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Las grandes religiones no se resignan a la intimidad

Sobre la tumba de Fernando III se colocaron epitafios en hebrero, árabe, castellano y latín. Sólo el escrito en latín, la lengua de los intelectuales y políticos, hace referencia a la intolerancia. Este hecho daba pie a Jiménez Lozano para desarrollar la tesis de que el paso de la convivencia entre las tres fes a la intolerancia que desembocaría en la expulsión de judíos y moriscos, sorprendió al pueblo pero no a los teólogos y políticos que la causaron.La relación entre religión y política siempre ha sido de lo más tortuoso, como se puso en evidencia en el simposio Religión y política en las sociedades contemporáneas, celebrado en Toledo el fin de semana pasado. El pensamiento conservador ha tenido el mérito de repetir incansablemente que la religión es un asunto privado, a sabiendas de la rentabilidad política que le saca. Los progresistas o críticos lo tienen menos claro. Si durante el franquismo nadie dudaba de que la religión era un asunto público -para eso estaba el nacionalcatolicismo- era lógico pensar que un cambio político pasaba por un cambio de la funcionalidad pública de la religión. Ahora, sin embargo, muchos de aquellos esforzados han descubierto la vida privada, como bien recogía Julio Lois.

Pero los hechos son los hechos: que sea en el País Vasco o en América Latina, en Israel o en Irán, la religión es un asunto público. ¿Es eso lo deseable?, ¿no parece más razonable cercar a lo religioso en los límites de lo privado? No hay respuesta simple. Porque hay formas de entender y defender la dimensión pública de lo religioso que ponen los pelos de punta. Fernando Quesada se refería al papel que el neoconservadurismo asigna a la religión de llenar el vacío consecuente a la muerte de las ideologías que ellos habían preconizado unos años atrás". O las andanadas del obispo Setién, siempre a vueltas con el Volksgeist o alma del pueblo vasco, cuya expresión escapa a las molestas expresiones de lo que son y quieren los ciudadanos, a través del voto, para remontarse a un oscuro y predemocrático romanticismo; o la invocación de la necrofilia, la martiriología o la sacrificialidad del entorno batasunero, como decía Rafael Aguirre, tan lejana de una saludable cultura de la laicidad y el pluralismo. Por no citar la sorprendente tesis de Roger Garaudy, ahora convertido en un decidido defensor de la fe y cultura islámicas, que no ve mas modo de fundar los derechos humanos que en el recurso a la hipótesis de Dios.

Cuarteles privados

Y, sin embargo, no parece que la retirada a los cuarteles privados sea una solución. De poco sirve decir que el Estado de Israel es un Estado laico cuando se añade, como reconocía Nathan Lernez, que el judío define su identidad en referencia fundamental a la religión, aunque no sea creyente. Y puede ser una falacia hablar de laicidad cuando la política moderna es en buena parte un sistema de creencias, que decía Díaz Salazar. Por no hablar de América Latina, ayuna de cultura laica y cuya urgencia en solucionar los problemas no permite el lujo de esperar a que llegue su modernidad, la solución de sus problemas, decía Felicísimo Martín, pasa por la religión. Pero ¿cómo han de pasar para que no se polarice la relación del clericalismo-anticlericalismo, las dos Españas o, como dicen ahora los obispos, según apuntaba Gimbernat, "Ias dos culturas españolas", la laica y la castiza? Más que de soluciones sí se habló de pistas de reflexión. Gómez Cafarena explicaba su tesis de que la convicción religiosa no tiene un fundamento empírico o científico, con lo que debe tomarse "con filosofía", sobre todo en sus derivaciones políticas. El pluralismo es la expresión de ese tipo de modesta convicción moral, Quienes abogaban por "articular cultura y política cultura de las religiones", entendían que habría que hacerlo desde las mismas bases de racionalidad o narratividad para evitar fundamentalismos religioso-políticos cuyos rebrotes denunciaba el ministro Múgica y de cuyos peligros hablaba Atilano Domínguez.

Lo que no parece de recibo es la resignación o anquilosamiento de los cristianos progresistas del tardofranquismo, a quienes se les ha indigestado la democracia, o la frivolidad del neolalcismo que da por liquidado el asunto público de la religión.

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