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Dulces inviernos, veranos revueltos

No hace mucho que el escritor Miguel Delibes reparaba en uno de sus artículos en los cambios climáticos que había padecido el invierno en la meseta castellana y, en concreto, en la persistente y nunca vista sequía. De acuerdo con sus apreciaciones, nos encontraríamos ante algo más que esas caprichosas alteraciones del tiempo que siempre han dado tanto que hablar a los seres humanos y que se ven justificadas por la volubilidad de la meteorología.En efecto, las alteraciones de este año y del pasado no han sido circunstanciales, sino muy notables. Y para subrayarlas tarilbién ha habido en el Mediterráneo un invierno como un veranillo seco y gustoso, en el que incluso han llegado a florecer algunos frutales, un mes de mayo nublado e invernizo y un mes de junio abundante en lluvias y verdores. En verdad, lo nunca visto.

Pero las alteraciones climáticas; del último año no parecen algo exclusivo de las mesetas y de las costas españolas. Algunos amigos extranjeros que llegali, como cada año, a su cita con nuestros soles y calores se dail cuenta de que han dejado atrás -en Alemania, en el Reino Unido- un tiempo más seco y estable. Y repiten también aquello de que la primavera ha sido, por allá arriba, extraordina-riamente soleada.

Estamos, pues, ante alteraciones atmosféricas consistentes, que en verdad ya no responden a. esas esporádicas variaciones de que dan cuenta las estadísticas meteorológicas. A todo el mundo, incluso a los más ancianos, les sorprenden estas locuras del tiempo, pero quizá una de esas precisas estadísticas -la razón última del meteorólogo- nos puede demostrar que hace ya 80 o 100 años hubo dulces inviernos y veranosrevueltos. Sin embargo, digan lo que digan las estadísticas, soy de la opinión que las estaciones del aflo son cada vez más difusas y menos regulares.Parece confirmarse que las alteraciones meteorológicas que ahora padecemos responden, como todo el mundo sabe, a razones muy graves y quetambién están siendo confirmadas por datos científicos. Si se mantienen las grandes causas que provocan estos cambios climáticos -contaminación, recalentamiento de la atmósfera, efecto invernadero, disminución de la capa de ozono-, estaremos sin duda ante factores de riesgo mucho más elevados.

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Hay, por tanto, que hablar de grandes medidas para problemas enormes, que son fruto de la codicia y de los saqueos de la naturaleza; grandes problemas, ya que los pequeños -¿pequeños?- los vamos resolviendo o ignorando a trancas y barrancas. La contaminación de las aguas, por ejemplo, ha disminuido de forma notable en algunas zonas costeras, allá donde la imperiosa necesidad turística lo exigía.Pero sabemos que en otros lugares -especialmente del interior del país y en los grandes núcleos urbanos- hay ríos que discurren biológicamente muertos, cuando no arrastran con su caudal los más letales productos químicos. Algo que debiera ser inadmisible en una sociedad que reconocemos como civilizada. Muy claras corren aún las aguas por los ríos de las sierras galaico-leonesas, bajo los pontones y puentes romanos y medievales que de golpe han venido estos días a mi memoria gracias a la obra que acaban de publicar J. A. Fernández Ordóflez, Abad Balboa y Pilar Chías, Catálogo de los puentes de León; una. monumental guía en la que técnica, historia y estética se funden con una gran sensibilidad.

También parece que nos hemos acostumbrado -en un rasgo de impotencia y de pasividad inexplicables- a la frecuencia de los incendios forestales, otra monstruosidad de los humanos -junto a la de la contaminación del aire por loscarburantes- que más influyen en el recalentamiento de la atmósfera. Quedan, como otros grandes males, las negruzcas hogueras de recauchutados o de materiales afines, los humos y gases de las chimeneas industriales, los petroleros impunemente reventados de cuando en cuando en los mares más vírgenes y el riesgo, siempre latente -a veces más que latente, como lo prueban los hechos- de las fugas y catástrofes nucleares.

Pero yo había comenzado hablando del clima y de sus alteraciones. A mí no me desagradaría un verano de chaparrones y frescores, y es seguro que mis amigos los turistas nórdicos han gozado lo indecible con su cálida primavera. La cosa se complica cuando, esperando la normalidad plalietaria, nos topamos con lo anormal, con la temperatura inesperada. Y por supuesto, cuando se alteran los ciclos agrarios. ¿Cómo ha repercutido ya y van a repercutir soles y lluvias extemporáneos sobre tierras y bosques, en flora y fauna, en virus y bacterias?

Llegado a este punto reparo en las viejas y, a veces, tan fundadas reglas de la medicina hipocrática. Abro al azar uno de esos clásicos y sabrosos tratados y leo: "Con respecto a las enfermedades que surgen en primavera, deberá esperarse su resolución en otoño, en tanto que la primavera traerá necesariamente las curaciones de las enfermedades otoñales". ¿Qué valor atribuir a estas decantadas intuiciones de los hijos de Asclepio, a estas certezas probadas a lo largo de siglos, cuando ahora las estaciones fallan en sus ritmos y, con ello, el inconmovible tiempo zodiacal, sobre el que siempre se fundamentaron costumbres, prácticas, culturas?

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