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Tribuna:LA VOZ DE LA POESÍA SOCIAL
Tribuna
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El club de los poetas muertos

"El artista para quien el arte importa más que el dinero peca contra la economía política burguesa. Consagra su existencia no a los bienes materiales, sino a la persecución de un ideal, no a la explotación de los hombres, sino a su emancipación intelectual". Esta divisa-consigna de Marx la glosa Gabriel Celaya en Poesía y verdad, contribución teórica a su propia poesía y a la ajena, publicada en 1979. No es una glosa sin intención Celaya hizo suya la divisa-consigna de Marx antes de saber, probablemente, que era de Marx, desde que abrió los ojos a la posguerra española, vio las ciudades llenas de cadáveres poetizados por Dámaso Alonso en Hijos de la ira o esa pulsión de destrucción y muerte que animó la. poesía del malogrado José Luis Hidalgo. Alonso, Blas de Otero, José Luis Hidalgo, Celaya, selectos y distintos miembros de un club de poetas ya muertos, que reaccionaron cada cual desde su estética contra la cultura de la. muerte y de la supervivencia ofendida y humillada.Los últimos meses de Celaya han ayudado a desvelar la condición material del escritor en una sociedad libre, que ha negado a la poesía. casi todo valor de uso y todo valor de cambio. Si acaso, reconoce el prestigio del poeta reducido a voz de enciclopedia ilustrada o de necrológica más o menos afortunada. Los historiadores dirán que Celaya fue uno de los creadores de la poesía social española de la posguerra, y ojalá alguno se atreva a proponer que aquella escritura social fue radicalmente una propuesta de vanguardia, experimental: rompíar, contra una cultura literaria falsificada por la verdad de Estado y lo hacían mediante palabras que no respetaban la artificial armonía del lenguaje imperial franquistizado.

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A los supervivientes

Aquella poesía, aquella literatura, les cuitaba la palabra a los dioses y a los héroes de todos los quintos centenarios para dársela a los hombres humillados y ofendidos, supervivientes de una cruel guerra civil, de una mezquina posguerra civil. Estribación del 27 en su joven poesía anterior a la guerra, Celaya rompe con aquel formalismo para buscar otro formalismo poético, el de la constatación de la realidad y la protesta, "Si el lenguaje liso y llano -o prosaico, como decían mis enemigos- me atraía no era solo por el deseo de facilitar la comunicación con un lector poco dispuesto a esforzarse, sino porque después del metapoético surrealismo y el superferolítico garcilasismo, me sonaba a impresionantemente novedoso...".

Mientras Blas de Otero busca una poesía sintética, musculada según la estética del resistente épico, Celaya narra a partir de su memoria y su experiencia, reivindica

una razón narrativa de la poesía como testimonio de lo que aparentemente no sucede, porque lo oculta la verdad oficial. En esta búsqueda queda más cerca de Crémer, Ángela Figuera o Eugenio de Nora desde una común mirada no alienada por el miedo, pero también de esa futura poesía de la experiencia que harán los poetas más jóvenes: José Hierro, Angel González, Angel Crespo, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, el primer Valente y Joaquín Marco, como eslabón injusta mente perdido entre poesía social y de la experiencia. Basta releer Carta a Andrés Basterra, donde está el mejor Celaya, para comprobar cuánta poesía moderna se reunía en un poema narrativo, expresión de la posición moral de un poeta que se había negado a ser ingeniero, es decir, capataz técnico del amo en el marco general de la lucha de clases.

Perfecto cuando era formalista, y perfecto y torrencial cuando sólo quería ser sincero, el exceso verbal ocultó a veces la importancia poética de Celaya. Recuerdo haber escuchado de los labios de Gil de Biedma su admiración por el poeta vasco, "...sólo necesitaría que alguien le hiciera su propia antología". De muy pocos poetas no puede decirse lo mismo, y a veces un solo poema justifica un largo y ancho esfuerzo de comunicación y revelación, pero en toda la poesía de Celaya, más acá de una posible antología, hay una propuesta de complicidad con aspiraciones utópicas eternas, porque son pequeñas: la pequeña filosofía de un hombre solidario.

Celaya atravesó el desierto de la descalificación de la estética social, iniciada por la crítica franquista y que secundó mi promoción, con esa ambición secreta de enterrar a los padres, más que matarlos, que tiene toda nueva hornada de literatos. En sus últimos libros se sintió convocado por nuevas complicidades con lo justo, es decir, se sintió provocado por lo injusto. Porque quizá lo justo no exista, como no existe el bien, pero sí lo injusto, y el mal. Golpeado por el desconcierto, desorientado entre tanta modernidad, malhenido por su propia. generosidad de cigarra, el poeta había escrito desde hace tiempo versos que pueden quedar como epitafio por un mundo que quiso cambiar con las palabras y el esfuerzo organizado de un militante de la inocencia histórica. De su Carta a Miguel Labordeta escojo 10 versos que verifican una poética y una ética: "Las últimas noticias son normales, muy tristes: / se casan con notarios nuestras adolescentes; se ríen en mis barbas los hombres de negocios; / la brisa sólo es brisa -no es un ángel extraviado- / y Dios, allá en el cielo, sigue siendo un Dios mudo. (...) / Da miedo ver las gentes que pasan por las calles. / Si uno les preguntara su nombre no sabrían / qué contestar en serio, qué decir limpiamente. / Yo les dejo que pasen bajando la cabeza. / No quiero ver. Me asusta que los muertos caminen".

Desde el club de los poetas muertos, entre dos tiempos de supervivencia, Gabriel Celaya conseguía así que la nostalgia fuera profética.

Sólo mi noche pequeña

La noche con sus círculos lentos de silencio creciente que me arrastran siempre (vértigo hacia arriba), oculta otra noche más íntima, pequeña, donde cabe justamente la sangre de un hombre solo.¡Oh noche diminuta que palpita, noche del hombre que respira o se angustia en la gran noche quieta de los siglos helados! ¡Oh dolor pequeño! ¡Oh silencio infinito! Vastedad que convierte en concierto aquello que -pequeños- juzgamos gritos roncos.

Gabriel Celaya, Deriva (Alicante, 1950).

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