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Tribuna
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Un momentito, señor verdugo

Esta noche, en televisión, si el cuerpo aguanta, viajaré con Gurruchaga. Sin tirar del freno creo que habré salido en televisión cuatro veces mondas y lirondas. Sin embargo, a menudo me han parado en mi tierra por la calle con el mismo estribillo: "A usted le he visto montones de veces por la tele; es usted el famoso...", y aquí el lector puede poner cualquier apellido que rime con el mío, aunque preferentemente Rabanal, Maravall y Rabal. Estos castizos espontáneos, recibiendo erradas las señales, me dan como profesión famosa las más variopintas, pero raramente la mía de dramaturgo.Y es que nosotros, los pocos autores dramáticos (¡salud, compañeros del alma!) que aún vivimos y coleamos en este planeta abrillantado por tantas pantallas, somos como aquel' que dice novios de lo efímero. Un momentito, por, favor, señor verdugo; déjenos aún sacarle la lengua a todo lo divino y humano. Que cuán mejor es reventar de risa que de esplín.

Los que saben ole mi manía por deslizarme a contrapelo imaginan con qué júbilo aderezado de alegrones practico esta extraña profesión. Rareza que, sin embargo, algunos consideran testarudez

Los dramaturgos que quedamos (los últimos de Filipinas viajamos y nos entrecruzamos de Tokio a Buenos, Aires para asistir a un eterno estreno políglota y saltarín. Correteamos a bordo de aeroplanos con los bolsillos Henos de palomas y la cabeza de musarañas, pero con el desvanecimiento en contingencia.

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Somos los últimos elegidos de una fiesta que le va quedando damasiado ancha a un mundo que aprende a comer la misma carne picada, a beber los mismos julepes y brebajes contemplando las mismas candilejas. Levy Strauss se quejaba ya en 1959 de ver cómo los 2.000 o 3.000 sociedades o pueblos diferentes que existían al comienzo de sus investigaciones de antropología iban desapareciendo o uniformizándose. ¡Y lo que te rondaré, morena de la mundo Visión!

El poder se ve acometido por una fuerza irresistible que le impulsa a establecer el orden oficial. Los teatros se van transformando en museos; los artistas, en voceros leales o dependientes, y hasta a los Gurruchaga les amenaza la parejura con los campeones de allende los mares o la puerta. Pero ¡no pasarán, compañero!, gritamos como alcoyanos.

Por quietismo y aturdimiento el teatro sigue viviendo la ceremonia de la confusión en la, noche del estreno, como en las épocas del apuntador. Al dramaturgo se le juzga y hasta prejuzga como si fuera lo que eran sus mayores, el astro de la vida literaria, y no como lo que es, el último mono de una jungla domesticada, prudente y pudiente. Recientemente me decía un superviviente inglés que las tempestades que desataban sus estrenos mostraban la desquiciada imagen que de él se tenía.

Sólo se reprueba con tal ferocidad al que se supone encaramado en lo más alto... cuando él malvive apoyado en una espalda amiga (y cartera). Acaba de estrenarse en París mi última obra, La travesía del imperio, y reestrenarse dos antiguas, Fando y List, que escribí en mi adolescencia, y El arquitecto y el emperador de Asiria, que compuse a los 30 años.

Las dos reposiciones, no entrando en la categoría de estrenos, han sido recibidas con bombo y platillo. No cabían ni los pinchazos ni los bajonazos, y mucho menos la puntilla, contra obras que ya fueron lidiadas en su día. Por eso el mismo periódico que hace 30 años aseguraba (tras una noche de estreno sangrienta y huracanada) que "en un siglo de honestidad artística se prohibirían mis obras" hoy afirma que Fando y List es un clásico del siglo XX.

La travesía del imperio ha desatado una tempestad de artículos contradictorios, como suele ocurrir con todas las obras de hoy. Hace años, el mismísimo lonesco, remedando sin saberlo a Jardiel Poncela, me dijo que el autor, tras un estreno, se preguntaba perplejo si había escrito lo que había escrito o todo lo contrario.

Como ejemplo entre mil (pues cualquiera de mis entrañables colegas podrían aportar sus experiencias) voy a hablarles de las asomborsas reacciones que ha suscitado este estreno.

La obra ha sido calificada de "barroca", "neomoderna", "actual", "paseísta", "español hasta la médula", "sin raíces", "espontánea", "elaborada", etcétera. Es "el triunfo de la pasión", "es el fruto del equilibrio perfecto de un jugador de ajedrez", "es la obra nacida en el cerebro de un loco". Se me considera "nieto de Don Quijote", "hijo de Picasso", "de la casta de los anarquistas españoles", "heredero de los surrealistas", "un Mishima europeo".

Para un comentador he robado todas mis ideas en los bolsillos de García Lorca, pero otro me considera 'el dramaturgo más original de mi época", o bien "de una originalidad e imaginación creadora en constante erupción". De mi propia dirección se ha dicho que es "mágicamente corrosiva", "armónica y ponderada", "brutal, mística pero precisa", "un galimatías", "soberbia", "vacía" "genial" "desastrosa", "admirable y única", etcétera.

Todo el mundo está de acuerdo para calificarme de poeta e incluso "un gran poeta fuera de toda norma". Y ahí nos duele. ¿No se nos tacha de poetas (honor desmesurado) para mejor encajonarnos en un margen de filete? Con otras palabras, un insensato norteamericano de tan buen consejo como corta erudición me espetó no ha mucho, quizá y sin quizá: "Pero usted, que es capaz de escribir diálogos, ¿por qué no se mete a trabajar para una serie de televisión?".

Este naufragio estimula al dramaturgo y hasta le proporciona la fuente inspiradora de la nueva comedia, que escribe rabiosa pero también jubilosamente solo. Mis colegas se niegan a aceptar que el teatro sea devorado por la televisión, como lo está siendo la poesía por la novela y la filosofia por las ciencias humanas.

Hace años, uno de los supervivientes del siniestro, un privilegiado en cierta forma como yo (Samuel Beckett), me preguntó si el autor dramático no era el último artista a penetrar voluntariamente en el paraíso de los incomprendidos. Espero que tras el viaje de esta noche en televisión no me suceda el percance que le ocurrió a Arthur Miller en una noche neoyorquina como boca de. lobo. Le detuvo un matón con malos modos, agarrándole por el cuello. Cuando el dramaturgo creyó que había llegado el último día de su vida, el desconocido le preguntó: "Tú eres Miller, ¿verdad?". Tras el asentimiento aliviado del autor dramático, el espontáneo le dijo: "Me entusiasma lo bien que tocas el piano".

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