada de ellos". Los habitantes de la granja no necesitaban salir a ningún sitio, se las arreglaban muy bien, cosechaban de todo. "Viven en su mundo", nos dijeron a los tres antropólogos que queríamos visitarla para hacer un estudio.Cuando llegamos estaban dos mujeres en el patio de la granja que ardió en la noche del marte al miércoles. Nos recibieron con cortesía distante. Saludamos y dijimos: "Queremos conocer sus productos y comprar alguna cosa". Una de las mujeres entró en la casa, mientras nosotros, nos quedamos charlando con la otra, que resultó ser "una ingeniera mexicana". "Estoy aquí haciendo estudios de posgrado para especializarme en agricultura biológica", dijo. Dejó entender que no sólo aprendía técnicas, sino "toda una visión del mundo". Pero precisó: "Ya os explicará el jefe que es quien sabe, los otros nos callamos". Un miembro de nuestro equipo había oído hablar, de la granja como de un centro piloto de agricultura biológica. "Tengo mis sospechas de que se trata de una secta. Sé que es muy difícil el contacto con sus miembros, pero no sé nada de su ideología", comentó cuando preparábamos el viaje.

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La ingeniera mexicana no quiso responder a ninguna pregunta que se saliera del formulismo de rigor. La mujer que se había ausentado volvió pronto acompañada de un hombre. "Les presento a mi marido". Él fue quien nos atendió, nos mostró la fábrica de quesos, de mermelada, el horno de cocer el pan y nos dio a probar todos los frutos. Luego salimos al patio en donde las mujeres y un niño que se les había unido seguían limpiando las frutas para hacer las mermeladas.

"No tenemos ninguna sala de reuniones ni pertenecemos a ningún grupo; nos dedicamos a la agricultura biológica; charlamos mientras comemos y mientras trabajamos", dijo el hombre. Todo cuanto nos dijo rezumaba preocupación por las fases de la luna, por las que se guiaban en la siembra y en la recolección. No habló nunca del sol. En cierto momento uno de nosotros le explicó que hasta no hace mucho los campesinos gallegos tenían idénticas preocupaciones. "Es natural; los celtas hacían las cosas como hay que hacerlas", comentó.

Aunque uno de nuestro equipo era muy entendido en esvástica celta y símbolos de todo tipo, no vio ninguno llamativo. Las palabras del hombre, sin embargo, dejaban traslucir una religión naturalista, sin templos hechos por mano de hombre. En ello percibimos un punto más en común con la religión de los druidas que tenían sus reuniones y adoraban a Dios en los claros del bosque.

La granja estaba rodeada de un enorme bosque y de prados en donde pastaban vacas y ovejas; en el patio pululaban gallinas, patos, perros y gatos, todos en libertad. En el cobertizo había pacas de hierba, algún tractor y útiles de labranza. El misticismo naturalista de la charla cuadraba muy bien con todo el entorno.

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El lenguaje de los miembros de la comunidad, como ellos se definían, no era el aprendido en el contacto cotidiano con los vecinos del pueblo; por el contrario, y según se puede leer en nuestros cuadernos de campo, lo debían haber aprendido en lecturas frecuentes y en charlas seguidas con asiduidad. No era ni catastrofista ni moralista.

En el mes de agosto de 1992 cuando los visitamos, el niño estaba de vacaciones. "Los niños en la escuela no aprenden gran cosa", nos dijo el jefe. El niño ayudaba a las mujeres o venía a escuchar nuestra conversación, pero en ningún momento osó intervenir. Continuó el señor: "Los Estados obligan a los padres a que envíen a sus hijos a la escuela porque es una manera de controlar lo que más tarde van a pensar y a hacer; al nuestro le enseñarnos aquí lo que tiene que hacer y cómo debe pensar, y tiene la oportunidad de estar en contacto con la naturaleza".

Desde el pueblo se llegaba a la granja por un caminito de carro, había que ir muy despacio para no destrozar el coche. Los campos y el bosque que recorrimos en solitario los del equipo estaban muy bien cuidados; se notaba que los senderos del bosque eran frecuentados, pero no encontramos por ningún lado entradas ni pasadizos secretos que condujeran a los sótanos. Era un remanso de paz, y sus habitantes hablaban con calma y sin pasión. En uno de los cuadernos de campo se puede leer: "Sus palabras no dejan traslucir jamás ni la más mínima sombra de duda; habla más lo que se callan que lo que dicen". Alguno de nosotros aventuró que había una buena dosis de violencia en sus comportamientos reprimidos, pero nadie se atrevió a anotarla en su cuaderno. En ningún momento tuvimos la impresión de estar hablando con gentes satisfecha, pero sí muy conforme.

Nada de cuanto vimos u oímos nos pudo hacer sospechar el trágico final que ocurriría dos años justos más tarde. De nuestra convivencia con ellos sacamos, la conclusión de que habíamos visitado un mundo perfecto y acabado sin contacto con el exterior y de que todo empezaba y acababa allí. Uno de nosotros anotó: "Encaman la conciencia colectiva de culpa de la humanidad y huyen del mundo para salvarlo de la catástrofe final".

Manuel Mandianes es antropólogo e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

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