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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El sucesor de Einstein

MILES DE personas se han agolpado esta semana en Barcelona -como el año pasado en Madrid por estas fechas- para escuchar al físico británico Stephen Hawking, con cuya figura, postrado en silla de ruedas por una parálisis, nos han familiarizado la Prensa y la televisión.El hecho de que un hombre en esas condiciones, que ha de contactar con sus semejantes mediante un aparato sintetizador de voz, tenga el poder de convocar a tanta gente para tratar de temas tan abstrusos como la cosmología, es una paradoja difícil de explicar con los elementales esquemas que habitualmente sirven de criterio en el mercado de la comunicación.

Pero con independencia del valor de ejemplaridad moral del hombre Hawking, cuya mente no se rinde ante la claudicación del cuerpo, y con independencia también del interés sociológico que pueda suscitar su admirable capacidad de convocatoria, lo que ante todo debe reclamar nuestra atención es el contenido de sus afirmaciones relativas al presente y al futuro de la física. A sus geniales ecuaciones y cábalas sobre los agujeros negros, el origen del cosmos y la flecha del tiempo, Hawking añade la conjetura de que el final de la ciencia física se encuentra próximo, y a partir de ese momento será imposible, por carencia de objeto, dar un paso adelante en investigación fundamental. Sería, por así decirlo, la autoanulación de la física por haber cumplido su función.

Obviamente, esta conjetura choca de plano con la imagen del progreso científico como tarea infinita que ha prevalecido en la ciencia y en la filosofía de los dos últimos siglos, y tiene su antecedente en la ilusión que, hasta el día de su muerte, obsesionó en vano al viejo Einstein por construir una teoría del universo que sintetizara la física de lo grande con la física de lo pequeño. Esa ilusión no pudo cumplirse, entre otras razones, porque para Einstein era incompatible la incertidumbre de la física cuántica con los ideales científicos de su teoría de la relatividad. Pero en las últimas décadas de nuestro siglo esos escrúpulos con la incertidumbre han desaparecido, mientras, alentados por resultados enormemente prometedores, los físicos teóricos de vanguardia se lanzan de nuevo, como caballeros de la Tabla Redonda, a la búsqueda del Santo Grial de una Gran Teoría Unificada. Que la anhelada teoría sea la de la supergravedad, como muchos esperaban en los años setenta, o la de las supercuerdas, como ahora se espera en los ochenta, no es lo único importante. También lo es que en ese día habría llegado a su fin un "largo y glorioso capítulo en la historia de la lucha intelectual de la humanidad por comprender el universo".

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Como inmediata consecuencia, cesaría la labor en investigación fundamental de los físicos, que podrían encontrar un reto, compartiéndolo con los ordenadores, en la elaboración de los cálculos necesarios para predecir situaciones complejas. Pero más interesante sería, a juicio de Hawking, la profunda revolución que se produciría en la comprensión del universo por el hombre corriente, al que se le podrá enseñar la nueva teoría, ya completa y acabada, como se le enseña hoy la teoría de la relatividad.

Con la anulación de la propiedad, Marx profetizó una sociedad sin clases económicas. Según Hawking, la autoanulación de la física traerá, en el ámbito del conocimiento, una sociedad sin clases epistemológicas, pues una vez resuelto el problema técnico del cómo, científicos, filósofos y hombres corrientes podrán debatir de igual a igual sobre el porqué del universo. Y si algún día esta raza de monos avanzados llegase a ponerse de acuerdo sobre el asunto, eso sería, concluye Hawking, "el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios".

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