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Los beneficios no se tocan

Manuel Escudero

Las palabras pronunciadas por el vicepresidente Alfonso Guerra en Sevilla, el pasado 14 de diciembre, sobre la conveniencia de aplicar una "ley de hierro" a los beneficios empresariales fueron malinterpretadas, según el autor de este artículo, porque las ganancias de los empresarios continúan siendo un tema tabú.

Cuando se celebraba en Sevilla el Encuentro sobre socialismo y economía, algunos medios de comunicación confundieron la reflexión de Alfonso Guerra en torno a una ley de naturaleza teórica con una iniciativa política. La reflexión se refería a la ley de hierro de los salarios, y se preguntaba sobre la conveniencia teórica de una antítesis, es decir, una ley de hierro de los beneficios.La mayoría de columnistas y expertos económicos no quisieron dar crédito en aquel momento a lo que era evidente: estábamos ante una pregunta a la ciencia económica y no ante una propuesta a la vida política española. ¿Por qué no lo hicieron?.

Por tres motivos. Primero, para cubrir la cómica confusión que los medios habían cometido. Segundo, porque la confusión era funcional. Al interpretar la reflexión de Guerra como una propuesta política se montaba un nuevo eslabón en el empeño por su dimisión, empeño que ya dura un año. Tercero, porque, ya sea teórica o políticamente, nadie se ha de meter con un tema tan sagrado y tan tabú como los beneficios empresariales. Los beneficios no se tocan, niño.

Pasadas algunas semanas, las consecuencias de esta historia son dos. La primera, ya mencionada, fue un nuevo intento de puyazo a Alfonso Guerra, que ya ha sido reemplazado por otro más novedoso. La segunda consecuencia es más perversa, por ser menos evidente. De un modo implícito nos hemos envuelto en un aura sutil de liberalismo económico, ante la cual no es bueno encogerse de hombros con indiferencia.

No va a ser la última vez que esto ocurra. El proceso de integración de la Comunidad Europea y la democratización de los países de la Europa Central y Oriental nos van a deparar nuevas ocasiones en las que la economía va a estar en el centro de la política y en las que postulados económicos liberales van a ser presentados como verdades de sentido común.

Por ello no es inadecuado aprovecharla ocasión para mostrar desacuerdos con una verdad de ese tipo, que no es, ni mucho menos, evidente. Me refiero a la que se encierra en la frase mencionada: los beneficios no se tocan. Tal afirmación es falsa.

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En toda la historia del mercado los beneficios siempre estuvieron sujetos a diversos límites. Fueron, en primer lugar, constreñidos por la propia competencia. Cuando los mercados pasaron a configurarse de un modo dominante mediante oligopolios, la imperfección de la competencia reblandeció este mecanismo limitador del máximo beneficio. Pero el fenómeno coincidió con la sindicalización de la vida economía de los países desarrollados. Desde que existe la negociación colectiva se abrió una segunda vía de limitación de los beneficios, esta vez de naturaleza extraeconómica. Sin embargo, desde hace dos décadas la espiral de precios-salarios, a la que precisamente se refirió Guerra, ha planteado la mayor enfermedad económica (junto al desempleo) de nuestro tiempo, la inflación, que será un peligro recurrente hasta que la economía contemporánea dé un salto suficiente de productividad. Y es en este contexto donde se situó la reflexión teórica de Guerra: ¿por qué la ciencia económica, que es escenario por excelencia de batallas ideológicas, tiende a considerar como más lógica la limitación de los incrementos salariales que la limitación de los márgenes de benericios?.

Presupuestos morales

Los economistas habrían de ser clasificados no por sus creencias económicas puras, sino por los presupuestos morales básicos sobre los que fundamentan sus postulados económicos. Pues bien, he aquí un debate pendiente entre economistas sobre la naturaleza de la inflación moderna, y sobre su tratamiento en relación a los salarios y a los beneficios. Por mi parte creo en una solución que esté conectada con la democracia económica, es decir, con un poder mucho mayor de los sindicatos en las empresas a cambio de su mayor corresponsabilización en la determinación de los incrementos salariales; con mucho más poder, propiciado por el Estado, para los consumidores de modo que puedan desplegar un control más efectivo sobre los comportamientos oligopolistas en la fijación de precios en el mercado, y, finalmente, con una posición más consciente -concertada con las instituciones económicas públicas- por parte de los fondos colectivos de ahorradores a la hora de enfocar sus inversiones. En resumen, y más allá de la retórica, un planteamiento efectivo de democratización económica podría ser un instrumento eficaz para matar tres pájaros de un tiro: consensuar la lucha contra la inflación, controlar socialmente los beneficios y favorecer la inversión.

Por lo demás, los beneficios también han sido limitados en la esfera de su distribución a través de la historia, especialmente en las últimas cinco décadas: desde la imposición fiscal a las plusvalías y a los rendimientos de capital hasta las fórmulas de reparto social de beneficios a través de provisiones sociales de las empresas, el importante crecimiento en algunos países (no en el nuestro, por ahora) de los fondos de pensiones y, últimamente, como una vía abierta en los años ochenta en Suecia, los fondos de inversión de los trabajadores.

Motor del mercado

Existe, por tanto, una tendencia de hecho al control de los beneficios en el desarrollo histórico del mercado. Se trata de una tendencia consciente, que se ha ido abriendo paso democráticamente y debido a la acción sindical y del socialismo. Se basa en que los beneficios no sólo tienen una función económica clave como motor del mercado; también deben cumplir con unos límites sociales en función del interés general, respecto a cómo se reinvierten y respecto a cómo afectan a la sociedad vía precios. Si el socialismo sigue siendo fiel a su función principal, que consiste en transformar el capitalismo y el mercado, conservando su eficacia para crear riqueza, pero sin que se ahogue en sus propios desequilibrios y sin que ahogue a la sociedad en la que opera, el socialismo deberá seguir siendo, en España o en Europa, la fuerza política que vigila por que los beneficios se atengan a estos límites generales sociales.

Esta línea de razonamiento será considerada por algunos como muy poco liberal. Así es. Se trata de una propuesta socialista. Y es que, como es sabido, el liberalismo económico y el socialismo no coinciden muchas veces en sus propuestas.

Se comete, finalmente, un error de bulto al considerar este planteamiento como populista, improvisado para asombrar a la concurrencia. De hecho, es hoy defendido por el socialismo espafiol, y esto se puede comprobar mediante una atenta lectura de documentos recientemente aprobados, del manifiesto del Programa 2000 o de la resolución política del 32º Congreso del PSOE. Nadie debe echar en saco roto tales documentos.

Manuel Escudero es coordinador del Programa 2000 del PSOE.

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