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Las ambigüedades del G-7

La reunión en Nápoles de los jefes de Estado y de Gobierno de los países "más ricos del mundo" (definición que sirvió para jusficar la composición de las primeras reuniones, calificadas con la sigla G-7) ha marcado algunas diferencias notables en relación con lo que han sido las anteriores, desde la inicial en Venecia en 1987. Si su razón de ser era al principio lograr una coordinación de las políticas económicas de las principales potencias, en Nápoles el peso se ha disparado hacia los aspectos políticos. "La política se ha instalado", como ha dicho Mitterrand. Dos textos han sido aprobados: el económico tradicional y uno político en el que se abordan casi todos los temas que preocupan en el mundo. La otra novedad es la incorporción de Boris Yeltsin, no ya como invitado especial, sino como miembro fijo de la reunión política, que ha quedado bautizada con un nombre distinto: G-8.Estos cambios, que se han introducido sobre la marcha, ponen sobre la mesa un problema central: la propia composición de esas reuniones. La Unión Europea ha tenido siempre una presencia esencial (al lado de EEUU, Japón y Canadá) con Alemania, Francia e Italia, más el presidente de la Comisón de Bruselas. Esas presencias respondían con cierta lógica a la temática económica fundacional. Pero hoy no resulta comprensible la composición de los ocho para abordar los problemas políticos del comunicado de Nápoles. Por ejemplo, para opinar sobre Corea en esta fase tan compleja de su evolución, ¿tiene sentido que lo haga Italia y en cambio que esté ausente China? Por cierto, esa ausencia de China choca también en relación con la vertiente económica, teniendo en cuenta los ritmos que alcanza su desarrollo económico. Pero examinando el conjunto de la declaración política, con Bosnia, Ruanda, Oriente Próximo, Argelia, Chernóbil... se multiplican las dudas sobre la composición de los ocho.

¿O bien estamos ante la aparición de un esbozo de directorio mundial con la pretensión de indicar al conjunto de los Estados la orientación que deben tomar? Los Gobiernos interesados lo niegan, pero poco hacen para disipar la impresión de que en la práctica se pretende avanzar en ese sentido. Es sin duda positivo que los principales gobernantes del mundo intercambien sus opiniones con cierta regularidad. Sin embargo, el problema del doble juego, y eventualmente de la competencia, que ello puede crear con la ONU, es preocupante. Sin duda, en estos momentos la gran ventaja que tiene el G-7 comparado con el Consejo de Seguridad de la ONU es la presencia de Alemania y de Japón. Mientras la ONU no adopte una reforma de su Carta dando entrada como miembros permanentes en el Consejo de Seguridad a Alemania y a Japón (y a la vez a algunos otros países como India, Nigeria y Egipto), padecerá una gravísima cojera que debilita su acción.

Sin embargo, si los ocho avanzan hacia un directorio orientador de la política mundial, rodeado de una gran publicidad, se acabará causando un daño serio a las Naciones Unidas, reducidas de hecho a las acciones secundarias: ¿Es sensato y útil para la vida internacional? No cabe olvidar que la ONU encierra un potencial enorme, incluso para impedir guerras y matanzas, en gran parte inutilizado. Las grandes potencias prefieren realizar acciones propias (como Francia en Ruanda) que construir los instrumentos que permitirían a la ONU ser realmente eficaz.

Se podría dar más peso a la ONU celebrando reuniones del Consejo de Seguridad con la participación de los jefes de Estado y de Gobierno. Se dieron pasos en esa dirección para luego dejarlo en desuso. Cabría incluso invitar a Japon y Alemania mientras no se les dé entrada plena. Pero no se entiende para qué se trasladan los grandes problemas a un directorio formado de manera caprichosa. Vale que se trate en Nápoles de Ruanda ó de Bosnia. Pero las frases elogiosas que Mitterrand ha obtenido de sus amigos sobre el primer caso reflejan una opinión muy minoritaria. Multiplicar las ocasiones de hipocresía diplomática no ayuda necesariamente a resolver los problemas.

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