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Un espectro recorre el imperio

La pantalla de la televisión plantada en la desolación aparece como el único vestigio de vida desde que el imperio declaró la guerra a Asirla. Emite un sonido sordo e invariable, un monótono mensaje guerrero de fantasma metalizado. Reluce como una víscera que nunca se contrae. Muestra al fin que su pretendida paridad era pura ilusión. Reina como el soberano de la contemplación, de la inacción. Es un motor desanimado, pero que no conoce ni silencio ni reposo. La energía visible en la pantalla sopla ininterrumpidamente como la disonancia, la inconsciencia y la inarmonía sin fin. Su programación ignora las funciones de la moral y de la inteligencia. El rectángulo luminoso televisivo transmite la catalepsia. Un infinito bombardeo del vacío.Los ciudadanos de a pie del imperio no hemos sido transformados en rehenes, sino en mirones. Ésta ha sido la victoria más asombrosa de las tropas del imperio.

Conviene, de espaldas a la pantalla, interpretar las leyendas y creencias que han surgido para explicar y justificar la guerra. La mayoría de ellas exaltan su origen, dándole un carácter fabuloso o terapéutico. El imperio es el meollo del mundo. Su misión se alza en el centro de todas las convergencias.

Todo lo que existe pertenece a una categoría definida del imperio. Como consecuencia, éste dispone de los atributos y virtudes propias de las realidades y de los mitos que agrupa. Gracias a su repertorio de correspondencias, muestra las afinidades entre los elementos que lo componen. Por ejemplo, las tropas hondureñas, españolas, francesas o senegalesas se integran en el esquema del imperio como las hormigas, los escarabajos, las cucarachas o los piojos se integran en el de los insectos. Suscitan la ilusión de su complementariedad y de una opción posible.

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El imperio dicta su lección y su ley a los indigentes de allende sus fronteras. Rodeado de estos menesterosos (chicanos, turcos, jamaicanos, moros), el imperio se alza como un roble infinito que ningún paria debe tocar y menos aún rasguñar.

La copa del roble toca el cielo, sus ramas abrazan todo el universo, sus raíces se hunden en el país de los muertos y de la tradición. El roble es un símbolo cósmico.

Los beneficiarlos del imperio saben que un día enjambres de desheredados armados con bayonetas devorarán las hojas del árbol. Legiones de pordioseros rabiosos carcomerán su tronco y pandillas de emigrantes desesperados pudrirán sus raíces con ríos de orina.

Por ello, las puertas del imperio han sido tapiadas. La única entrada es una apertura angosta. Se accede a ella por una empinada escalera protegida por especialistas de la represión. Se preserva así la inviolabilidad del imperio. Los beneficiarios consideran esta apertura como símbolo de luz, de vida y de conciencia.

El imperio, que cuenta con varios centenares de millones de habitantes, ha atacado a Asiria, que sólo tiene 17 debilitados por la pobre gestión de un dictador. A pesar de la disparidad de fuerzas, los gobernantes del imperio han puesto al día sectores de sus memorias que conservan experiencias de sus antepasados cazadores.

La caza al asirlo no difiere de la de una cierva. Las satisfacciones del cerco y de la persecución son iguales en ambos casos.

Los guerreros del imperio se reparten los puestos de ojeo. Sus pasados cinegéticos se desarrinconan en el aula oscura presidida por los ordenadores. La presencia de la pieza de caza (el asirlo) estimula sus recuerdos. Recuperan en un escondrijo de la memoria ancestral los gestos olvidados, el sistema implacable que permitió a sus abuelos cazadores comer y gozar. El celo que despliegan delata la estructura del mito.

Por si fuera poco, cuando los ejércitos del imperio duermen anuncian con ello un tiempo de oscuridad y de apacibilidad; cuando se despiertan, el tiempo de luz, de plenitud, de celo y de actividad. Los dos episodios unidos forman el ciclo invertido día-noche constituido por la conjugación de dos manifestaciones alternativas complementarias y vinculadas con la guerra. Proporcionados extremos que, enlazados, declaran armonía.

En la era de la apariencia, un mito cimenta al imperio: la ilusión de que su supervivencia tiene un significado moral.

Cabe preguntarse: ¿cuántos millones de mirones viven en el imperio?, ¿cuántos millones de parias habitan en él allende sus fronteras?, ¿cuándo van a encontrarse y unirse? La guerra ¿será el aglutinante?

Un espectro recorre el imperio...

es dramaturgo y autor de Picnic en el campo de batalla.

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