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Tribuna:PERÚ A LA DERIVA / 3
Tribuna
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De la mayor gloria a la mayor miseria

Al comparar los dos primeros años de la presidencia de Alan García (1986 y 1987) con el momento culminante del Gobierno militar (1969-1973), hay que dejar constancia de algunos puntos comunes, junto con muchas e importantes diferencias. El triunfo arrollador, en 1985, del joven dirigente aprista, Alan García, gracias a su talento y carisma, supuso, después de 10 años de empeños vanos por aniquilar el legado velasquista, la revitalización del proyecto nacional populista. Es significativo que las dos fuerzas políticas que han marcado de manera indeleble a Perú en este último medio siglo -el Ejército y el APRA-, tras los choques sangrientos en la crisis de los treinta y lustros de mutua animadversión, llegaran a coincidir en un mismo proyecto de integración social, que preveía como condición imprescindible la creación de un auténtico Estado nacional.Aquí se inscribe ya una diferencia notable. Mientras las fuerzas armadas pensaron que primero había que construir un Estado nacional fuerte para desde él imponer la integración de los dos Perús, el APRA, con una cultura política y una base social propias, el pueblo aprista, rechaza el estatismo autoritario de los militares y pretende combinar la acción social, organizada desde sus reductos propios -sindicato y partido-, con la acción estatal, en un proceso que debería reforzar a la vez la democratización de la sociedad y la nacionalización del Estado.

Importa consignar una segunda diferencia. Mientras que el golpe militar de 1968 fue acogido por los sectores populares con la natural desconfianza -anteriores experiencias les habían enseñado lo que cabía esperar- y sólo lentamente empezaron a cuajar algunas expectativas que fueron pronto frustradas, Alan García había llegado a la presidencia después de ganar brillantemente unas elecciones que, además de legitimidad, le proporcionaban un apoyo amplísimo a su propuesta de un "Gobierno nacionalista, popular y democrático que solucione los problemas de Perú".

En los dos primeros años de gobierno, Alan García ha sido uno de los presidentes que ha gozado de mayor popularidad en Perú. Conviene recordarlo ahora que su prestigio ha sufrido un descenso no menos espectacular.

Ortodoxia económica

Después de una década de ortodoxia económica, que había tenido el doble efecto de disparar la deuda externa y la inflación, afrontar dos problemas que se agudizan mutuamente, hasta el punto que estaban llegando a cuestionar la viabilidad misma del país, implicaba por lo pronto apartarse de los caminos hasta entonces recorridos y ensayar, con una buena dosis de pragmatismo, vías nuevas.

En política económica, si fallan las recetas conocidas -y en América Latina han fallado estrepitosamente-, son inmensos los riesgos que asume el que tenga el coraje de enfrentarse a la conjunción de los intereses sociales dominantes con los de las metrópolis. Alan García pretendió prudentemente disminuir estos riesgos, abriendo tan sólo el frente externo, con la esperanza de que la mística nacionalista que se inflamaría en el corazón de los peruanos al desafiar a los organismos internacionales le granjearía un apoyo generalizado, máxime si una moratoria de la deuda decretada unilateralmente le proporcionaba los recursos suficientes para reactivar la economía sin cambiar las reglas del juego.

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No es usual que las promesas se cumplan una vez conseguido el poder; más inusitado, que incluso se radicalicen. En un discurso, pronunciado el 22 de febrero de 1985, a 50 días de las elecciones, el candidato presidencial del APRA plantea como tesis principal "que sí, pagaremos, pero no en los plazos y condiciones que ellos quieren, porque antes de pagar la deuda es necesario pensar en la deuda interna del hambre, del dolor, de la alimentación y del trabajo" y, en consecuencia, si gana las elecciones, Perú no pagará más del 30% de las exportaciones.

Una vez en el poder, no sólo mantuvo la promesa, sino que incluso rebajó la cuota al 10%, para la admiración de los pueblos de nuestra América, que veían en Alan el adalid de una política consecuentemente nacionalista, que anteponía las necesidades de los pueblos hambrientos a los imperativos del Fondo Monetario. También se prometía concertar una política común de los países deudores latinoamericanos, primer paso hacia el sueño aprista de una América Latina unida, que estuvo fuera de sus posibilidades, al quedarse sólo con su propuesta.

De agosto de 1985 a julio de 1986, Perú tenía que pagar 2.200 millones de dólares para cumplir sus compromisos, mientras que el monto de las exportaciones no llegó a los 3.000 millones de dólares. De acuerdo con el nuevo principio establecido, pagó tan sólo 320 millones, lo que representó un empréstito autoconcedido de 1.880 millones, que permitieron por vez primera, en los últimos 10 años, subir los salarios por encima de la inflación, lo que provocó una rápida expansión de la demanda, que ocupó buena parte de la capacidad productiva vacante.

Nacionalización de la banca

Los resultados económicos para 1986 fueron muy buenos: se consiguió un crecimiento del 9%; los salarios subieron en un l5%; la inflación se redujo del 158% al 62% y fueron considerables las ganancias de las empresas. Aunque no tan espléndidos, los datos macroeconómicos de 1987 también se dejaban ver: 7% de crecimiento, una subida de los salarios reales en cinco puntos, pero también un aumento considerable de la inflación, que se colocó en un 114%, señal clara de que el modelo no tenía cuerda para largo.

El supuesto principal en que se basaba la operación -la expansión de la demanda y la acumulación de ganancias empujarían a los empresarios a realizar las inversiones indispensables para mantener un crecimiento sostenido sin pagarlo con la inflación- se reveló por completo infundado. El patriotismo de los empresarios no llegaba al extremo de invertir en negocios con menor o mayor riesgo, que darían multitud de quebraderos de cabeza, cuando se podía obtener una alta rentabilidad y una seguridad suma simplemente convirtiendo los beneficios en dólares y colocándolos, a ser posible, fuera del país.

La dolorización de las economías latinoamericanas es el cáncer que las corroe sin que se divise solución. Además, dada la dependencia de tecnología y de insumos que padece la industria peruana, aumentar su capacidad productiva significa disminuir las reservas de divisas, que, en efecto, bajaron en picado, al no poder ser compensadas las crecientes importanciones que arrastró la reactivación económicas con unas exportaciones decrecientes, tanto por el descenso de los precios de las materias primas como por el aumento del consumo interno.

A comienzos de 1987, Alan García es consciente de que la política de canalizar la deuda no pagada al consumo interno, sin que aumenten las inversiones productivas, semeja el comportamiento del heredero que, en vez de poner un negocio, consume alegremente la herencia en dos años, para caer después en la más absoluta miseria. Lo grave es que el Gobierno no posee instrumentos idóneos para dirigir los excedentes empresariales a la inversión productiva y el empresariado no está dispuesto a hacerlo por dos razones obvias: primero, no hay negocio más rentable y seguro que convertir las ganancias en dólares, y la ley del sistema es maximalizar los beneficios con los menores riesgos; segundo, el empresariado teme el discurso nacionalista y populista de un Gobierno que le recuerda el de los militares que terminaron expropiando sus tierras y empresas, y no está dispuesto por ningún concepto a que prospere una política que empezó enfrentándose por el capitalismo internacional, principal valedor del capitalismo interno.

En el discurso presidencial del 28 de julio de 1987, el presidente se atreve a anunciar un paso revolucionario, la nacionalización de la banca, con el objeto de reconducir el capital nacional a inversiones productivas, facilitando crédito a las empresas pequeñas y medianas, con mayor capacidad de aumentar rápidamente la producción y de crear más puestos de trabajo, rompiendo el monopolio de unos bancos que son además los propietarios de las grandes industrias y que constituyen un poder que ha logrado convertir en absurda la política gubernamental. La decisión de nacionalizar la banca -un ataque directo a la alta burguesía nacional- se revela un año más tarde la causa de la mayor derrota que ha sufrido el nacionalismo populista en América Latina.

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