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Tribuna
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Malos tiempos para los buenos libros

Hace unos días, en París, un corresponsal me preguntó de golpe: "¿De qué modo ha influido en ti El gran momento de Mary Tribune?'. Era la primera vez que me hacían esa pregunta, así que di un respingo y contesté: "¿Cómo lo has adivinado?". Porque Juan García Hortelano, en efecto, ha tenido siempre algo de autor medio secreto, casi clandestino, del que muchos hablamos con fervor, pero al que otros muchos sobreentienden o ignoran.Muchas veces me he preguntado por qué este enormísimo escritor no ha alcanzado la fortuna literaria que merece su obra. Quizá se deba a los malos tiempos en que le tocó publicar sus primeros libros. 0 quizá sea que con el estruendo de la nueva narrativa y con el chantaje de la moda se ha decidido olvidar a una generación que, en tanto no se demuestre lo contrario, literariamente vale más que la nuestra. La historia, que ahorasabe más que nosotros, quizá no tarde tanto en resolver estos enigmas.

Pues bien, en aquellos años en que ni la juventud ni la índole de los tiempos permitían pactar con cualquier estética ni, por afiadidura, con cualquier moral que no viniese acreditada por cierta garantía de subversión, uno se topó casualmente con Tormenta de verano, y aquél fue el principio de una larga, insólita y feliz devoción literaria. Era aquélla la época en que uno empezaba a descubrir zonas secretas de la novela, cuando a Robert Musil o a Joyce había que comprarlos furtivamente y se hablaba de ellos con la vehemencia de lo prohibido o de lo hermético. Entonces, leerlos y estudiarlos, y sobre todo confrontarlos con el paisanaje narrativo del momento, era saber mucho de literatura. Por eso dije insólito, porque nunca creí que, en tales circunstancias, aquella novela y aquel autor de nombre tan rotundamente hispánico me entusiasmasen tanto y tan de golpe. Luego vendrían otras (Mary Tribune, Gramática parda), y en todas volví a encontrar la mágica solidez de un mundo lleno de una profunda intención moral y de un virtuosismo literario (¿dónde hay tanto y tan esencial dispendio de matices?) que confunde y asombra. Esto tiene un nombre: sabiduría. Y de ese saber uno ha aprendido lo que sus luces y su entusiasmo le han ido dejando.

Luego, en estos dos últimos años, tuve la, suerte de conocer a Juan personalmente. No es un elogio hecho: los que lo han tratado saben muy bien qué tipo de privilegio era éste. A mí me gustaba mirarlo a hurtadillas y pensar que tenía algo así como un modo cómico de parecerse a sí mismo. Era chiquito, y nada matón (ni siquiera cuando el Atlético de Madrid acertaba a ganar algún trofeo), y andaba muy sobrado de ese encanto que da la torpeza cuando viene de vuelta de tantas mundanías. La boca le hacía un morrito que le ponía muy galante y holgada la oratoria. Sabía contar las cosas al modo antiguo y auténticamente oral, pero a la vez uno descubría al entrevero su enorme talento de escritor y sus muchos expedientes narrativos: la fuerza invisible del ritmo (y de una milagrosa brillantez invisible era también su prosa), el ingenio cortésmente atenuado, la melancolía de la paradoja, el mero gusto del contar por el contar, el juego de las expectativas, la sutilidad despachada sin el menor énfasis, y que uno agradecía porque significaba un secreto homenaje a la inteligencia del oyente. Uno, que era amigo suyo hacía poco, sentía al estar con él que la amistad era ya antigua, ancha y contrastada. Misterios invisibles de su corazón.

Abro al azar un libro suyo, y leo: "El agua fría me ensució con la memoria de la noche, en su conjunto y en detalle". Uno piensa entonces que, afortunadamente, Juan García Hortelano sigue estando más vivo que muchos de nosotros.

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