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Nunca más la pena de muerte

Lo que bien podríamos llamar la guerra del verano se saldó con un balance ole 1.500 muertos solamente endos meses, lo que da una media de 25 españoles muertos per día en accidentes de tráfico. En la Comunidad Europea, la cifra se eleva a 50.000 muertos por año. Todo ello sin contar los que quedarán inválidos para toda la vida.Estas ciftas impresionan, sin duda, pero ino espantarí. La opinión pública se ha adormecido frente a ciertos problemas con los que se cree condenada a convivir, sin que por ello se resquebrajen los cimientos de la sociedad ni se hundan las instituciones del país. Por el contrario, frente a las víctimas de la delincuencía o del terrorismo no sólo se condenan y lamentan, lo que es bien lógico y normal, sino que a veces se adoptan actitudes viscerales e irracionales y se piden medidas crueles, vengativas o ilegales.Es de notar que, según la memoria del año judicial, presentada por el fiscal general del Estado, el número de muertos por asesinato u homicidio en toda España durante 12 meses ascendió a 1.281, siempre demasiados aunque fuera uno solo, por supuesto, pero aun así, un número menor que el de muertos causados sólo en dos meses por nuestras malas carreteras y nuestra mala conducción automovilística.

No se puede negar la especial cualificación que merecen esos crímenes contra ciudadanos inocentes, la sociedad, sus instituciones y sus representantes cualificados. Cuando media la intención deliberada del hombre para quitar la vida a otro in ustamente, la muerte siempre se presenta con un iñayor horror y nos causa un mayor dolor.

Pero eso no justifica tampoco que los demás nos comportemos como los mismos malhechores, poniéndonos a su nivel, con opciones y decisiones primitivas, regresivas y violentas, como sería recurrir de nuevo a la ley del Talión, la ley de fugas o la ley de Lynch, o, como algunos pretenden, volviendo a implantar la pena de muerte.Entre éstos figura Margaret Thatcher, que con frecuencia expresa su opinión de que debería restablecerse en el Reino Unido, donde fue abolida en 1967. Recientemente volvió a insistir en este sentido en la televisión inglesa, con ocasión del asesinato del inspector Codling, argumentando que así disminuiría la criminalidad.

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Por el contrario, parece demostrado que no hay relación directa entre la pena de muerte y el descenso de la delincuencia. Precisamente el caso que dio ocasión a Thatcher para su última intervención más bien confirma lo contrario, ya que Anthony Hughes, perseguido y acorralado por la policía, se suicidó después de haber asesinado a Codling. Esto prueba que el temor a la muerte no es suficiente por sí mismo para reprimir a los posibles asesinos y que, desde este punto de vista, la pena de muerte es inútil.Es además un ejemplo social un tanto desmoralizador. Mientras que el delincuente con frecuencia o es un psicópata o está pasajeramente trastornado por circunstancias emocionales que disminuyen su responsabilidad, se presupone que la sociedad y sus instituciones deben actuar con unos principios nobles y humanitarios, de acuerdo con normas legales perfectamente sopesadas y medidas, interpretadas por personas ecuánimes, prudentes, serenas y en condiciones adecuadas para tomar una grave decisión. No parece muy edificante que se pongan a la misma altura que los delincuentes, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de errores judiciales, que en el caso de la pena de muerte serían completamente irreparables.

Una actitud ejemplar en este sentido pudimos verla hace unos días, con ocasión del re-

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pugnante asesinato de la fiscal Carmen Tagle, por parte de los fiscales compañeros de la víctima y de sus familiares. Aquéllos insistían tanto en su firme decisión de seguir cumpliendo su deber contra el crimen y el terrorismo como en su propósito de seguir haciéndolo con serenidad y equidad, sin pasiones ni venganzas, juzgando justamente a los mismos injustos.

En cuanto a la familia, según relata Baltasar Garzón en una nota necrológica publicada en este diario, un hermano de la víctima pedía a todos, en voz alta, durante el entierro, que perdonaran de corazón a los asesinos, como la familia ya les había perdonado. A lo que Garzón añade algunas reflexiones, de las que entresaco lo siguiente: "Comprendí que no queda más remedio que seguir luchando; y no sólo por ti (se dirige a Carmen Tagle), sino por todas las víctimas que la barbarie terrorista nos está obligando a soportar, y hacerlo de la única forma que sabemos, aplicando y respetando la ley, porque nosotros no utilizamos otras armas que las de un Estado de derecho".

Por otra parte, la pena de muerte parece innecesaria si lo que se pretende no es la venganza pasional, sino salvaguardar la vida y los bienes de los ciudadanos y garantizar el orden en la sociedad. Basta para ello con recluir al delincuente todo el tiempo necesario para reeducarle y recuperarle, lo cual debería ser el objetivo más noble de toda pena y del sistema carcelario, por cierto, tan insuficientemente cumplido todavía en España, como es sabido.

En este sentido, la pena de muerte es pesimista, ya que parece desesperar de la posibilidad de regeneración de todo hombre, así como de la capacidad de la pedagogía y de la psicoterapia para regenerar a un degenerado, o al menos de mejorarle en gran parte, haciéndole más responsable, más humano y hasta más libre. Desde el punto de vista cristiano, todo pecador es siempre capaz de conversión, de transformación y de santificación, con la gracia de Jesucristo. Un ejemplo notorio y no lejano fue el del asesino de María Goretti.

¿No resulta también bastante injusta? Nuestra sociedad propone y hasta impone unos criterios materialistas y unos ideales hedonistas y consumistas. Constantemente se divulga el modo de vida fastuoso de una minoría privilegiada, con sus escándalos sexuales y fiscales, políticos y financieros. Todo ello crea en las capas sociales más desfavorecidas, muchas veces en el límite de la indigencia, sentimientos de cólera y de indignación, de impotencia y desesperación, que les lleva en ocasíones a intentar hacer por las malas -la única manera como saben o pueden- lo que otros hacen por las buenas; es decir, con guante blanco, guardando las espaldas, por aquello de que "quien hizo la ley -o sabe de leyes- hizo la trampa". ¿Por qué razón en EE UU, por ejemplo, la mayoría de los condenados a muerte procede de familias pobres y ambientes marginados?

Creo, finalmente, que la pena de muerte es antievangélíca y anticristiana, como el aborto voluntario y la eutanasia activa -aunque, evidentemente, no sean completamente equiparables estos hechos entre sí, y cada uno requeriría matices que ahora no puedo hacer por falta de espacio- Si bien, por razones coyunturales y externas al propósito de Dios, en la Biblia se cuenta mucho con la violencia y con la muerte, la orientación de la revelación judeo-cristiana, aun en el Antiguo Testamento, es claramente a favor de la vida, del perdón y la esperanza. Dios impide que Caín, el asesino, sea asesinado. La ley del Talión tiene por entonces sentido limitativo para evitar excesos vengativos. Dios es el origen de la vida, y por ello toda vida es sagrada. El hombre es imagen de Dios, y esta imagen no se pierde aun siendo pecador.

En el Nuevo Testamento Jesús de Nazaret promulga su ley del amor, inclusive al enemigo, así como el perdón sin límites, hasta setenta veces siete. Y yo aunque cueste la vida, como cumplió él mismo en la cruz, perdonando de corazón sus enemigos. Esto no es de afi-Jidura, sino de ley fundamental cristiana. Y no sólo para orientación individual, sino también colectiva y social.

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