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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Inventemos nosotros

CON LA presentación solemne del primer Plan Nacional de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico, los poderes públicos intentan poner en marcha el instrumento que haga posible que la sociedad española salde su histórica y vergonzante deuda con el progreso científico. A su favor tienen que, afortunadamente, España ya no es hoy aquel país que alimentó una tradición de ensimismamiento y autocomplacencia ignorante y desdeñosa para con lo innovador.La inversión prevista por el plan para los próximos cuatro años es de 634.171 millones de pesetas. Se pretende en este tiempo aumentar en 10.000 el número de investigadores sobre los 20.000 ya existentes. Con ello España pasaría del 0,72% del producto interior bruto (PIB) que actualmente dedica a investigación y desarrollo al 1,2% a finales de 1991, y de una tasa de investigadores del 1,4 por 1.000 habitantes al 2,2 por 1.000. Si se logran estos objetivos, España se acercaría a la media de los países de la OCDE, que dedican actualmente el 1'6 %, de su PIB a investigación y desarrollo y que cuentan con 2,8 investigadores por 1.000 habitantes.

Pero por debajo de las grandes cifras y de los propósitos grandilocuentes pueden esconderse viejas actitudes que, aunque no invaliden el plan presentado, sí recorten considerablemente su alcance. Es ya más que dudoso que el camino adecuado para impulsar el desarrollo científico tenga que pasar por la fórmula, atípica en otros países occidentales, de una ley de la Ciencia como la aprobada en España en abril de 1986 y a cuyo amparo nace el plan ahora puesto en marcha. Pero, aun dando por bueno este marco legal, no cabe duda de que son enormes los peligros de burocratización, dirigismo, centralización y, en definitiva, despilfarro que un plan tan mastodóntico encierra. Su elaboración tecnocrática a manos de funcionarios, cuya capacidad no se pone en cuestión, pero que trabajan en muchos casos a espaldas del universo científico, multiplica las sospechas de que nos encontremos más ante una mera yuxtaposición de programas que ante un verdadero plan de investigación. Por otra parte, la ausencia de mecanismos de mercado que aseguren la viabilidad de los posibles productos tecnológicos derivados del plan es especialmente grave en un país como España, que cuenta con sectores públicos -sanidad, vivienda, educación y transportes- tan necesitados de renovación.

Habrá que ver también cómo se compagina la indispensable iniciativa de la comunidad científica en los proyectos con la carga arbitrista e ideológica que inevitablemente conlleva dictaminar desde las alturas del poder político las prioridades en este terreno. En encontrar el adecuado equilibrio entre la espontaneidad del investigador y las prioridades oficialmente establecidas puede estar precisamente la clave del éxito. Esto vale sobre todo para la Universidad española, en la que se concentra el 60%. de los investigadores y cuya contribución a la producción científica supera el 50% en varias áreas. La situación de incuria y desidia en que se encuentra la Universidad española, donde el mantenimiento de privilegios del pasado y el imperio del nepotismo y del corporativismo han prevalecido sobre una mayor adecuación de los equipos enseñantes a los nuevos tiempos, no es precisamente una garantía para que pueda ejercer de motor del plan.

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El reto que tienen por delante y la responsabilidad que asumen ante la sociedad española los gestores del plan y los miembros de la comunidad científica son históricos. El dinero que el contribuyente pone a su disposición responde por primera vez a la importancia de la apuesta. Si la ineficacia, el despilfarro y el sectarismo se imponen entre los primeros, y los pequeños intereses de escuela dominan en los segundos, España habrá perdido, quizá irremediablemente, el desafío que también en este campo supone la entrada en vigor del Acta Única Europea en 1992.

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