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De Finisterre a Vladivostok

Basta con mirar el mapa para comprender dos o tres cosas. Si contemplamos un planisferio adoptando como línea central el meridiano 40, aquel que pasa por Moscú, ¿qué habríamos visto hasta hace sólo poco más de un año?Una gran masa terrestre, un solo continente compuesto por lo que llamamos comúnmente Europa y Asia, en cuyo centro, gracias a la astucia del observador, se halla el punto de partida del antiguo ducado de Moscovia. Y de esa gran masa terrestre, esa isla-mundo, como la llamó uno de los inventores de la geopolítica, Halford Mackinder, el poder soviético dominaba la mayor parte de la expansión hacia el Oeste, apenas respetando una pequeña península del Elba a Finisterre, y las cabezas de playa helénica y anatólica en el bajo vientre mediterráneo de Eurasia. Igualmente, el fiat cesáreo se extendía por el Este hasta el Pacífico en Vladivostok, para verse únicamente detenido en los contrafuertes del Altai, pasillo hacia el imperio del Medio, y más al sur, el subcontinente indostánico y la península de Indochina. De igual forma, las tierras áraboasiáticas, restos de otro gran imperio, el otomano, y Persia, hoy Irán, bloqueaban la marcha a las aguas calientes del Mar Rojo y de un Golfo del que se habla mucho en estos días.

El ducado de Moscovia había recorrido desde sus albores en los siglos X y XI sin duda un largo camino. Hoy, sin embargo, por primera vez en los últimos 10 siglos vemos cómo se encoge sustancialmente la piel de onagro de esa aventura imperial, con la pérdida de las marcas occidentales entre el cuadrilátero de Bohemia y el Pripet, con la retirada del Hindu Kuch, donde en los días de ilusión soleada los zares veían el paso de Khyber, y con toda una fronda secesionista en las lindes del propio imperio, que infecta desde el Báltico hasta Transcaucasia, pasando por la furia étnica del Asia central, todavía hoy nominalmente soviética.

Toda esa gigantesca obra destructora lleva la firma al pie de Mijaíl Gorbachov.

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Con toda probabilidad, el advenimiento del líder soviético es un gran bien para la humanidad, y Occidente entero tiene motivos para sembrar de flores su paso por la Tierra, pero lo cierto es que para el ciudadano de la URSS Mijaíl Gorbachov lo único que ha hecho es dar de baja a una gran potencia y acabar de vaciar los anaqueles de la economía nacional. Precisamente por ello su obra es decisiva; porque la destrucción de la Unión Soviética, aunque ésa no sea precisamente la intención de Gorbachov, significa la resurrección de Rusia; porque todo parece indicar que sólo el marxismo-leninismo ha sido capaz de impedir que Rusia se convirtiera de verdad en la gran potencia alternativa de Estados Unidos, como ya profetizó Tocqueville hace siglo y medio.

Si, efectivamente, miramos el mapa desde el meridiano 40, veremos inscrita en las líneas del planisferio una lógica, no inevitable, pero sí tentadora. El largo camino iniciado por Rusia hacia la hegemonía sobre Eurasia se ha visto detenido, pero esa marcha podría reanudarse en algún tiempo futuro. Y difícilmente lo va a hacer la Unión Soviética. Aquí de lo que habrá que volver a hablar un día es de Rusia.

No parece demasiado razonable, por muchos aires de dispersa libertad que quizá de manera efímera hayan soplado en la. Unión Soviética, que Rusia, la madre o madrastra de todo ello, vaya a renunciar sin más a la herencia de sus antepasados. Europa del Este pudo ser un día una ilusión momentánea del estalinismo, y en todo caso el imperio lo fue allí sólo de influencia y no de anexión; pese a lo que es ya el comienzo del contraataque soviético, quizá el Báltico se halle también en esa categoría, y Moscú pueda resignarse un día a perderlo, pero las antiguas fronteras del imperio interior siguen siendo vitales para quienquiera que sea el sucesor de los zares. ¿Va a renunciar Rusia a sus puestos avanzados más allá del Cáucaso, entregar sus musulmanes a uno u otro integrismo aledaño, regalar media Siberia al desarrollo japonés y abandonar a los armenios a la dudosa vecindad que un día fue otomana?

Constantemente se acumulan nuevos datos de la realidad que hacen que la historia no se repita, sino que reformule soluciones a problemas antiguos. Y en esta Europa presente el gran problema es el de su construcción política. De Gaulle dijo que Europa, para ser, debería extenderse del Atlántico a los Urales, y hoy, un cuarto de siglo después, podría añadirse que la gran Europa sólo es posible desde el Atlántico al Pacífico, de Finisterre a Vladivostok.

Durante el siglo XIX y una gran parte del XX hemos asistido a la pugna entre las grandes potencias continentales y marítimas por la supremacía en el planeta. Primero, Gran Bretaña compensaba en los mares el predominio terrestre, bien fuera alemán o francés; más tarde, Estados Unidos hizo lo propio con la Unión Soviética. Algunos pueden concluir que en estos años el mar le ha podido a la tierra. Pero en el mundo de los misiles superheterodinos, y del comienzo de la conquista espacial, el mar vuelve a ser menor sujeto de poder que la tierra. El dominio continental, como prueba el Golfo, es de nuevo indispensable. Y ese dominio ha de dirimirse en la isla-mundo y su heartland centroeuropeo, como lo bautizó Mackinder. El gran poder que domine Eurasia será por ello la primera potencia mundial. Y esa hegemonía se la pueden disputar Europa y Rusia o, por el contrario, Europa, con Rusia, puede realizar esa nueva construcción.

Leemos en el mapa, por tanto, dos intentos de signo contrapuesto, de ordenar el espacio político en el gran continente euroasiático. Una tentativa secular, zarista o soviética, pero siempre imperial, de reinar sobre el mayor bloque continuo de tierras emergidas, y otra de apariencia más reciente, la de la Comunidad, pero que sucede a tentaciones anteriores de hegemonía castellana, francesa o alemana. Y esas opciones para la supremacía pueden sucederse en el enfrentamiento o fusionarse en una misma empresa.

Esa Rusia puede volver con Europa o contra Europa. Gorbachov, instrumento privilegiado para la destrucción del sovietismo, crea las condiciones para ese regreso, pero no determina cómo haya de producirse éste. Rusia se verá tironeada entre dos grandes tensiones: la necesidad de resolver de nuevo su problema fronterizo en clave imperial, lo que nos conduciría a algún proceso de reconquista, con todos los conflictos que ello pudiera acarrear, o buscando la integración en una gran estructura continental. En esta segunda vía, sus necesidades de seguridad podrían resolverse en una marcha conjunta hacia la integración en Europa con sus antiguas posesiones periféricas. La desintegración del sovietismo, de otro lado, llega demasiado pronto, cuando la Comunidad está apenas en fase de introspección para el futuro, y no suficientemente estructurada para acoger en su seno esta nueva drang nach osten, no sólo ya germánica. Pero quizá el gran problema que representa Rusia -mucho más que la digestión de Alemania- para la construcción europea haga aún más evidente la necesidad de que ésta se acelere. Por ello, la Europa de los Doce precisa hoy más que nunca apresurar su propia existencia y tener una política euroasiática que favorezca un retorno de la Tercera Roma en condiciones que no sean para todos catastróficas.

Se especula con un mundo futuro de Tres Grandes: Estados Unidos, Europa y Japón; ello puede ser así si Rusia llega a formar parte de Europa; con un continente dividido, en cambio, la pequeña península de Eurasia en la que vivimos tendría siempre el problema pendiente de un gran poder oriental que no podría sentirse plenamente europeo, ni querría sentirse nunca plenamente asiático, y por ello, sería fuente de inestabilidad para sus vecinos.

La división del mundo en dos grandes bloques, el liberal y el comunista, que se autocancelaban en su fuerza, abrió una pausa de medio siglo en la pugna por el dominio de la isla-mundo euroasiática, pero cuando los hermetismos políticos se diluyen, y la Unión Soviética parece que deja de ser, no hay ningún motivo para que deba mantenerse el antiguo equilibrio del terror. Por eso es por lo que la adopción de Rusia es hoy la condición de una auténtica integración gran-europea.

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