Señas de identidad
En nuestro adorado mundo hay algunos políglotas, raros y envidiables; bastantes más gentes que se las han de ver, de grado o por fuerza, con dos lenguas; y una inmensa mayoría de personas que viven y mueren en una lengua: justamente, la lengua de aquella tierra por la que discurre su existencia y de la que rara vez, o nunca, salen.Este monolingüismo de la mayoría absoluta contrasta aparentemente con algunos datos muy llamativos de los que, sin embargo, no solemos apercibirnos: los 5.000 millones de humanos estamos agrupados (con frecuencia de forma caprichosa, por decirlo con suavidad) en 166 Estados, la mayoría de los cuales engloba comunidades naturales diversas; es decir, son Estados plurinacionales. Por otro lado, se calcula que son más de 4.000 las lenguas del planeta. Una sencilla división nos muestra que, en términos absolutos, a cada Estado le corresponden, más o menos, 24 lenguas. Un planificador que, arrebatado por el celo del uniformismo, quisiera dotar a cada Estado de un solo idioma acabaría de un mortífero plumazo con la mayoría de las lenguas del mundo y, de rebote, con la admirable diversidad cultural de una humanidad que tiene, como vehículo de expresión de esta diversidad y, todavía más, como elemento configurador e interpretativo de sus culturas, unas lenguas determinadas.
Entre el monolingüismo de la inmensa mayoría y el espléndido abanico de la diversidad lingüística mundial, los bilingües -si es que existen- se encuentran más cerca de lo primero que de lo segundo. Si es que existen. Por eso será razonable que abordemos, antes que nada, la respuesta a una pregunta básica: ¿hay hablantes que, con propiedad, podamos calificar de bilingües?
Moverse fácilmente
Las definiciones corrientes de bilingüismo en los diccionarios especializados aluden a la capacidad que tiene una persona para moverse espontáneamente en dos lenguas con el mismo grado de facilidad. ¿Existen, pues, personas que sean realmente bilingües si han de cumplir con un requisito tan exigente? Hay serios motivos para dudarlo, porque lo corriente en aquellos a quienes consideramos bilingües es que se muevan espontáneamente y con facilidad total en una lengua, además de la cual sabrán otra, con mayor o menor grado de competencia. Y también será corriente que usen una lengua en determinadas circunstancias (o para unas funciones sociales dadas) y la otra en el resto de las ocasiones, bien diferentes de las anteriores: una lengua para los usos formales y otra para los cotidianos, por ejemplo. Por esta razón, algunos sociolingüistas prestigiosos han hablado -como Lluís V. Aracil- del mito del bilingüismo.Juguemos ahora, por un momento, en el terreno de los modelos o construcciones teóricas. Idealmente podría ser considerado bilingüe un individuo cuyo mapa vital quedase trazado con jalones como éstos: su padre hablaba alemán y su madre japonés; ambos conversaron con él, cada uno en su lengua, aproximadamente el mismo tiempo y sobre temas análogos; marido y mujer se entendían entre si sin dejar la lengua propia; ninguno de estos progenitores quedó marcado por connotaciones personales negativas que pudiesen haber generado valoraciones desfavorables hacia una de las dos lenguas y no hacia la otra. Además, nuestro bilingüe ideal asistió a una escuela germano-nipona; se relacionó con amigos y amigas alemanes y japoneses en proporciones sensiblemente equilibradas y, para acabarlo de complicar, vivió en una ciudad imaginaria en la que ambas lenguas gozaban de idéntico estatuto en los medios de comunicación (prensa, radio, cine, televisión), en la Administración, en las instituciones académicas de cualquier nivel, en la rotulación urbana, etcétera, sin distinciones apreciables que le inclinasen a asociar una de estas dos lenguas con funciones más prestigiosas de las que correspondiesen a la otra.
Naturalmente, la situación descrita es especialmente rígida o exigente; pero es ésa precisamente la que nos permitiría hablar, con pleno derecho, del dominio de dos lenguas en pie de igualdad. Todo lo demás no serán sino aproximaciones más o menos groseras. Lo cierto es que nos irritamos predominantemente en una lengua, que soñamos en una lengua y que sumamos mentalmente en una lengua. Si alguien se acerca mucho a nuestro bilingüe ideal debe de ser, ciertamente, un mirlo blanco.
El habla del Estado
Si pasamos ahora de nuestro solitario bilingüe al terreno colectivo, va a resultar una quimera defender la socorrida creencia de que hay Estados bilingües, trilingües o cuatrilingües. Entre otras razones porque, a lo que se nos alcanza, los Estados sólo hablan metafóricamente o, a lo sumo, a través de gacetas casi siempre monolingües.Cuando alguien comete el desliz de proclamar que Bélgica es un Estado trilingüe, lo que quiere decir (o lo que debería decir) es que en Bélgica hay tres comunidades lingüísticas territorialmente delimitadas (la francófona, la neerlandesa y la alemana, como es bien sabido). Lo que sucede es que la existencia de un Estado, con el componente jacobino o unitarista que implica casi necesariamente, oscurece y hasta oculta las auténticas realidades naturales: la despiadada artificialidad de las fronteras conlleva que sean incluidos en un mismo zurrón pueblos, historias, lenguas y maneras de ser diferentes que nadie tendría derecho a diluir en el uniformismo. El uniformismo será sumamente cómodo para el Estado, eso no hay ni que dudarlo; pero injusto para las colectividades (o naciones) que circunstancialmente se insertan en él.
Fruto de la educación jacobina, y acaso de un terror innato e irracional hacia lo desconocido, es la sensación de incomodidad que experimentan bastantes personas (y muy especialmente algunos intelectuales más o menos orgánicos, a tenor de lo que escriben) ante lenguas que no gozan de la condición de oficial. Es corriente oír voces monolingües que cantan las excelencias del bilingüismo ajeno y que argumentan con razones aparentemente benefactoras: "Te conviene esta otra lengua para comunicarte con más personas; te conviene esta lengua porque es internacional". Con más frecuencia de lo deseable, estas recomendaciones salvadoras ocultan una triste realidad y deben traducirse así: "No haré el más mínimo esfuerzo por comunicarme contigo en tu lengua". De donde hay que deducir que los argumentos del monolingüe son las razones de la propia comodidad, cuando no del menosprecio hacia lenguas y habíantes ajenos.
No hay que olvidar que los Estados llamados plurilingües son, en la mayoría de los casos, el resultado de conquistas o de políticas asimilacionistas y no el fruto de la coincidencia libre entre dos o más pueblos, salvo en los casos en que hay que defenderse circunstancialmente de una presión exterior. Tanto en un caso como en otro el equilibrio entre las lenguas es precario y el peso se decantará inevitablemente, tarde o temprano, hacia la lengua que goza de la condición de oficial para todo el territorio del Estado; porque, como se ha dicho a veces irónicamente, pero con más razón de lo que podamos imaginar, una lengua es aquello que tiene el apoyo de los ejércitos de tierra, mar y aire. Y las restantes lenguas quedarán relegadas, en la consideración del Estado, al papel de curiosidades dignas, a lo sumo, de un respeto más retórico que real.
Desde un punto de vista lingüístico, los territorios en los que de facto existen dos lenguas son territorios lingüísticamente provisionales: con el tiempo, una de las dos acabará por desaparecer si un Estado poderoso pone en marcha su rodillo (piénsese en la situación del occitano y del catalán en Francia), a menos que se le oponga una política lingüística de enérgica defensa de la lengua autóctona; política que, por otra parte, tendrá el efecto saludable de impedir la disgregación de la comunidad en guetos.
Adquisición voluntaria
Por lo demás, saber una o más lenguas aparte de la propia ha de ser tenido por enriquecedor si se trata, obviamente, de una adquisición voluntaria (por imperativos intelectuales, por necesidades comerciales, por el placer de viajar y conocer pueblos diversos, por el gusto de las lenguas) y también si, forzado o no por las circunstancias, alguien ha de vivir en otros lugares (independientemente de si hay o no de por medio separaciones fronterizas estatales) y no quiere ser un ente extraño, ajeno a la comunidad lingüística, cultural y de trabajo que le acoge. Bueno será no olvidar el sabio refrán recogido hace más de tres siglos y medio por Gonzalo de Correas: "Do fueres, harás como vieres'.Hacia la Europa de un futuro próximo, la cuestión de la pluralidad lingüística plantea problemas excitantes y requerirá unos esfuerzos de imaginación que en ningún caso deberán comportar la minusvaloración de ni siquiera una sola de las lenguas que hoy son no sólo un patrimonio inestimable, sino, sobre todo, las lenguas naturales de unos grupos humanos a los que jamás será lícito arrebatar su más preciada señal de identidad.
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