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'Suobjetos' poéticos contemporáneos

Un poeta exquisito logró reflejar plásticamente el éxtasis amoroso de la figura femenina: en las Rimas de Bécquer, las manos de una joven reposan entre los dedos del amado, mientras que su silencio emocionado sirve de refugio a una palabra escrita por el hombre para la exclusiva pupila azul de ella. También nos dibujó el contraéxtasis: una mujer sonríe con maldad mientras el caballero se pregunta "cómo puede reír" quien antes lo viviera como sujeto del amor.Hace más de un siglo, el poeta tipificó los rasgos femeninos de moda, principalmente los relativos a la mujer-musa, incorpórea, intangible, orlada de místicas guirnaldas, pura como el sueño de un niño, alejada de estimular en el contemplador "el apetito de la materia". Así lo afirmaría exactamente, ya en 1888, Gaspar Núñez de Arce en su Discurso sobre la poesía pronunciado en el Ateneo de Madrid, con mención particular del principal representante de la escuela prerrafaelista inglesa, Dante Gabriele Rossetti, cuyo poema The blessed damozel (La doncella bienaventurada) plasmaba las características básicas del frágil objeto femenino. La musa dominante en la poesía de fin de siglo posee belleza y perfección con impronta medieval y representa en su ascetismo asexuado un reto al industrialismo pujante y su equivalente narrativo, el naturalismo, interpretado por el detractor de este movimiento como relato literario de los instintos inferiores, con su correspondiente retrato de mujer lujuriosa.

Ésas son las imágenes que han de imitar, romper o retocar las poetisas de la época. Sin embargo, a juzgar por el desasosiego de aquellos versos (y no es mi intención hacer recuento), hay que reconocer que sus fórmulas galantes, la actitud contenida y el tono enfurecido sustituyen su calidad de musa por una representación entrecortada de sus condicionantes vitales, cuando no deciden, en el caso más trágico, su muerte.

Emily Dickinson asumió sus funciones con solitaria lucidez: "¡Esposa soy' ¡Y punto!". Otras muchas, temerosas, a la par que fascinadas por quienes las limitan (el otro, el hombre que retrata), van a ser víctimas de una tensión que sólo se resuelve en el espacio de la lengua y en ella deja igualmente su marca.

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Tras un siglo de experiencia prerrafaelista en la poesía europea, difusora de la tipología femenina de mayor suerte en la lírica contemporánea escrita por varones, algunas escritoras actuales se pronuncian por prácticas neutrales, en tanto temen, si manifiestan su punto de vista, ser etiquetadas por un público siempre propicio a los esquemas. La novedad de este viaje por la escritura de las poetisas jóvenes es que, al mismo tiempo que la inercia de la tradición literaria las ha capacitado para la auscultación sentimental, tienen, en el presente, la posibilidad de instalarse como mironas gustosas de un mundo que nombran a su antojo, contrarrestando la concepción del eros reductor, heredero de tradición judeocristiana, con lúdicas celebraciones.

Más insolentes a medida que se rejuvenecen las hornadas, éstas no nos recuerdan que son mujeres por el relato de sus abismos y pasiones, sino por la superación del circuito escolástico que había condicionado durante siglos a sus precursoras. Algunas dignifican un erotismo nuevo, aun en sus formulaciones más superficiales, e invierten el discurso tradicional con una audacia no exenta de ironía. Recuerdo la lectura de poemas de una joven autora, en una institución nada confesional, ante un auditorio variopinto. Tras relatar poéticamente la conquista de un majo desnudado con obcecación por una caprichosa doncella, un asistente preguntó a la poetisa (ignoro si el texto pertenecía a su autobiografía) si entraba en la era literaria del hombre-objeto, a lo que la escritora, hija de una lectora de Simone de Beauvoir, con perfume de moda en su pendiente, se encogió de hombros en tanto devolvía, sospechosa y provocadora, las premisas de un histórico diálogo: "Señor, la que quiere comer el pollo quita primero las plumas".

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