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Señales de humo

Cuando escribo estas líneas vuelven a arder las plataformas petrolíferas en el golfo Pérsico y los barcos abren de nuevo sus vientres de brea y petróleo a las aguas marinas. Es el signo de los nuevos tiempos: la negrísima humareda del industrialismo abusivo -avivada en este caso por el belicismo- ascendiendo hacia la atmósfera para recalentarla y contaminarla. Entre el satanismo -el término es de los propios contendientes- de las metralletas y de los dogmas y el satanismo voraz, saqueador, del industrialismo, nadie repara en la verdadera víctima, en la primera y última víctima de tanta agresión: la naturaleza plena, el mar de donde brotó toda vida y, por extensión, los seres humanos. Mientras en los centros públicos y en los salones exquisitos de las grandes metrópolis se apagan los cigarrillos por razones de civismo y de salud, la ceguera bélica levanta hacia el cielo las más negras y espesas humaredas. ¿Quién multará, en un alarde de universal prevención, tamañas contaminaciones?Al mar he salido a pasear en esta brumosa mañana de primavera; al mar de una cala pedregosa y apartada en cuyas orillas he intentado desvelar, más allá de la lluvia de noticias y de las agresiones bélicas, los signos de los nuevos tiempos. Bomba en Nápoles, asesinato perfecto en Túnez, nuevos atentados a los que seguirán nuevas y brutales represalias... Toda la mecánica del diálogo responde a la prepotencia, a la razón de la fuerza, a la verdad de cada cual, que como ya nos recordara Machado no es toda la verdad. He salido a desvelar signos en los pedregales marinos, a leer en los restos que el mar de invierno había arrojado a la cala. Las aguas siguen todavía verdísimas y transparentes, pero allí, sobre la costa, he vuelto a encontrarme con la savia y la sangre de nuestro tiempo: con el petróleo y sus derivados. Restos de brea y plásticos llegados de no sé qué límites han quedado depositados sobre la orilla marina como el mensaje y la esencia de los desechos tecnológicos. Nada tienen, en verdad, que ver estas ruinas de plástico con las que pintara Nicolas Poussin, con la lección que de ellas extraía el hombre ilustrado; nada que ver los desechos de nuestros días con la lección de los mármoles quebrados por la desidia o las guerras.

Sobre la playa no he visto a Nausícaa con sus largas trenzas, ni a Venus brotando de un mar salpicado de flores para recrear la luz de la mañana y fertilizar el mundo; no he visto a ningún Ulises lleno de algas y de sarro marino, arrojado náufrago, agotado por el afán de aventuras en costas remotas; ni me he encontrado con una botella de grueso y verdoso cristal conteniendo un mensaje infantil lanzado desde otros continentes. Plásticos, botellas y recipientes incorruptibles, salpicaduras de brea, como todo mensaje, sobre las piedras de la orilla.

¿Hubieran renunciado los antiguos a los excesos del petróleo, ellos que renegaban de todo producto negativo, es decir, de todo descubrimiento que no cooperara a la armonía del mundo? El avispero tecnológico y tecnocrático sigue extendiéndose y hay que seguir produciendo para consumir, hay que seguir consumiendo para producir. Hay que modernizar el armamento para mantener la paz, hay que jugar con la paz y alterarla para poner a prueba los armamentos. ¿Cómo recuperar la sencillez, la naturalidad perdidas? ¿Cómo mantener exclusivamente cuanto de bueno y positivo ha tenido el progreso? ¿Cómo cegar el manantial de los bienes que nos destruyen? Ahora resulta que un insignificante aerosol está devorando progresivamente la capa de ozono y se comienzan a estudiar científicamente, sin escepticismo, los dones y problemas que produce la ionización. La bondad y la malignidad de los vientos estaban ahí, desde el origen de los tiempos. Sobre ellos lo sabían todo nuestros abuelos, los viejos marinos, los campesinos más elementales. Ahora también reparan en ellos los científicos. Son los vientos y la mayor o menor carga eléctrica de la atmósfera los que entreabren las úlceras, los que producen las jaquecas, los que favorecen infartos, suicidios, asesinatos.

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Hemos seguido ciegamente los dictados del macrocosmos sin atender al microcosmos. Por eso ahora hemos vuelto al atomismo de los pitagóricos y presocráticos para desentrañar los males de nuestro fin de siglo, para descubrir que nada se perturba sin afectar al todo. Creíamos que las soluciones de la humanidad dependían de males imperiales, de catástrofes cósmicas, de retos siderales, pero aquí estamos impotentes ante la amenaza de los virus, las radiaciones invisibles, los iones del aire, los gérmenes del agua o el efecto retardado de los inocentes conservantes.

Jomeini como el anti-Reagan. Reagan como el anti-Jomeini. Tensiones en el armazón de los países del Este, convulsiones sociales, afán modernizador que no sabemos si permitirá mantener en pie los mastodónticos edificios de todo tipo de ortodoxias. Jung atisbé hace ya tiempo las tensiones y las inseguridades del hombre de nuestros días y encontró para ellas dos salidas: la de la religión y la del arte. La religión -decía él- no entendida como "opio del pueblo" (Marx) ni como "sublimación de impulsos sexuales" (Freud), sino como una hondísima aspiración del psiquismo hacia el enigma.

¿Y el arte? También él se impone y mistifica. Pero ahí sigue, siendo mirada y palabra nuevas, semilla de la que debiera brotar lo equilibrado, lo armónico. El arte como aspiración profunda del ser, siempre a la búsqueda de la unidad perdida, de la sintonía con su entorno. Giuseppe Tucci, estudioso del pensamiento primitivo oriental, se preguntaba, siguiendo a sus maestros, por el summum bonum, por esa felicidad que no conceden ni los dioses ni las máquinas, sino la sabiduría del hombre. Una sabiduría que parte de la armonía del ser; del ser, a su vez, en armonía con el todo. El ser humano recreándose a diario como se recrean -como hacen todo lo posible por recrearse- las olas marinas. ¿Tenemos que renunciar, como decía Einstein, a "no perder nuestro tiempo convenciendo a mis equivocados colegas" a la ciencia del riesgo?

Dándole vueltas a esta idea he dejado la orilla del mar y he vuelto a casa; me he esforzado por sintetizar en mi mente lo que pudiera ser verdaderamente importante para el ser humano, para que éste ponga armonía en sí mismo de una manera radical. De mi cabeza van brotando, a medida que camino, algunas abstrusas ideas: que hay que gozar del instante, que no hay que preocuparse por nada, que hay que amar la calma y la libertad, que hay que imitar a la naturaleza, que hay que respirar plena y correctamente... Y descubro desolado que nadie nos habló nunca de estas simples verdades, ni en escuelas ni en universidades. Quiero decir que nadie nos las impuso con el dogmatismo con que otras nos fueron impuestas. Y lo más grave es que si alguien lo hubiera hecho nos habríamos echado a reír.

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