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Imágenes de Eduardo Mendoza

En el curso académico 1961-62 (¿o acaso en el 1962-63?), en el bar de la barcelonesa Facultad de Derecho, hablé por primera vez con Eduardo Mendoza. Yo acababa de ingresar en la Universidad; a él no le faltaría ya mucho para licenciarse, porque así son de decisivos, en aquel punto de la vida, los dos años que separan nuestras fechas de nacimiento. Rápidamente descubrimos que teníamos en común la pasión por los libros, el cine y el teatro (en la última no he perseverado). Diferíamos en otras cosas (bastante politizado él, y yo escasamente, aunque no por cierto con signo contrario al suyo) y en determinados aspectos quizá nuestros gustos literarios no coincidían tan plenamente como ahora. Pero acaso este último rasgo era sólo una forma imperfecta de manifestar que, en aquel momento de la adolescencia en el que cada cual va vehementemente al encuentro de sí mismo, no habíamos aprendido todavía que el hecho de que cada uno de nosotros tuviera inclinación a escribír un tipo de literatura netamente diferenciado del que producía el otro era una circunstancia del todo independiente de nuestra capacidad para apreciar como lectores otra clase de textos y de géneros. Tal vez Eduardo recuerde -entre otras razones, porque recientemente me decidí a reeditarlos- algunos poemas míos juveniles de entonces. Yo, por mi parte, creo recordar bastante bien el primer texto suyo que leí: una breve prosa titulada Mis juguetes, en la que aparecía un humor sarcástico que con los años se haría menos acre al insertarse en unidades narrativas mayores pero que, en perspectiva, muestra mucho de lo más genuino de su temperamento de escritor: esa su impasibilidad aparente (en una bien dominada tierra denadie entre el pastiche y la enunciación impersonal, en contraste con la frecuente extravagancia y heterogeneidad del materíal narrativo empleado) que, al cabo, constituye quizá la nota más distintiva de su estilo y que, desde las primeras líneas, impera con firme trazado en su másreciente novela, Sin noticias de Gurb.Nada volví a leer de Eduardo Mendoza, sin embargo, hasta unos 10 años más tarde. En julio de 1973, me hallaba yo en el que por entonces era mi despacho en el antiguo local de Seix Barral en la calle de Provenza -aquel despacho vasto y vetusto, a la vez solemne y algo destartalado, que había ocupado antes Carlos Barral- cuando recibí una llamada telefónica. En los primeros momentos, y en una situación que retrospectivamente se revela digna de sus novelas, creí que quien me hablaba no era mi antiguo compañero de Derecho sino su primo y homónimo el ingeniero Eduardo Mendoza, con quien cursé el bachillerato. Aclarado el equívoco, vino Eduardo a confiarme el manuscrito de una novela. La leí con sorpresa y entusiasmo en pocos días; con fecha 21 de julio, se extendía un contrato que por parte de Seix Barral firmaba Juan Ferraté; el 27 de julio de 1973, es decir, hace exactamente 17 años, en el mismo día en que escribo este artículo, yo le enviaba el contrato a Eduardo Mendoza. Se titulaba el libro Los soldados de Cataluña; la censura no captó lo chusco de la alusión a la conocida copla y autorizó el libro, pero sugirió cambiar su título, descartado por mí el de Puños y besos o Tiros y besos, que irónicamente sugería Eduardo, le persuadí a optar por el que él juzgaba más inaceptable: La verdad sobre el caso Savolta.

Haber captado inmediatamente el valor singular de este libro es uno de los principales aciertos de mis 20 años de actividad editorial; pero quizá sea aquí más exacto hablar, antes que de acierto editorial, de percepción literaria. Advertí enseguida que me hallaba ante una pieza literaria original y sobresaliente; pero ni el autor ni yo pensábamos hallarnos además ante un importante éxito comercial. Verdad es que el tiempo se ha encargado de demostrar que casi todo buen libro termina por ser también un libro muy leído; pero no siempre con la rapidez y la inmediata capacidad de expansión y aceleración de La verdad sobre el caso Savolta. No, por cierto, hasta el punto de ganar, sin el más mínimo soporte publicitario, un vastísimo público, tras haber derrotado a El otoño del patriarca de García Márquez en las vota

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Imágenes de Eduardo Mendoza

Viene de la página anteriorciones del premio de la Crítica. El éxito, que hoy parece a todos natural y explicable, soprendió, no ya a la propia empresa, sino al propio autor, casi tanto como su repetición en dos obras siguientes que pertenecían a otro registro: El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas. ¿Osaré decir que el éxito era más previsible en el caso de La ciudad de los prodigios, en la medida en que este libro suponía un retorno a la baza probadamente segura de La verdad sobre el caso Savolta, y que, en cambio, la óptima acogida de los lectores -con una crítica por primera vez algo dividida- superaba otra vez las expectativas de autor y editor en La isla inaudita, nuevo quiebro inesperado, novela intimista en la estela del Baroja de Los amores tardíos y El gran torbellino del mundo? Quizá todo ello valga para centrarme en el asunto que considero esencial: los dos escritores que en cierto modo parece haber en Eduardo Mendoza y el equívoco que, en alguna medida, ha rodeado -venturosamente, por ciertola recepción de su obra.

Trataré de explicarme. Desde mi punto de vista -que no ha variado entre julio de 1973 y julio de 1990- la excelencia de la escritura de Eduardo Mendoza deriva, sobre todo, de su refinadísima capacidad de ocultar -y, al propio tiempo, dejar adivinar en filigrana, tras el barniz de lo paródico- al escritor sumamente elaborado, sabio y complejo que hay en él, y que sólo a trechos y ráfagas fugaces se manifiesta abiertamente en sus novelas publicadas, aunque domine en cambio en su única obra teatral, Restauració, aún no estrenada ni editada, que en mi sentir le revela insospechado heredero del teatro de T. S. Eliot y Cristopher Fry.

No establezco aquí jerarquía estética alguna: Mendoza es siempre, en lo que de verdad más importa, sustancialmente el mismo escritor, aludido o elidido o elusivo unas veces, a pecho descubierto otras. Pero no por menos oculto, cuando oculto, menos sutil precisamente: como si, pudiendo aspirar a ser el mismo tipo de escritor que E. M. Forster (a quien tradujo), Ivy Compton-Burriett o Nabokov, optara por dejarlo vislumbrar tan solo, para conducirse como si fuera, externamente, un escritor de entretenimiento y de divertimento. En la parte no publicada de su obra -en esas novelas que sólo conozco por títulos y referencias orales, así la titulada La raya de Portugal, que acaso nunca verá la luz- ello será tal vez más perceptible; pero cualquier persona dotada de sensibilidad literaria advierte que, respecto a los géneros que adopta, Mendoza se comporta con tanta desenvoltura como Jean-Luc Godard en su escritura filmica respecto a los patrones estilísticos que la sustentan. A tal punto de extremo refinamiento rara vez habíamos Hegado en este país; las literaturas hispánicas gesticulan, o se apoyan en un coturno, o renuncian a otra cosa que el conductivismo inmediato; la sutileza de este ser y no ser un escritor bufo, de esteser y no ser un escritor exquisito (la mejor tradición moderna, desde los cuentos de Voltaire hasta el Flatibert de Bouvard et Pécuchet, pasando por Dickens) tiene en Mendoza, entre nosotros, un exponente único. Su escritura es un palimpsesto, con harta más razón que la de otros más laboriosos renovadores sólo aparentes. En lo profundo, esta escritura es tan altiva y solitaria como la de Henry Jaines, a la vez que tan espontánea como la de Baroja y tan expeditiva en su invención la de Jardiel Poncela. Su éxito se basa en la infalible eficacia del trazo; pero en el pulso que rige el trazo se reconoce al trasluz a uno de nuestros más consumados estilistas.

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