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Luis

La misteriosa tristeza de Luis Aragonés constituye uno de los casos más hermosos en la historia del fútbol. A este entrenador recio, ex jugador seguro, hombre de habla cabal, no se le quiebran las fuerzas físicas o la moral ante los resultados. Simplemente, y sin explicación, ingresa en una languidez que le abate como a una princesa.Pocas veces se ha producido un fenómeno de esta índole entre deportistas. Y menos aún entre los entrenadores de fútbol. El entrenador desempeña un papel de padre o de hermano mayor, donde se recuestan los problemas de los otros. No conoce el desfallecimiento, y es insólito que coja una gripe.

Que un entrenador tenga fiebre, por ejemplo, es de las cosas más ridículas que le pueden suceder a un club. Hay quienes se sobrepasan en ciertos aspectos, pero es extraño que se pongan enfermos, y del todo inaudito que se quejen de alguna psicopatología.

El interior de un entrenador es un cuarto, grande o modesto, pero aseado. Lo corriente en estos profesionales es que cumplan con sus deberes y tengan la tensión alta. No existe, por tanto, la costumbre de que pidan la baja por razones de salud, ni por un concepto pesimista sobre el destino del mundo. Son moralmente macizos. Asiduos predicadores de una o dos verdades como puños, del tipo: no siempre acompaña la fortuna; los partidos duran 90 minutos. Y difusores de algunos consejos de orden civil, tales como: el secreto del éxito está en el trabajo, y es bueno tener hechas las maletas.

El entrenador constituye, por tanto, una fuente de saber. La sede del conocimiento futbolístico una vez que los jugadores son privados simbólicamente de juicio para bien del conjunto; y la directiva, como se sabe, representa la necedad en su concentración máxima.

El entrenador no debe dudar. No dudaba. Tampoco solía llorar, y sus penas tenían medida. Controlado, contenido, saludable. Nunca se había visto, en el centro de esa energía, la caída de un líder confundido por la tristeza.

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