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La política y los intelectuales

Pienso que el momento en que vivimos nos hace parecer conveniente volver a plantear el viejo problema de la relación entre la política y los intelectuales.El núcleo de esta cuestión podría resumirse diciendo que, por regla general, las coordenadas en que se mueve el político suelen no coincidir con las que utiliza el intelectual, entendiendo a este último como la persona que, por su cualificación técnica, suele emitir un juicio de acuerdo con sus conocimientos, y no con una coyuntura política determinada; es obvio que este juicio exige, generalmente, una absoluta libertad de expresión.

En política, por el contrario, y para la realización de un programa determinado, se suele exigir una disciplina que la garantice, sin interferencias de opiniones discordantes.

Es esta disyuntiva entre la disciplina y la libre expresión de opiniones la que caracteriza la base de la cuestión que replanteamos. Pero también representa un excelente baremo con el que medir la buena o mala salud de cualquier institución política.

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Cuando la cuestión se plantea de forma fuertemente dualista, o la disciplina o la libertad, no se puede evitar la sospecha de que el que lo hace está a favor de una de las opciones, rechazando de plano la contraria.

Por estar convencido de que el pensamiento dualista, fruto de nuestro cerebro, es sólo una de sus posibilidades -y probablemente no la mejor- de acercarse a la realidad, considero que ambas opciones son sólo parte de una misma realidad, y que la actitud correcta es el intento de mantener un equilibrio armónico entre ambas posturas contradictorias.

La institución que mantiene la disciplina a ultranza está lógicamente muy cerca del autoritarismo, y su efectividad como tal es mayor a corto plazo. Pero, a medio o largo plazo, el rechazo de la libertad de expresión, de las opiniones que van más allá de lo establecido, en suma, de la creatividad, da al traste con todo el sistema.

Estamos ahora asistiendo al derrumbamiento no sólo de un partido, sino de todo un sistema estatal, de una ideología, incluso de una Weltanschauung (visión del mundo) basada en la interpretación unilateral de la realidad.

Durante bastante tiempo, hemos tenido que aguantar la argumentación de aquellos que preconizaban la disciplina ciega por su efectividad, que proscribían al intelectual o librepensador como disidente o incluso criminal que atentaba contra la buena marcha del partido, del Gobierno o del Estado. Ahora vemos que todo tiene su precio. Porque, a la sombra de la disciplina y del autoritarismo, florece el oportunista, al que su mediocridad lleva a cambiar su obediencia ciega por prebendas, porque, a fin de cuentas, no tiene otra cosa que ofrecer.

Esta figura del oportunista, que suele llenar las filas de las organizaciones autoritarias, no sólo representa un peligro para la supervivencia de la institución que lo acoge -ya que, tarde o temprano, sus ambiciones personales se convierten en un escándalo público y en un desprestigio de la institución a la que pertenece-, sino que es sólo fiel en la medida en que está garantizado el éxito de la institución.

En épocas difíciles, se separa de ella para acogerse a otras que tengan mayor éxito en el momento y le garanticen la satisfacción de sus ambiciones personales e inmediatas. Es lo que en los últimos tiempos se conoce como tránsfuga, tipo que se ha hecho famoso porque llama la atención más el caso aislado que el hecho masivo y permanente, que ocurre cada vez que se produce un cambio de poder.

Dentro de este grupo de oportunistas, se encuentra también el intelectual que ha cambiado su independencia de juicio (si es que la tuvo antes) por las prebendas. Postura ésta no sólo indigna por lo que supone de antinatural, de traición a la propia esencia de su función en la sociedad, sino que sirve también de refuerzo de la postura oficial de rechazo del que no sólo piensa lo que dice, sino que además dice lo que piensa.

Nadie mejor que un intelectual que ha renunciado a su independencia de criterio por el poder, para garantizar la defensa del sistema ante los que lo denuncian o critican.

Pero también es cierto que nada hay más ridículo que los intentos de justificación intelectual de lo injustificable. Esta figura, quizá por las connotaciones antinaturales a las que antes aludía, es aún más efímera y contraproducente que la del oportunista materialista.

Cualquier institución política está formada por organismos vivos que pertenecen a una sociedad viva, esto es, en desarrollo permanente. Y es conocido que todo organismo vivo tiene que adaptarse a los cambios del medio que lo rodea. En organismos inteligentes, esta adaptación a un medio en continua evolución no sólo es precisamente una señal de inteligencia, sino también una cualidad imprescindible para garantizar su supervivencia.

Por esta razón, si una institución política cualquiera termina rechazando, en aras de una presunta cohesión interna y con una visión a todas luces miope, a sus intelectuales, está condenándose a sí misma a no saber adaptarse a los necesarios cambios evolutivos y, por consecuencia, a sucumbir más tarde o más temprano.

Porque ni la masificación ni ninguna ideología han podido rebatir un hecho innegable: que la creatividad suele partir del conocimiento, que el pensamiento creativo suele entrar en conflicto con lo establecido y, finalmente, que es más probable que esta creatividad sea patrimonio de los que tienen como profesión el aumentar los conocimientos, por muy molestos que sean.

Toda innovación supone un riesgo, pero la evolución sin riesgos es impensable. Una política que los rechace como peligrosos terminará por ser superada por los acontecimientos, que no son otra cosa que la actividad de una sociedad viva, una sociedad en perpetua evolución.

F. J. Rubia es director del departamento de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid.

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