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Para acabar con el silencio de los intelectuales

El silencio actual de los intelectuales y el agotamiento de las ideologías que se hace manifiesto no son accidentes de corta duración. Lo que está desapareciendo, después de más de dos siglos de actuación brillante y a menudo dramática, es un tipo de intelectuales: el que habla en nombre de la historia y de la razón unificadas en un mismo movimiento de totalización, del cual Hegel dio la formulación más grandiosa. El intelectual de las Luces no hablaba solamente en nombre de los excluidos, de los perseguidos, de los sin voz, porque no separaba la defensa de éstos o sus ataques contra los antiguos regímenes y sus privilegios de una creencia casi científica en una modernidad que tenía que llevar a la humanidad al triunfo de un mundo reconciliado con sí mismo y con la razón más allá de sus contradicciones.La estatua de este intelectual libertador ha sido tirada al suelo por los intelectuales críticos, cuya voz siempre fue presente, en particular desde que Marx denunció la explotación escondida por detrás, de la modernización industrial, y más especialmente desde que se volvió evidente que la razón no era capaz de defender a la razón, como lo dijo Horkcheimer, cuando se demostraba. la incapacidad de los defensores de la razón y del progreso de oponerse a la subida al poder en Alemania del nazismo. En medio del período de gran crecimiento económico de posguerra, una nueva generación de intelectuales críticos, especialmente en Francia, construyó una imagen de la sociedad moderna tan negra como la de los intelectuales racionalistas había, sido clara y optimista. Para ellos, la modernidad no era más que el triunfo, a la vez, de las técnicas contra los valores y del poder de dominación contra la racionalidad instrumental. Este pensamiento crítico se desarrolló antes del cambio de coyuntura económica que durante los años setenta reemplazó los tenias del crecimiento y de la participación con los de la crisis y de las desigualdades.

Pero ¿qué influencia este pensamiento, puramente crítico, podría tener en sociedades que no estaban paralizadas por la crisis, en las cuales las ciencias y las tecnologías, en particular la biología y la medicina, progresan muy rápidamente y plantean nuevos problemas sociales y éticos? Sociedades occidentales que, después de haber tenido mala conciencia por su obra pasada de colonización y dominación imperialista del mundo, se descubren de nuevo como tierras de libertades frente al imperio soviético y a los nacionalismos agresivos del Tercer Mundo. En realidad, este pensamiento, puramente crítico, no fue nunca un análisis adecuado del mundo contemporáneo, no fue nada más que la patética conciencia de la agonía de un tipo de intelectuales. A finales de los años setenta y al comienzo de los ochenta parece que toda clase de pensamiento social haya desaparecido. La idea de que la historia tiene un sentido fue abandonada porque había sido utilizada por la propaganda de demasiados totalitarismos. El escenario social parecía vacío, sin conflictos, movimientos o innovaciones.

Sin embargo, nada justifica una visión tan pesimista. La desaparición de un tipo de intelectuales, aquellos que hablaban en nombre de la historia, no permite concluir la desaparición de las ideas, como si necesitáramos solamente profesionales y expertos. En realidad, ya está apareciendo un nuevo tipo de intelectuales. No hablan más en nombre de la historia, no son más los consejeros críticos del príncipe -el cual, en general, tiene en nuestro siglo la forma de un partido político-; al contrario, se oponen al dominio de la técnica, de los objetos, de los poderes, de las armas y de las propagandas para defender el derecho de cada hombre, cada individuo, a hacerse dueño de su propia vida. Lo novedoso que hay en el llamamiento actual a los derechos humanos es que éstos no son más asociados a los derechos del ciudadano o del trabajador. La defensa ética del hombre no se identifica más con una causa colectiva o a una visión de la historia. No se puede defender a la humanidad o a un régimen político, sino cada individuo en su individualidad, en su identidad y, más que nada, en su voluntad de individuación en su proyecto de libertad y liberación. El intelectual no debe hablar más en nombre de supuestas leyes de la historia; tiene que hablar en nombre de la exigencia de cada uno de defenderse contra los determinismos y los sistemas de dominación. El intelectual tiene que hablar hoy día el lenguaje no de la ciencia, sino de la ética. Eso no significa que tenga que volver a reconstruir los antiguos equilibrios comunitarios destruidos por la modernidad, porque no se trata de combatir la modernidad y de volver a las antiguas reglas sociales y culturales, sino al contrario, de fomentar la búsqueda de una felicidad que no puede ser reducida a un consumo manipulado.

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Los intelectuales se ubicaban en la cumbre de los cerros, como Moisés, para comunicar con el absoluto o descubrir horizontes lejanos. Ahora tienen que hablar desde abajo, y no desde arriba, desde lo más cerca de la experiencia personal de la gran mayoría, no para denunciar solamente los poderes y las violencias, sino más bien para descubrir y revelar todos los afanes de liberación, todos los movimientos individuales y colectivos, a través de los cuales la libertad surge como mil fuentes a través de los determinismos sociales y de los controles políticos.

Era inevitable que, después de la caída de los intelectuales históricos, se haga oír un largo silencio, apenas interrumpido por algunas palabras superficiales sobre la desaparición de todos los grandes proyectos colectivos y personales. Es urgente ahora que los intelectuales salgan de este silencio, dejen de interesarse solamente en su propio self y de satisfacerse de placeres estéticos. Hoy día, en un mundo que cambia rápidamente, ya los intelectuales están atrasados en su tarea real, la que siempre ha justificado su acceso privilegiado a la palabra: hacer escuchar, detrás de los discursos del poder, que se disfraza de técnicas de mercados y de principios, la voluntad de cada uno de defender la unidad de su personalidad y, en primer lugar, de su vida en medio de las fuerzas desencadenadas de las técnicas y de la guerra. Los intelectuales tienen que acordarse de que su deber no es manejar la sociedad, sino de protestar contra la fuerza; no es desvelar las leyes objetivas de la naturaleza y del hombre, sino de hablar en nombre de la subjetividad.

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