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Hombres y mujeres comiendo

Para Anant.Dos comidas de toda mi vida, y en mi memoria están archivadas una junta a la otra. Puede parecer que ambas ocasiones son muy diferentes, aunque dudo si ésa es la razón por la que mi imaginación insiste en colocarlas juntas. En cualquier caso, ambas fotocopias están para siempre en la misma página.

La primera fue en Maxim's, en París. Fui invitado al legendario restaurante por unos amigos rusos que trabajaban en el teatro. Tuve cierta dificultad para ser admitido en el comedor por no llevar corbata. El encargado del bar accedió a prestarme una que me pidió que escogiera de un cajón. Había varios colores para elegir -todos ellos oscuros- Durante una fracción de segundo, de pie frente a un espejo, me pregunté si me acordaría de cómo atar el nudo.

Por fin me uní a los demás. Éramos unos veinte, y nos sentamos en una mesa alargada, como en un refectorio. Las otras mesas más pequeñas, ya ocupadas, estaban alejadas de nosotros, colocadas más adentro en el decorado un tanto misterioso del restaurante. Misterioso de la misma manera en que el escenario en un teatro lleno resulta misterioso antes de que se hayan pronunciado las primeras palabras. En el proscenio estábamos solos.

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Empezamos a hablar y a beber de nuestras copas y a comer -con la impresión de comer poco, ¡libres del fastidio del consumo!-. Pronto nos olvidamos de dónde estábamos, y yo tenía la sensación de navegar por un río en una falúa. Entre cada uno de nosotros, junto a la mesa, había un remero invisible, casi continuamente allí, casi continuamente remando, aunque invisible, porque sólo desempeñaba sus tareas cuando nuestras miradas estaban en otra parte. Estos remeros eran los camareros y remaban anticipándose, disponiendo y atendiendo al instante todos y cada uno de nuestros deseos.

Yo comí lenguado relleno de langostinos y setas. La salsa que cubría el pescado era del color de un ópalo lechoso, y las zanahorias caléndula estaban cortadas en rodajas tan finas como obleas.

Éramos los muertos que nos deslizábamos armoniosamente, sin estorbos, corriente abajo a través del río hacia nuestra hoguera. En realidad estábamos vivos, saboreábamos, tragábamos, nos relamíamos, permanecíamos sobrios, reíamos, lo pasábamos bien, intentábamos recordar, contábamos historias, pero también estábamos foutus [hechos polvo] (todo lo demostraba tranquilizadoramente) y estábamos en manos de los barqueros.

Naturalmente, en esas circunstancias, la comida duró más de lo que nadie advirtió; nos encontramos con que era tarde y teníamos prisa, y nos vimos obligados a coger un taxi. Lo conducía una mujer. "¿Así que ha comido usted en Maxim's?", preguntó sonriente. "Yo nunca he estado allí, pero si se presenta la oportunidad, es algo que hay que hacer una vez en la vida, ¿no?", me dijo.

La segunda comida fue en la pequeña ciudad gallega de Betanzos, en el extremo noroccidental de España. El día de la Ascensión, a mediados de agosto. Resultó ser también día de mercado, y cuando es día de mercado en Betanzos se abre una cantina sobre una colina, un poco a las afueras de la ciudad, donde están los corrales de los animales, para dar de comer, y ofrece siempre el mismo plato.

Hace calor, ya se ha acabado la venta. El ganado que no se ha vendido vuelve a guardarse en sus camiones. Un hombre de mi edad con un traje blanco, digno de un conde, carga su viejo Peugeot con jaulas de polluelos que no ha vendido. Detrás del asiento del conductor hay huevos empaquetados y el suelo del coche está cubierto de diminutas plumas marrones. Es la hora de comer. Tal y como va hoy vestido, con su traje color marfil y su corbata plateada, el conde de los polluelos sería admitido en Maxim's.

Le sigo hasta la cantina: un cobertizo de cemento con un tejado ondulado, ventanas en lo alto de la pared y, sobre el suelo de asfalto, filas de estrechas mesas de madera hechas con tres tablones, de tres palmos de ancho. Hay 200 o más personas sentadas en los bancos comiendo. Todos ellos, como el conde de los polluelos, se han vestido para la ocasión.

El día de la Ascensión es la más erótica de las fiestas religiosas. Un poco como una boda celestial, pero más ligera que un matrimonio. Así que una peineta nueva en el pelo. Vaqueros limpios, calcetines blancos. Lazos para los más pequeños. Estrenar la gorra nueva. Ponerte tus zapatos de ángel.

Todos los años, desde hace un siglo, la ciudad de Betanzos suelta al cielo a medianoche un globo multicolor que, con los chorros de gas ardiendo, asciende como hiciera una vez la Virgen. Y cada año, los miles de espectadores siguen con la mirada, boquiabiertos, el globo y sus pasajeros, como si su aliento pudiera ayudarles en su camino.

De nuevo en la cantina, a lo largo de la pared situada frente a la entrada, arden braseros de madera llameante. Sobre cada fuego cuelga un inmenso caldero de cobre con agua que lleva hirviendo a fuego lento desde el alba. Las cocineras son mujeres vestidas con atuendos negros de campesinas, y están detrás de los calderos. Cuando hace falta más comida, una de ellas se inclina sobre el agua humeante y saca con un tenedor otro pulpo cocido.

Las criaturas son grandes, del tamaño de girasoles enormes. Antes de introducirlas en el caldero las estrellaron contra unas rocas para que su carne estuviera más tierna. Luego las metieron tres veces en agua antes de dejarlas dentro para que se cocieran. La tercera vez se volvieron rojizas.

Una mujer de negro coloca un pulpo cocido sobre una mesa de trabajo de madera. Allí reluce, ya no rojo, sino fosforescente -con los colores de los chorros de gas- verde, blanco, violeta. Lo corta con un par de podaderas en rodajas redondas. Las rodajas tienen aproximadamente el tamaño de anillos de sello. Aderezados con sal, vinagre, aceite y cayena, y servidos en platos redondos de madera, estos anillos son el banquete.

Los platos de madera se comparten. Atraviesas la joya que has elegido con un palillo de madera y te la comes con un pan gallego que ha guardado el secreto de la levadura.

Cada una de las estrechas mesas tiene sus platos de madera, sus pequeños vasos con palillos, sus montones de pan y sus tazones de porcelana blanca para beber el vino rosado (sic) del país. Los anillos de pulpo tienen el sabor del mar y de los labios de los marineros.

Detrás de mí, algunos comerciantes de ganado con los sombreros echados hacia atrás -llevan sombrero para que se los pueda distinguir entre la multitud desde lejos- beben de sus tazones blancos y tienen aspecto triunfal. Igual que una niña de cuatro años con un vestido negro de terciopelo que está sentada en la mesa de al lado. Igual que la familia del obrero que ha venido de vacaciones desde Madrid. Un triunfo tranquilo, no exuberante, casi contenido -como un chiste que uno está intentando guardarse-. Este secreto guardado se expresa con la máxima claridad en el rostro de un anciano que está enfrente de mí contando una historia a una anciana.

Envuelto en un calor que quitaría a cualquier perro las ganas de ladrar, observo la cantina, con el tazón de porcelana junto a los labios, rosado y pulpo en la boca, y me pregunto a qué se debe ese triunfo. Y encuentro una respuesta.

Todo el mundo se ha engalanado y ha subido por la colina hasta la cantina. Ha pasado otro año, otro verano; todos han venido, todos siguen aquí en esta tierra, cada uno con un palillo para el banquete.

John Berger es escritor británico.

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