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Tribuna
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Días de espuma

La calle de Colón ha permanecido al margen de los fastos del centenario y de la capitalidad cultural; la calle de Colón nació quizá con vocación marginal, con el modesto fin de servir de travesía entre Fuencarral y la plaza de San Ildefonso, en los altos de las Correderas.La de Colón es una calle corta, estrecha y de trazo irregular, privada de sol a cualquier hora y dominada en su tramo final por la mole de la iglesia parroquial que da nombre a la plaza, un templo infelizmente restaurado puma. que oculta lo mejor de su pasado en el interior, protegido por una anodina fachada.

Adosado a la iglesia estuvo, hasta finales de los años setenta, el mercado de San Ildefonso, edificio singular y centro de la vida comercial del maltratado barrio, desaparecido en un abrir y cerrar de ojos a causa de una flagrante arbitrariedad municipal y sustituido por un escuálido jardincillo.

Gregorio Monje fue uno de los comerciantes desalojados, su carnicería-salchichería desapareció entre los escombros del mercado. A raíz de tan infausto suceso, el carnicero decidió cambiar de oficio, pero no de barrio, y un tiempo después se hacía cargo de una antigua bodega de la calle de Colón, La Ardosa, casa fundada en 1892, hermana de otras tabernas madrileñas de solera, vinculadas en la actualidad tan sólo por el nombre.

El nombre de esta antigua bodega se ha hecho muy popular en los últimos años entre los más conspicuos bebedores de cerveza de la urbe, que empezaron a frecuentar el establecimiento atraídos por el único grifo de la ciudad del que brotaba la legítima Guinness, la cerveza negra y espesa, orgullo de Irlanda, amarga y nutritiva, que aquí se sirve premiosamente decantada, coronada por un copete de cremosa espuma.

Libaciones de cerveza

En La Ardosa no se toman cañas, se ofrecen libaciones de cerveza.

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Gregorio Monje y sus hijos han convertido la antigua bodega en tabernáculo consagrado a este culto pagano y festivo, aunque la fiesta principal de su calendario se celebra el 17 de marzo, festividad de San Patricio, patrón de Irlanda; en su honor, la casa invita ese día a sus clientes a una pinta de cerveza por cada pinta consumida.

La pinta, algo más de medio litro, es la unidad de medida más popular en el mostrador de La Ardosa, que, por razones de salud, dejó de convocar en 1990 su concurso de bebedores de cerveza negra. En una de las paredes del local se exhibe la lista de los últimos aspirantes al récord Guinness, una lista internacional que encabeza un ciudadano alemán que realizó la proeza de trasegar 14 pintas en 3 horas y 22 minutos. Al campeón germánico, que terminó para el arrastre después de la demostración, no han vuelto a verle el pelo por el bar; el segundo clasificado es español y cliente habitual, y tras él aparecen, todos con su correspondiente bandera junto al nombre, un irlandés, un escocés y un estadounidense.

Pese a la flamante exhibición de botellas de las más variadas procedencias, los rótulos en inglés o checoslovaco y el tejido de cuadros escoceses que tapiza la pared del fondo, La Ardosa conserva su estilo de bodega tradicional madrileña, con sus luminosos azulejos levantinos, centenarios o reconstruidos; su historiado grifo del vermut, y, sobre todo, con las pinturas que campean sobre los cristales de sus puertas, un águila cervecera y una bucólica casa de campo realizada con primor y detalle, dos ilustraciones obra de un anónimo artista del reclamo condenadas a ser efímeras, pero que resisten milagrosamente el paso del tiempo.

Un buen irlandés

Para acompañar a la bebida reina, la bodega ofrece embutidos y encurtidos, banderillas, queso, empanada y pinchos de escabeche.

Cuatro grandes marcas de cerveza, la mencionada Guinness irlandesa, la Warfsteiner alemana, Bass inglesa y la auténtica Budweiser checoslovaca, brotan de sus barriles, y la lista se amplía con otras célebres cervezas embotelladas y con un excelente whisky irlandés, el Mc Callan, envejecido en barricas de Jerez.

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