El legado Villaescusa o el mecenas soñado
Con el título Un mecenas póstumo. El legado Villaescusa. Adquisiciones 1992-1993, el Museo del Prado presenta al público una exposición con las compras de obras de arte que ha realizado hasta el momento, gracias a la herencia que generosamente le legó al morir el abogado madrileño Manuel Villaescusa Ferrero, el tipo de mecenas que todo el mundo sueña con tener, no sólo por la cuantía de lo recibido -aún sin haber agotado totalmente el fondo, el museo se ha gastado ya 1.600 millones de pesetas-, sino porque deja las manos libres a los agraciados con la única limitación de que han de gastar todo el dinero en adquisiciones de obras.En cuanto a lo adquirido a través del legado de Villaescusa, cuyo conjunto ahora se exhibe en una de las salas de muestras temporales del museo, hay que señalar que está compuesto por 25 cuadros, unos 50 dibujos y 18 aguafuertes de la serie goyesca de los Proverbios. Haber ingresado un número de piezas próximo al centenar es, sin duda, una cantidad sorprendentemente elevada, pues el Museo del Prado abarca el siempre más económicamente inasequible arte del pasado, pero, sobre todo, está obligado a moverse en el terreno de excelencia al que le obligan su trayectoria, prestigio y fondos.
Sánchez Cotán y La Tour
Evidentemente, cualquiera puede adivinar, incluso antes de visitar este conjunto de obras tan abultado, que resulta imposible adquirir en un par de años y con 1.600 millones, no digo ya casi un centenar de obras maestras, sino, limitándonos a los cuadros, 25 piezas de excepcional calidad, incluso por razones no estrictamente artísticas. De hecho, destacan abismalmente del resto dos obras: el admirable Bodegón de caza, hortalizas y frutas, de Juan Sánchez Cotán (1561-1627), cuyos 450 millones fueron pagados a medias entre el legado Villaescusa y los beneficios obtenidos con la venta del catálogo de la muestra de Velázquez, y el Viejo tocando la zanfonia, del lorenés Georges de La Tour (1593-1652), una obra hermosa de un pintor no sólo grande entre los grandes, sino tradicionalmente confundido con los maestros naturalistas españoles y del que, no obstante, no había representación en nuestra pinacoteca.También es acreedora de notable interés la titulada Fábula, de El Greco, una obra temprana, de hacia 1577, al poco de instalarse el cretense en España y con no pocos elementos de su reciente etapa italiana. De las tres versiones conocidas de esta composición, pienso, por las medidas, que es la que estaba en la colección Von Watsdorf, de Río de Janeiro, que es la cronológicamente primera. El asunto del cuadro es extrañísimo y permanece aún indescifrado, pero, al margen de su atracción iconográfica, aporta al museo una pieza relevante del periodo en el que lógicamente estamos por aquí más escasos.
No cabe duda, asimismo, de la necesidad de adquirir los grabados de la serie goyesca de los Proverbios, que completan la ya incomparable colección de pinturas, dibujos y grabados que de este pintor posee el Prado. En cuanto al resto, claro que hay cosas sobresalientes por una u otra causa, como, por ejemplo, el retrato de familia de Adriaen Thomasz Key (¿1544-1589?), uno de los vástagos de la estirpe de Key, afincados en la Guilda de Amberes, o hasta el Luis de Morales, fallecido en 1586, o el Fernando Yáñez de la Almedina, activo en el primer tercio del XVI y al que se le supone, si no fue Fernando de los Llanos, haber trabajado con el mismísimo Leonardo y al que se le rinden los honores de haber sido uno de los primeros heraldos del Renacimiento italiano en nuestro país.
No se puede negar que, hechas estas u otras excepciones similares, lo restante va decayendo en calidad e interés hasta ese límite privadísimo en el que se solazan nuestros historiadores del arte, tan al resguardo de la realidad y sus urgencias, que, sin salir de sus ensimismados gabinetes de investigación erudita, equivocan, no pocas veces, el gozoso hallazgo doctoral con las necesidades objetivas de un museo de la altura de el del Prado.
Babelia
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