_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pololo y los cacharros

En la plaza de las Comendadoras, uno de los rincones más recoleto y bucólico de Madrid, está instalada durante las fiestas de San Isidro una feria de cacharros. A la sombra del convento y de la sede de los caballeros de la Orden de Santiago, unos pocos tenderetes dan cobijo sosegado a variopintos botijos, jarras, macetas, paragüeros, candelabros, tazas, azucareros, ollas, cántaros, porrones, estropajeros, platos, cárceles de grillos, ensaladeras, tinajas, ceniceros, chocolateras y mil cachivaches más.La mayoría de esos cachirulos son trastos cotidianos humildes y muy primarios. No se puede prescindir de ellos, al igual que sucede con la amistad, los colchones, los fines de semana y las juergas clandestinas. Todos están hechos de barro; en caso de duda u olvido pueden ser denominados simplemente cacharros, con toda propiedad. Esta palabra, cacharro, es más sofisticada de lo que aparenta. De hecho, sirve también para designar cualquier cosa que no funciona como debiera, a persona renqueante, a órgano esquivo: sin ir más lejos, el aparato sexual masculino es denominado cacharro por muchas mujeres y numerosos despechados.

Ir a visitar cacharros con Pololo es un delirio teológico, una risa peripatética. El tal Pololo, redomado racional, regenta un café en la plaza de las Comendadoras. Madrileño endocrino y delicadamente cosmopolita, con más de 30 años de edad y menos de 40, tiene raptos de lucidez que jamás hubiera tolerado la Inquisición. Ante un perplejo alfarero que no daba crédito a lo que oía, esgrimió anteayer este discurso: "Dios creó al hombre del barro, oficio noble y bizarro, pues de todos fue el primero: el hombre, el primer cacharro; Dios, el primer alfarero. Ahora bien, ciudadano, la mujer es porcelana fina, tetera sibilina. Ellas han venido a este mundo para cachifollar la lógica, el celibato y la paciencia, pero no pueden vivir sin cacharros, y viceversa".

El artesano, atónito, musitó: "Yo no soy poeta, joven. Soy de Puente del Arzobispo, y si le contara esas cosas a mi mujer pensaría que Madrid me había trastornado. Me tomaría por el pito del sereno". Y Pololo: "El pito, ésa es la cuestión, como dijo Cicerón. El hombre es un botijo. Y un botijo sin pitorro es un trasto absurdo. Una moto estropeada. Un loro que no habla, según Manolo Tena. En cuestiones de pito, el ahorro es desatino, y además una porquería. Ustedes los alfareros, con toda aviesa intención, hacen huchas en forma de cerdo. Por cierto, vamos a tomar unas copas porque el barro se hace polvo si no está bien cocido". Acabaron cantando el himno del Principado frente al cuartel del Conde Duque.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_