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Tribuna:CONTRADICCIONES EN LA CONSTRUCCIÓN DEL MERCADO ÚNICO / 1
Tribuna
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Consenso ideológico sobre la libertad de mercado

Óscar Fanjul Martín

1. Francia y el Reino Unido, dos países y dos políticasEn la pasada década, dos importantes miembros de la CEE, Francia y el Reino Unido, adoptaron políticas diametralmente opuestas en lo que se refiere a la participación del Estado en la actividad económica. El Reino Unido decidió apartar al Estado de esta actividad por razones políticas y económicas sobradamente conocidas. Para privatizar las empresas públicas, hubo previamente que sanearlas y hacerlas competitivas. Fue un proceso extenso y complejo y, sin duda, se cometieron errores de los que hemos de aprender, particularmente en lo que se refiere a la ordenación de las empresas de servicios públicos (public utilities.). Pero, aunque algunos criterios de privatización utilizados pueden no ser asumibles, resulta difícil negar que globalmente la industria y la economía británicas salieron muy fortalecidas, y algunos tradicionales desastres empresariales se convirtieron en juveniles y formidables competidores internacionales.

Otra visión muy distinta del mundo sirvió para justificar por la misma época una política de masivas nacionalizaciones en Francia. Aunque es verdad que a lo largo de la década hubo más de un replanteamiento de esa política (actualmente la política oficial es la denominada ni-ni, ni nacionalizaciones ni privatizaciones), hoy una parte sustancial de la industria francesa es pública. Así, por ejemplo, siete de las diez mayores empresas francesas son estatales, en algunos casos lo son sectores casi enteros de su economía y, en otros, las únicas empresas francesas que operan en determinados sectores están bajo control estatal.

Políticas compatibles

En principio, ambas políticas son compatibles con el Tratado de Roma y también con sus sucesivas modificaciones, que no se pronuncian sobre la naturaleza de la propiedad pública o privada de las actividades productivas. En concreto, el artículo 222 es breve pero tajante: "El presente tratado no prejuzga en modo alguno el régimen de propiedad en los Estados miembros". Teóricamente un país comunitario podría decidir que en su territorio sólo existieran empresas públicas. Lo único que exige el Tratado de Roma es que se respeten un conjunto de normas que garanticen el libre comercio, el funcionamiento competitivo de los mercados y la ausencia de discriminación entre competidores.

Ahora bien, ¿es compatible con la construcción y el funcionamiento de un mercado único la coexistencia de políticas tan dispares, de concepciones tan distintas sobre el papel que deben jugar el Estado y los mercados? En mi opinión no lo es, y tal tipo de disparidad implica la existencia de segmentaciones no compatibles con la existencia de lo que se en tiende por un mercado único. Intentaré explicar las razones de esa incompatibilidad y los desequilibrios que ello está provocando. El problema no tiene un interés meramente teórico sino que, por el contrario, existen hoy importantes cuestiones directamente relacionadas con este tipo de diferencias. Así, por ejemplo:

a) ¿Tienen hoy los distintos países europeos el mismo grado de soberanía para poder elegir el carácter público o privado de sus empresas, de su economía?

b) ¿Es hoy independiente la movilidad del capital y de las empresas del carácter público o privado de las mismas?

c) ¿Pueden moverse en Europa el capital y las empresas con la misma facilidad entre los distintos países comunitarios?

Como veremos a continuación, la respuesta a estas preguntas es negativa, y ello tiene consecuencias políticas y económicas trascendentales.

2. El problema de Peter Lilley

Las privatizaciones han sido y son una parte muy significativa de la política británica, asumida hoy en líneas generales por todos los partidos parlamentarios del Reino Unido. Lo que se discute hoy, en todo caso, es cómo introducir más competencia en sectores como la electricidad, el gas o las comunicaciones, considerados tradicionalmente como monopolios naturales, o cómo emplear la iniciativa privada para garantizar y mejorar servicios sociales, la garantía de cuya existencia puede corresponder al Estado pero no necesariamente el suministrarlos directamente.

Este planteamiento tiene fundamentos tanto económicos como políticos. Se asume que el sector público no es el más capaz para realizar ciertas tareas eficientemente, o que no conviene introducir la política en actividades mercantiles o comerciales, o, en fin, que el equilibrio político y social aconseja limitar el tamaño, poder y campo de actividad del Estado. Uno puede estar o no de acuerdo con este tipo de planteamiento, pero no es ésta la cuestión. La cuestión es otra: ¿debe tener un Estado miembro de la CEE el derecho y la soberanía para decidir este tipo de aspectos de la organización de su economía? Sea cual sea la respuesta a esta pregunta, sí parece razonable que todos los Estados deberían tener el mismo grado de soberanía. Sin embargo, esto no está garantizado hoy en la Europa comunitaria. Lo grave, además, es la asimetría que supone que los Estados tengan capacidad reconocida para aumentar el tamaño de lo que es sector público pero no para reducirlo. En efecto, la construcción del mercado único exige libertad de movimientos de capital y que las empresas de un país puedan comprar empresas de otro, o crear nuevas empresas en el mismo. Esto puede significar, y existen ejemplos significativos de ello, que compañías estatales de un país pase n a ser propietarias de empresas de otro Estado miembro, incluso de empresas recientemente privatizadas.

En definitiva, un Estado puede decidir retirarse de la actividad productiva pero no puede impedir que otro Estado miembro lo sustituya.

Este tipo de problema se ha planteado vivamente en el Reino Unido y, en concreto, ha sido objeto de preocupación y denuncia por parte de su ministro de Industria y Comercio, Peter Lilley. En efecto, ante la importancia del problema, este ministro ha decidido llevar ante la Monopoly and Merger Commission a empresas estatales que realizan adquisiciones en el Reino Unido, preocupado por la interferencia política que ello puede suponer en lo que deben ser actividades guiadas por principios comerciales. Basta recordar algunas manifestaciones y actuaciones (por ejemplo, el caso NEC-Bull) de la actual primera ministra francesa, incluso algunas del presidente Mitterrand, prometiendo no ser neutral en relación al proceso de compras de empresas francesas por extranjeros, para comprender que no todos los Gobiernos y Estados son igualmente neutrales en el campo de la actividad económica. Como recordaba recientemente The Economist, ya en el siglo XVII el Estado francés era activo en la defensa de su industria nacional frente a los extranjeros. Son conocidas las ingentes ayudas financieras que ha aportado, y sigue aportando, el Gobierno francés a sus empresas estatales, y la importante expansión internacional de las mismas. Recientemente se han convertido en los mayores compradores de empresas norteamericanas y europeas, pagando en sus adquisiciones elevadísimos precios, no asumibles por competidores que se mueven en condiciones de mayor disciplina financiera de mercado (antes de acceder a Matignon, la Iprimera ministra francesa trabajaba en el importante proceso de expansión internacional de Schneider, que, como es sabido, acaba de alcanzar el control de la norteamericana Square D).

Si nos referimos al caso español, creo que hay pocas dudas de que una política de privatizaciones, en mi opinión necesaria, iría seguida de compras de las empresas afectadas por compañías estatales europeas.

Empresas discriminadas

El tema es complejo y difícil de resolver, porque aceptar el planteamiento de Lilley puede también suponer discriminar a empresas por el solo hecho de tener como propietario el Estado, algo no cuestionado por ninguna legislación comunitaria.

A pesar del artículo 222 del Tratado de Roma, la construcción de la Europa comunitaria se basa en la iniciativa privada y en los mercados libres. Por ello resulta particularmente paradójico que con las normas comunitarias actuales un Estado pueda decidir que cualquiera de sus empresas puede ser estatal, y por tanto de propiedad nacional, pero no tiene derecho a exigir o a garantizar que sean privadas, con independencia de la nacionalidad de su propietario. Resulta rara esta desigualdad en el ejercicio de la soberanía nacional. Pensemos, por ejemplo, en el mercado único que constituye Estados Unidos, que con frecuencia se utiliza como referencia en la construcción del mercado único europeo. ¿Consideraría un Estado de la Unión, por ejemplo California, aceptable que el Gobierno de otro Estado, por ejemplo Nueva York, comprara y operara sus empresas2

En definitiva, la existencia de un mercado único exige un grado de consenso ideológico y de disciplina transnacional sobre el papel del Estado y los mercados muy superior al que hoy existe.

Óscar Fanjul es presidente del Instituto Nacional de Hidrocarburos.

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