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Acabemos con Madrid

No hace todavía muchas semanas que, en estas mismas páginas, Vargas Llosa replanteaba la polémica, emergente de manera periódica, de la provincianización de Barcelona desde el cosmopolitismo de los años sesenta y setenta a una especie de jibarización cultural derivada de la onda nacionalista que recorre, y gobierna, Cataluña. Aunque estoy un poco con Vázquez Montalbán en que se ha mitificado mucho aquella época, la cuestión tiene un enorme interés. Vivimos tiempos en los que las ciudades son algo más que grandes urbes. Una gran parte de los ciudadanos, los jóvenes, por ejemplo, tienden a identificarse con ellas, y, por otro lado, reflejan con asombrosa fidelidad muchas de las carencias, servidumbres y también metas de las sociedades contemporáneas. Y, por supuesto, del sistema democrático. El arrollador triunfo de los Juegos Olímpicos, cuyo éxito se debe, en primer lugar, al ejemplar comportamiento de Cataluña y de Barcelona, ha enterrado, por el momento, la polémica que en sus primeros días tuvo, como casi siempre, reacciones más viscerales que reflexivas. Volverá. Mientras, habrá que reconocer que la imagen de Barcelona se ha catapultado al mundo como ejemplo de universalismo y de trabajo colectivo. Barcelona se ha ganado un 10 en la clasificación de las ciudades del mundo. Quienes, desde que tenemos razón intelectiva, amamos esa ciudad tenemos múltiples motivos para estar contentos y satisfechos.Ahora bien, como ciudadano de Madrid, a quien por cierto le gusta, y mucho, su ciudad, se me va a permitir que trasluzca algo más que unos cuantos gramos de sana envidia. No es para menos. Barcelona ha conseguido algunas de las metas que cualquiera querría para su ciudad: comportamiento y participación democráticos, civismo, autoridades responsables y eficaces, superestructuras, aseo y limpieza callejeros, recuperación de su patrimonio artístico, fuste cultural, imaginación creativa y capacidad de ejecución. Entre otros logros. Comparar lo que ha pasado en Barcelona, no ya con el triste y apagado espectáculo del Madrid Capital Europea de la Cultura, en definitiva coyuntural, con la permanente, y al parecer inexorable, degradación que a todos los niveles está sufriendo desde hace algunos años esta ciudad, es inevitable. Ha sido un proceso paulatino y digno de análisis en el que han colaborado, y colaboran, una serie de elementos sociales y políticos, también económicos, que conviene retener. Desde un Gobierno de la nación que considera su sede como una pesada y ajena carga, a una autonomía burocratizada a quien nadie encuentra sentido, pasando por un Ayuntamiento incompetente y una ciudadanía que ha hecho una religión de la mala educación y el culto a lo cutre (sin olvidar otros personajes de esta tragicomedia como los especuladores y los mercachifles de la cultura), lo cierto es que el Madrid del 92 es un total y absoluto desastre. Y cada día que pasa va a peor. De entrada, la capital del Reino ostenta ya dos títulos merecidamente ganados: la de ser una de las ciudades más caras y más sucias de Europa.

No es difícil ilustrar lo escrito. Empezando por lo primero: el Gobierno y los políticos. Por ejemplo, ¿alguien ha tenido alguna vez en 10 años la oportunidad de acordarse de que Felipe González es también diputado por Madrid? Que se sepa, jamás le ha interesado nada que se relacione con la ciudad en la que mora. Por no dar, ni siquiera ha dado las gracias a los madrileños que le eligieron en repetidas ocasiones. Claro que está eso que se llamó el plan Felipe. Pero murió, no me acuerdo en cuál reajuste presupuestario. ¿Y qué decir de los otros altos cargos? Su absoluto desapego por la ciudad es palpable. Madrid está repleto de autoridades que dicen a todo aquel que quiera oírles que están deseando que llegue el viernes para marcharse a sus lugares de origen. Que esta ciudad es insufrible y que la buena es la suya. Algo así como los diplomáticos en Turquía, que afirman que lo mejor de Ankara es el tren que les lleva a Estambul. Una de las grandes cualidades de Madrid era, y es, ser una ciudad en la que nada contaba el lugar de nacimiento. Aquí, determinado tipo de polémicas sobre si esto o aquello debería estar a cargo de nativos nunca han tenido sentido. El problema ahora, sin embargo, es saber si se puede sostener una urbe, y dotarla de entidad, a base de desarraigados y gentes de paso. Cela dijo que Madrid era un lugar entre Navalcarnero y Kansas City poblado por subsecretarios. Ahora, ni eso. Los subsecretarios, y homologables, viven en apartamentos de alquiler con clara pretensión de no dejar aquí ni el polvo de sus zapatos. Lo consiguen.

Respecto a la autonomía y al Ayuntamiento, lo mejor sería correr un tupido velo. La primera, aparte de ser una aceptable promotora de espectáculos, no ha conseguido en más de una década de funcionamiento ni interesar a los madrileños ni darse a conocer. Los trabajos de la Asamblea regional son patéticamente anónimos para la inmensa mayoría, y no conozco ni a un solo madrileño que pueda nombrar a dos o tres consejeros del Gobierno del señor Leguina. Político, por cierto, mucho más conocido por sus opinones en relación con su partido que por su labor al frente de la Comunidad. Y llegamos al Ayuntamiento. Se podrían decir mucha cosas. Pero, como ejemplo, basté un botón: su edil más conocido es un tal Matanzo, cruzado de la causa contra lo que él entiende por marginalidad. Sus métodos, maneras y educación lo emparentan con los Gil y Gil, Ruiz Mateos y otras hierbas del jardín del neofascismo que se nos viene encima. Desdichadamente, no se trata de una especie de garbanzo negro en el Gobierno, por llamarlo de algún modo, municipal. Se diría más bien, todo lo contrario: es la auténtica joya de la corona de la actual alcaldía. A esto hemos llegado.

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Pero los males de Madrid no se acaban con la descripción del desapego, la inhibición o la incapacidad de eso que se ha venido en llamar la autoridad competente. Hay un largo suma y sigue de mercachifles, pícaros subvencionados y arrepentidos de la otrora movida. Sería el cuento de nunca acabar. La creación, si es que alguna vez la hubo, ha derivado hacia el culto a lo cutre como claramente puede observarse en esos llamados templos de la modernidad, donde una copa cuesta más que varios gramos de caviar iraní y donde los imitadores de Almodóvar y de sus chicas reinan como Ubu en su corte. Los porteros de los locales nocturnos ("no admitimos gentes de bodas", dicen al presunto cliente encorbatado) son los nuevos reyes de la noche. La movida murió. Ha sido sustituida por una pléyade de extraterrestres (por cierto, fielmente retratados por Joaquín Sabina en su último disco), cuyo denominador común es el ansia de trepar. Un recorrido por el Madrid nocturno es un paseo por la cochambre disfrazada de posmodernidad, donde pulula una fauna urbana incapaz de crear ni siquiera su propia subcultura. La cosa no tendría mayor importancia si no fuese porque la noche de Madrid se había vendido en todo el mundo como un hito de imaginación creadora. Y de desmitificadora acracia. Lo que queda es una especie de saldo y de caricatura de aquello que pudo haber sido y ya no es. Entre todos la mataron y ella sola se murió.

Así las cosas, lo que procede es acabar con Madrid de una vez y no dejar que se extinga poco a poco y dolorosamente. La excelente idea de Pascual Maragall de llevarse a Barcelona la sede de algunas instituciones merece ser ampliada. La capital en la periferia supondría el fin de una diabólica dialéctica. Madrid como autonomía puede distribuirse perfectamente entre Castilla-La Mancha y Castilla y León. Cada mochuelo a su olivo y cada subsecretario a su lugar de origen. Podría quedar en una especie de distrito federal que sirviese de sede a algún que otro museo (por ejemplo, la Fundación Von Thyssen), los chiringuitos de la Castellana, algún sex shop y el barrio de los Austrias para enseñar a los turistas. Al Gobierno de la nación se le acabarían muchos dolores de cabeza. De entrada, la supresión de una autonomía acabaría de un plumazo con el traído y llevado déficit. Además, los nacionalismos se quedarían sin mensaje. ¿En qué iba a quedar el discurso de Pujol o de Arzalluz si Madrid dejase de existir? Ítem más: las reivindicaciones sindicales tampoco tendrían sitio. Algunos historiadores han dicho que la historia de España hubiese sido muy distinta si, a su debido tiempo, la capital hubiese sido Barcelona o Sevilla. Felipe II tuvo la nefasta idea de traerla para Madrid. Ha llegado la hora de enderezar el entuerto. Nunca es tarde. ¿Para qué sirve una ciudad que nadie quiere, es denostada por todos y está repleta de problemas cuya resolución está a cargo de incompetentes, desafectos, despegados y mercaderes de tres al cuarto? Así que acabemos con Madrid. Muerto el perro, se acabó la rabia.

es periodista.

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