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Cataluña necesita el castellano

Por debajo de la piel de toro están generándose en torno al idioma pústulas que, contempladas como paisaje, deben configurar un panorama repugnante. La piel de toro es dura, como duro es el desgaste que conlleva, pero lo que pasa por dentro -el sistema de tratamiento de las lenguas- bien pudiera amenazar con reventar en uno u otro momento.La generalidad de los intelectuales españoles, entretanto, tragan lo que les echen, se han vuelto insensibles a cualquier desasosiego, se pasan la vida haciendo piruetas a ras de suelo; quizá la perplejidad les impide mojarse. El caso es que determinadas cuestiones que suelen comentarse en voz baja son silenciadas en público porque podrían considerarse políticamente impertinentes. Pero nada es extraño en esta insólita tierra dominada por un pudor intelectual que, por ejemplo, impide decir España en beneficio de este país; o en el que la bandera u otros símbolos normales en cualquier nación civilizada, aquí son objeto de ladina indiferencia, cuando no de sucios salivazos. Lejos de mí el funesto abrazo del patriotismo reaccionario, con respecto al cual toda sátira se queda corta por definición. Pero estimo llegado el momento de decir en alta voz que ya está bien de papanatismo y de dobles juegos, pero que hoy resultan sencillamente grotescos. Con la dictadura, muchos comportamientos eran una obligación moral. Hoy, con la democracia, es preciso cambiar el punto de mira porque se está corriendo el riesgo de quedarse embobado en la contemplación de inanes chupinazos que caen en aguas desiertas. Que nadie piense que la rebeldía del intelectual pasa por esas candorosas coordenadas.

Estaría dispuesto a admitir que determinados símbolos fueran objeto de transacción y componenda, pero hay algo ante cuya manipulación me planto de raíz: el idioma. A mí, el idioma que no me lo toquen. En este ámbito realmente ha llegado la hora de decir basta. Porque el idioma español está siendo maltratado, en muy diversos frentes, de una manera inmunda. Sobre todo está siendo utilizado políticamente como arma arrojadiza, con un descaro y una hipocresía que obligan a romper el silencio.

Me gustaría centrarme en el caso de Cataluña porque es aquí donde se están produciendo los mayores desatinos. (En este terreno hay que andar de puntillas para que no te crucifiquen en un lado o en otro.) Digámoslo de entrada y claramente: la política lingüística de Jordi Pujol es uno de los casos más claros de desvergüenza que nos ha sido posible contemplar desde los tiempos de la transición hasta nuestros días. Hay mucho de jesuitismo en ella: amenazo, obtengo y disimulo; parece que no digo, pero digo, luego digo pero no digo. Me lamento, gimo, me quejo de los agravios centralistas que llueven sobre mi lengua. Presiono a Madrid (estúpido embozo lingüístico) para conseguir importantes provechos aun a costa de prometer una declaración pública con cierto tinte españolista (otro embozo absurdo), que más adelante contrarrestará con una soflama rabiosamente catalana.

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Pujol ha introducido en Cataluña una soterrada -y a veces no tan subterránea- guerra lingüística que, si sigue las trazas que se vislumbran, puede acabar estallando de verdad. No es ya el momento de seguir remontándose a la dura represión franquista frente a la que todos los demócratas se movilizaron de una y otra manera. Hoy la utilización del argumento dictatorial no deja de ser una burda coartada. ¿A qué nos vamos a engañar? Pujol tiene un objetivo: el monolingüismo matizado. Cada paso que da favorable al catalán es un paso pensado en detrimento del español o castellano. La normalización (una lengua nunca se normaliza, siempre está en ebullición) lleva dentro la espita de la exclusión del castellano. Es algo que se está viendo día tras día, medida tras medida, orden tras orden. (Basta recordar la última noticia sobre la Generalitat: al parecer, en las oposiciones a cátedra prima la licenciatura en catalán el doble que cualquier otro título.) Cataluña está empedrada de ejemplos similares. A veces son tramas subterráneas cuya acumulación acaba conformando una realidad.

Llegados a este punto, resulta imprescindible recordar algo elemental, aunque parece ser que inaceptado por algunos; algunos que aprobaron con su voto la Constitución: el castellano -dice ésta- es la lengua oficial del Estado; todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla; las demás lenguas únicamente son oficiales en las respectivas comunidades autónomas.

Ya sabemos las dificultades del bilingüismo: muchas veces ocultan conflictos políticos o sociales serios, y entonces, dramáticamente, el idioma se convierte en instrumento bélico. Nada hay tan útil como lanzar por delante, en el primer trance del conflicto, el tema cultural. Es un arma cortante, si bien relativamente fácil de esquivar. Pero la guerra va por otro lado, y los responsables lo saben muy bien. ¿Alguien salvo Jordi Pujol y su cohorte -y los peregrinos de la Esquerra- sería capaz de echar una lágrima por las desventuras del catalán? Qué ganas irreprimibles de hacer de Perogrullo y decirle al Honorable: ¿no se da usted cuenta de que un súbdito suyo que sepa catalán y castellano es culturalmente más rico que el que sólo sepa catalán?

Si algún día Pujol consiguiera su objetivo de eliminar operativamente el castellano de Cataluña, además de perder una excelente herramienta de presión, habría caído en la más estúpida de las trampas: habría provincianizado a Cataluña, la habría aislado un poco más, haciéndola más pequeña y más pobre. Cataluña necesita del castellano, entre otras cosas, porque es tan suyo como el propio catalán.

es escritor.

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