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El 'homo sapiens' se extravió en América Latina

El ex presidente de Colombia hace en estas líneas un análisis de la trayectoria de América Latina en las pasadas décadas y considera que sólo el sentido de la autocrítica, tradicionalmente ausente en la región, le puede pemitir recuperar el sendero extraviado por marchar en pos de falsas ideologías.

"... en nosotros empieza el Sur..." (Carlos Fuentes).Mirar a América Latina al comenzar los noventa -lo he dicho en Caracas ante un centenar de analistas reflexivos-, debe hacerse como ejercicio lúdico antes que como ejercicio de lamentaciones: desde Huizinga se advierte que el homo ludens fue anterior al homo sapiens. El cual es visible que extravió su camino en la región. Ya es tiempo de reconocerlo, ahora cuando se agotó la retórica de la cual vivimos secularmente los latinoamericanos, con la que alimentamos las ilusiones y pretendimos construir la teoría del Estado que veíamos como base para nuestro desarrollo. Nadie pudo evitar que con ella intentáramos elaborar una explicación sobre el origen de nuestras frustraciones. Sin embargo, en el forcejeo de los sentimientos contradictorios que nos impulsaban atinamos a atribuir la culpa exclusiva del infortunio a agentes externos. En más de un momento marchamos en contravía de la historia y negamos la entrada a cualquier tentativa que se pareciera a una conciencia autocrítica.

Hace 20 años, Octavio Paz hizo la síntesis de aquel paroxismo así: "Marchamos demasiado tiempo", dijo, "detrás de ideas falsas". Eso había sido bastante para volver ingobernable a América Latina.

La formación republicana de los dirigentes latinoamericanos floreció bajo el signo de un providencialismo atávico. La conquista de América fue al tiempo cruzada y aventura: en ambos casos la posibilidad de ir tras el misterio estaba alimentada en designios sobrenaturales. En ocasiones fue la fe en el poder de lo espiritual a la manera judeocristiana; en otras, la seducción del embrujo cifrado en las mitologías aborígenes. Y allí donde lo religioso o mítico no fue factor preponderante, la intrepidez del conquistador terminó creando los reflejos condicionados de la independencia. El sistema de gobierno se apoyó en el teocentrismo fundamentalista, en el caudillismo de todos los matices, o en una tendencia irrefrenable al geocentrismo político. De consiguiente, el Estado sólo podía ser dispensador, y el orden social no fue el resultado de equilibrios conscientes, sino de la sumisión o de la autoridad intimidatoria.

En consecuencia, la rectoría latinoamericana careció del sentido autocrítico que sirvió en otras latitudes para rectificar a tiempo, o para fortalecer identidades. Y llegó tarde a las visiones ecuménicas. El homo sapiens se extravió en el follaje de lo parroquial y accesorio, perdió la perspectiva de las escalas económicas y terminó minimizando su propio destino: el nivel de gobernabilidad se redujo a cero.

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Autocrítica

Después de desperdiciar la década de los ochenta, sólo el sentido de la autocrítica puede permitirle a América Latina recuperar el sendero extraviado a tan alto coste.

No basta con haber avanzado en los procesos de democratización formal cuando se registra un rezago desalentador en la distribución de oportunidades para el bienestar. La democracia representativa declinó en el mundo, por paradoja cuando América Latina se ufanaba de haberla alcanzado en la plenitud de su territorio: es un signo más de su desubicación histórica. Nuestrosesquemas políticos se mueven todavía en los torbellinos del ideologismo. No hemos arribado aún a las fronteras del pragmatismo, que en el mundo ha permitido rescatar alguna racionalidad en la confrontación ideológica.

Por activa o por pasiva, los partidos políticos tradicionales de América Latina tienen la principal cuota de responsabilidad en ese proceso decadente. Por lo mismo, algunos de ellos desaparecieron y otros agonizan en la indecisión de rectificaciones que no llegan a adoptarse. Muchas de las nuevas opciones políticas que se ofrecieron a partir de los años sesenta terminaron encasilladas en los vicios que querían corregir. El dogmatismo ideológico, de izquierda o de derecha, repitió los errores del pasado, a pesar de que el inolvidable líder laborista Harold Laski advirtió con décadas de anticipación que en los dominios de la política no hay fe posible sin un alto margen de duda.

André Malraux vislumbró las dificultades de la transición ideológica hacia el realismo: "Toda política es maniqueísta, pero no hay que exagerar", advertía para desvanecer los traumatismos que trae el choque con la realidad.

La gobernabilidad de América Latina sólo podría afirmarse en una visión global de su problemática: sin la persistencia de fronteras hirsutas que nos encasillaron cuando las corrientes del nuevo humanismo empezaban a agrietar los muros que construyeron los maniqueísmos del pasado.

Es hora, entonces, de construir una agenda común liberada del lastre que las falsas ideologías, de que habló Octavio Paz, no nos perrnitieron dejar de lado para caminar al ritmo de la historia. Nuestras democracias están en mora de revisar los patrones de representación de una soberanía popular que sólo se expresa con plenitud a través de la participación comunitaria. Si la democracia representativa fue un disfraz del providencialismo político, la democracia de participación tiene que afirmar que el único camino para llegar a la fibertad está en la capacidad del ciudadano de mantener su independencia, incluso por encima de la tentación de acceder al bienestar o siquiera a la subsistencia. Esa alienación de la fibertad constituye el rasgo dominante de las distintas formas del chentefismo, sobre ninguna de las cuales puede construirse un mínimo de gobernabilidad. Y mientras América Latina no se libere de ese yugo, el Estado -grande o pequeño- seguirá siendo impotente para responder a las expectativas crecientes.

El caso colombiano

La reforma municipal puesta en marcha en Colombia a partir de 1986 ha significado el comienzo de un reencuentro con los caminos de la gobernabilidad. A pesar de indicadores conocidos de las pesadumbres colombianas, la verdad es que mediante ese instrumento el horizonte aparece menos oscuro. A través de la elección popular de los alcaldes y de pasos imaginativos para eliminar un régimen centralista anacrónico y para romper el círculo vicioso de la pobreza en los fiscos locales y regionales, Colombia está en la víspera de un nuevo alumbramiento. Las sintomatología alentadora reside en la recuperación de los liderazgos locales y en el aparcamiento de un nuevo dinamismo en su desarrollo periférico. Menguada la dependencia centralista -que sólo supo afimentar silenciosas y perturbadoras tensiones-, comienza a haber un factor neutralizante en la capacidad de inversión que ahora llega a las comunidades locales. El signo más gratificante de este testimonio de resurrección está en el hecho de que, antes de lo que se pensara, la inversión pública municipal y departamental se está transmutando en una variable macroeconómica de singular dinamismo. Sólo así ha empezado a sortearse la encrucijada de los servicios públicos, el gran determinante de la ruptura de credibilidad en el Tercer Mundo. Hasta el punto de que el ex presidente colombiano Alfonso López Míchelsen descubre con lucidez este fenómeno fascinante:

"Toda una escuela de pensamiento contemporáneo hace del Estado el agente responsable de la prestación de los servicios públicos. El contrato social de Rousseau, origen de la soberanía representativa, ha sido sustituido por el imaginario contrato de la ciudadanía con el Estado para que éste le preste servicios públicos en pago de su obediencia. En Colombia, ni el Estado presta como es debido los servicios públicos, ni los súbditos del Estado le prestan obediencia. Las enmiendas de forma ya no tienen curso para dar satisfacción al reclamo colectivo. Más que una enmienda constitucional, una actitud nueva en la administración de los servicios públicos le devolvería gobernabilidad al Estado colombiano".

Belisario Betancur fue presidente de Colombia.

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