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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Monumento a la dignidad

EN EL mismo instante en que ayer Nelson Mandela, líder del Congreso Nacional Africano (ANC) de Suráfrica, cruzó las veri as de la prisión de Victor Verster, tras casi 28 años de encarcelamiento, comenzaba sencillamente una nueva e histórica etapa en las relaciones humanas. La presencia en la calle de ese viejo luchador por los derechos civiles de su pueblo, monumento a la dignida,d de los seres humanos, significa el triunfo de la razón frente a la ignominia y el oscurantismo. Es también la aceptación de las reglas de juego mínimas del presidente De Klerk para compartir el irreversible camino hacia la destrucción del apartheid. Una sabia mezcla de grandeza y de sentido común.Las relaciones internacionales entre las grandes potencias se encuentran en un momento óptimo para potenciar la distensión y evitar, focos conflictivos. Si EE UU y la URSS han favorecido los acuerdos sobre Namibla y Angola, los preparativos para una negociación entre el Gobierno de Mozambique y el Renamo en el ámbito del África austral, no se debe olvidar el efecto mimético y multiplicador que producen las transformaciones del Este de Europa y los muy recientes acuerdos sobre política de desarme. Si a ello se añade la presencia en el Gobierno de Pretoria de un pragmático como Frederik W. de Klerk, partidario del predominio del poder civil y que hace tiempo comprendió la dificultad de mantener un régimen que basa su fuerza en el segregacionismo y en la represión, sometido a un casi universal boicoteo económico, político y cultural, se explicarán las circunstancias que favorecen los acuerdos racionales. Sólo la imperturbable obcecación de Margaret Thatcher, su decidido afán por recorrer -en el caso del apartheid- a la inversa el camino que marca la Historia, manifestado claramente en octubre del pasado año en el marco de la Conferencia de la Commonwealth de Kuala Lumpur, empaña el talante moral que debe imperar en los países democráticos. Instantes después de conocerse la decisión del Gobierno de Pretoria de liberar a Nelson Mandela, todos los Gobiernos democráticos del mundo elogiaron la medida y ya. se empieza a hablar del fin de las sanciones impuestas a Suráfrica, unas restricciones que resultaron ser claves en la evolución del régimen hacia la normalidad democrática.

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Frederik W. de Klerk anunció hace apenas unos días, en su discurso de apertura del Parlamento, la abolición de algunas de las leyes racistas en vigor, la legalización del ANC y la liberación de los presos políticos. Con Nelson Mandela en la calle -y pese a los inevitables enfrentamientos callejeros protagonizados por los sectores más radicales del conservadurismo blanco- todo está dispuesto para comenzar las negociaciones que permitirán, dentro de un tiempo dificil de predecir, la incorporación de Suráfrica al concierto de los países libres y civilizados. De Klerk entra de lleno en lo que el ensayista Hans Magnus Enzensberger definió lúcidamente en estas mismas páginas como los héroes de la retirada, unos protagonistas históricos de nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista o la victoria, sino la renuncia, la demolición, el desmontaje. El momento cenital de la política consiste en saber abandonar una posición insostenible. Esto es exactamente lo que está haciendo el primer ministro surafricano.

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Nelson Mandela, por su parte, tiene tal influencia moral en el mundo que su simple liberación nos hace a todos más humanos, libres y justos. Veintisiete años largos en las prisiones no lo han convertido sólo en un símbolo, en un escaparate en el que presentar la ignominia. Sigue siendo una pieza indispensable en el complejo rompecabezas surafricano. Ése es, sin duda, uno de sus rasgos distintivos más destacables. No se trata de una bandera; es también un negociador. Media vida entre rejas, con homenajes multitudinarios en todo el orbe -Incluido el gigantesco concierto de rock de Wembley de 1988-, no le han apartado un ápice de sus responsabilidades políticas. De hecho Mandela tiene el deber y el compromiso de dirigir el futuro de su país y hacerlo desde la convicción de que la actual disgregación nacional -no sólo entre blancos y negros, sino también entre la comunidad negra- supone negociar sobre un polvorín permanente. Grupos armados y organizados de blancos -dispuestos a defender violentamente sus privilegios-; radicales negros que se niegan a aceptar la vía pacífica, Suráfrica vive momentos en los que la tensión no es sólo un referente literario.

La habilidad de los pragmáticos, el sentido común de la mayoría y la enorme fuerza moral del ANC, con el complemento de la actuación inequivoca de los países que han impuesto -y maritenido-, sanciones económicas al régimen de Pretoria (desde las grandes potencias EE UU y la URSS a los países miembros de la Commonwealth y la Comunidad Europea), permitirán consolidar el esperanzador camino que se inició ayer en las inmediaciones de Ciudad del Cabo con ese primer paso en libertad de un hombre que tras 27 largos años encarcelado ha demostrado la diferencia que existe entre el poder y la influencia.

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