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Drogadicción y paternalismo

En España, el consumo de las drogas es libre, pero el tráfico de las no tradicionales (y en especial de la heroína y la cocaína) es ilegal y está penalizado. Esta situación es criticada en los países que libran una guerra dolorosa contra la producción de esas mismas drogas. Mientras haya demanda seguirá habiendo oferta. Exigir la guerra contra la producción en casa ajena mientras se permite el consumo en, la propia no deja de implicar una cierta hipocresía. Y prohibir la venta de lo que se permite la compra no deja de sonar a esquizofrenia.Fernando Savater ha planteado el problema con originalidad, brillantez y desparpajo. Su propuesta consiste en acabar con la mencionada esquizofrenia mediante la legalización y despenalización del tráfico y venta de las drogas ahora prohibidas.

La prohibición de cualquier droga adictiva (el alcohol en los años veinte, la cocaína en la actualidad) incrementa la criminalidad. Mientras haya adictos dispuestos a pagar, siempre habrá productores; y traficantes dispuestos a satisfacer la demanda. Pero la prohibición sitúa a esos productores y traficantes fuera de la ley, en un mundo mafioso y criminalizado, en constante conflicto con la policía. Además, el riesgo y coste suplementarios se traducen en unos precios exagerados para el consumidor. El drogadicto, desgarrado ante la imperiosa necesidad que siente de la droga y su incapacidad de obtenerla a un precio asequible, se ve con frecuencia impulsado a la delincuencia y al robo. Estos efectos nefastos se acabarían si la producción y comercio de todas las drogas fuesen legalizados. Si el cártel de Medellín comete más crímenes que la Tabacalera, ello se debe a la prohibición o permisión legales de sus respectivas actividades comerciales.

Además, la legalización del tráfico de alcohol, tabaco y fármacos adictivos permite a la sociedad un cierto control de la calidad de tales productos y evita adulteraciones peligrosas de los mismos, mientras que los circuitos oscuros e incontrolados del comercio de las drogas ilegales produce numerosas muertes de consumidores por mezclas doblemente fraudulentas y letales.

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Estos dos tipos de problemas (los de la criminalidad y los de la adulteración) desaparecerían, o al menos se reducirían notablemente, si el tráfico de drogas fuese legalizado. Además, un comercio legal de drogas estaría gravado por los impuestos, con lo que se conseguiría una fuente adicional de ingresos públicos. Los problemas que no desaparecerían son los de salud.

Dos tareas esenciales del Estado son garantizar la libertad de los ciudadanos y ayudarles a maximizar su bienestar. Cuando ambos fines entran, el conflicto se plantea lo que en filosofía política se llama el problema del paternalismo, un problema que no admite soluciones simplistas.

En contra de lo que ingenuamente pensaban Fichte, Sartre y los conductistas de la primera hornada, hoy sabemos que no venimos al mundo como tábula rasa y que no consistimos en libertad pura y existencia vacía, sino que tenemos una naturaleza determinada por la información genética contenida en cada una de nuestras células. Esta naturaleza se articula en equilibrios y necesidades cuya satisfacción determina nuestro bienestar. Los factores objetivos de nuestro bienestar son nuestros intereses, y éstos no coinciden necesariamente con nuestros deseos. Por un lado, hay múltiples intereses que ignoramos o en los que no pensamos, por lo que no son objeto de nuestros deseos. Por otro lado, a veces deseamos cosas contrarias a nuestros intereses.

El primer y principal componente del bienestar es la salud. En una época en que todas las ideologías se derrumban, la salud es uno de los pocos valores que se mantienen incólumes y al alza. (En una encuesta reciente entre la juventud de los diversos países europeos, en la que se pedía a los encuestados que ordenasen una larga serie de valores por orden de importancia, cada país daba resultados distintos a partir del segundo puesto. Pero todos, sin excepción, coincidían en colocar la salud en primer lugar.) Por ello se considera que una de las tareas esenciales del Estado consiste en ayudamos a conservar nuestra salud.

Cuando nuestros deseos se oponen a nuestros intereses de salud, la situación psíquica real suele ser compleja. De hecho, nuestro encéfalo no es un sistema perfectamente integrado, diseñado por un ingeniero de una vez por todas, sino más bien el resultado chapucero de la superposición de múltiples (y no siempre bien avenidos) cerebros a lo largo de la evolución biológica. Queremos y a la vez no queremos. Nuestro córtex cerebral quiere una cosa y nuestro sistema límbico quiere otra. De ahí la estrategia de obligarnos a hacer algo que luego no vamos a querer, las astucias que empleamos con nosotros mismos. Ulises quiere oír el canto de las sirenas, pero sabe que no podrá resistirse y continuar su rumbo,

lo que también (y sobre todo) quiere. Por eso manda que lo aten al mástil de su buque, para oír el canto y sin embargo asegurar su objetivo. Es la estrategia del atarse, que Jon Elster considera un paradigma de racionalidad en su famoso libro Ulises y las sirenas. Es la misma estrategia que sigue el fumador que arroja la cajetilla antes de emprender el viaje o el dormilón que programa un ruidoso despertador.

En un libro a punto de aparecer, Toni Doménech contrasta lo que él llama la racionalidad inerte -que se limita a constatar y asumir los deseos dados o de primer orden- con la racionalidad erótica -que incluye deseos de segundo orden- A veces deseamos desear cosas que de hecho todavía no deseamos. El fumador desea dejar de fumar, el drogadicto desea librarse de su adicción, el estudiante apático desea aplicarse más al estudio, el refunfuñón desea ser más amable.

El problema político del paternalismo se presenta, por ejemplo, ante el uso del cinturón de seguridad en los automóviles. Sabemos que el uso del cinturón mitiga las consecuencias del accidente para el propio conductor. A pesar de todo, por pereza o por lo que sea, muchos no nos ponemos el cinturón de seguridad hasta que la legislación y la policía de tráfico nos obligan a hacerlo. La obligación de usar el cinturón de seguridad nos priva de la libertad de conducir sin cinturón y de arriesgar nuestra vida o salud. Pero ningún liberal serio considera que tal libertad sea importante. Yo creo que la libertad es uno de los valores máximos de una sociedad avanzada y que cuanto menos se la limite, mejor. Sólo en casos extremos yo admitiría alguna limitación local del principio genérico de la libertad individual. Pero es que los casos referentes a la salud son casos extremos.

La drogadicción es un atentado contra la salud y contra la libertad. Todas las drogas adictivas enferman y matan (de hecho, el tabaco mata- mucho más que la cocaína, si hemos de creer las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud). Y todas las drogas adictivas distorsionan el sistema, volitivo del drogadicto, dificultándole enormemente que pueda llevar a cabo sus propósitos mejor informados y más deliberadamente decididos. Defender a la población no drogadicta de caer en la drogadicción es una obligación moral de todo Estade que valore la libertad y la salud.

En un mundo ideal, la libertad sería irrestricta. Todas las drogas, así como los alimentos venenosos y los automóviles sin cinturón de seguridad, podrían ser libremente ofrecidos, pero nadie los consumiría, pues un público perfectamente racional y bien informado los rechazarla voluntariamente. En el mundo no ideal en que vivimos hay que llegar a compromisos. Quizá un compromiso razonable corisistiría, en registrar a los drogadictos y ofrecerles su droga en condicienes legales, a precio razonable y con garantía de no adulteración, al tiempo que se tomarían medidas drásticas para evitar la cooptación de nuevos adictos.

J. Mosterín es catedrático de Filosofía en la universidad de Barcelona.

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