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El poeta y la foto

La literatura es una experiencia para quien la hace y una fuente de dudas para quien la explica, la muestra o la divulga. Inicialmente, los profesores suelen presentar su programa señalando, en general, los límites de la' materia según se aplique determinados criterios lingüísticos, geográficos o históricos, en un intento por estructurar los contenidos, pero la mayoría sospecha que los esfuerzos de periodización, separación en géneros u otros esquematismos ordenadores acabarán por dejarlos profundamente insatisfechos. Algo más agradecido era, hasta hace poco tiempo, la aplicación del método distributivo a la literatura contemporánea, particularmente a la poesía, siguiendo la brillante teoría de las generaciones. El afán docente y clasificador coincidente en antólogos y profesores podía comprenderse al contemplar a los autores agrupados en razón de su edad, lugar de nacimiento o tema, al mismo tiempo que la existencia del racimo quedaba consagrada por una propuesta-recuerdo visual que hacía de colofón.Desde muy avanzado el siglo XIX hasta hoy, la historia de la poesía española ha pasado de ser un repertorio biobibliográfico a una ordenada y bien reproducida galería de retratos. A partir de esa fecha, los vates no sólo se han dejado retratar, sino que han mirado a la posteridad acusando al moroso ausente, cuya penitencia habrá de perdurar aun después de muerto.

El mayor respaldo a los libros de los poetas y a la memoria de los estudiantes ha sido la foto colectiva, desde la que se mira con gravedad a la historia. El salto a la modernidad literaria coincide con el paso del listado biográfico al icono y a la fotografía de grupo. Todos sabemos que la foto es turismo literario, y sin embargo, al colocarse, los poetas (pienso en la foto solemne del grupo del 27 en el Ateneo de Sevilla) tienen una profunda predisposición para la eternidad. Unamuno, Valle, Álvaro de Albornoz y Américo Castro se mostrarán seguros alrededor de una mesa, a los postres; Cernuda, Aleixandre y García Lorca remarcarán juntos la fecha de 1931; la presentación en la sociedad literaria de la obra de Luis Cernuda La realidad y el deseo puede ser pretexto de otra cuidada y generacional escena. Ángel González, Blas de Otero, J. A. Valente, J. Gil de Biedma, A. Costafreda, C. Barral y J. M. Caballero Bonald siempre estarán reunidos en Collioure en 1959 para rendir homenaje a Antonio Machado.

Nuestro sistema educativo y nuestra crítica han redescubierto en los últimos veinte años su fascinación por las fotografías de los poetas en grupo. La foto en el centro del ajo histórico de todos los ajos histórico-literarios actuales. ¡Ay de aquel que no salga en la foto! (Aleixandre tendrá siempre esta falta). ¡Ay de aquel que malgaste un cliché y aparezca junto a un desconocido, que se fotografíe con quienes no le correspondan! Recuerdo la escena de Jorge Guillén, Pedro Salinas y Juan Ramón Jiménez realizada en los años cincuenta. Juan Ramón se protege del sol con una improvisada visera manual. Es un explícito gesto disidente; obviamente no está con su grupo. Tanto Guillén como Salinas mantienen la mirada con el sol de frente, impertérritos... (es de comprender, en este acto de sucesión literaria). La herida de la luz es otra prueba que los novicios han de resistir.

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Nos quedan también abundantes fotografías de los congresos de poetas, de los entierros de poetas. Pero, de pronto, las fotos escasean, las fotos empiezan a faltar. Tras la eclosión de la cámara Kodak en la mitad justa del siglo -no en vano es la generación Ramada del 50 la que con más precisión se inmortaliza-, la foto existe sólo en contadas ocasiones. Castellet no retrata a sus nueve novios angelitos en el sofá de uno de los poetas del 50, sino que se presenta él en la contraportada de su Antología con túnica ecológica y pajarito de la paz en el hombro.

¿Qué rostros mostrarán los profesores? ¿Qué rostro recordarán los estudiantes? El rostro de un antólogo que intuye su papel docente y displicente. Trabajando delante de los profesores, el antólogo dará razón e insertará en el tiempo a los seleccionados. Ya no estará al servicio de la historia, sino, al contrario, la galería lírica contemporánea sentirá la necesidad de sonreírle, adorarlo y firecuentarlo cordialmente, pues es él quien escoge y quien posee la llave de la fama. A partir de los años sesenta los poetas no pertenecerán a una generación, sino a su antólogo. Tanto éste como el profesor -más el primero que el segundo- hacen de catadores de la palabra ajena, representando a los lectores de su tiempo, para quienes preparan el banquete verbal. También son desbrozadores para otros ojos y oídos que pisarán cómodamente sobre las letras desveladas. Por tanto, no han de escandalizarse si este hombre nuevo unifica el discurso y la identidad de quienes presenta. El antólogo contemporáneo es perverso, pues ofrece, como autor interpuesto, su manera de ver el mundo. Escribe, a través de otros, una novela autobiográfica. Lo terrible es que en las últimas décadas no hay más poetas que los que muestran los antólogos. La poesía ha perdido su lector (de varias decenas de miles de títulos publicados al año, un 60% corresponde a ediciones de autor, y sólo 5.000 títulos pueden llegar al receptor interesado de este género), y parece que no tiene ninguna ilusión en ganarlo. Pero no ha perdido a los antólogos ni a los profesores. Repetidas veces oímos comentar, ufanos, a escritores de todas las edades que en una universidad americana un profesor explica su poesía, o a un adolescente comido por la gloria afirmar que ha sido elegido por un antólogo extranjero, a una poetisa enfurecida porque fue arracimada por un crítico con quienes no se le parecen. Ante la falta de público, la única aspiración es la de ser reinas o divas por un día, entrar en la cuadrilla de un aduanero literario o en el programa de una universidad.

En este punto puede quebrarse la simbiótica alianza de antólogos, profesores y autores. Si el antólogo opta, frente a su viejo didactismo, por la displicencia, los profesores tendrán la obligación moral de corregirlo, y los especialistas, el deber de llamarlo al orden, incorporando olvidos y criticando, una a una, todas sus opiniones (no sé si harán bien los autores llamándolo vampiro de poetas, garrapata de creador y vil intermediario, como a veces ocurre).

La poesía actual no tiene más fotografía en grupo que la de los maestros. Los medios de comunicación, a la desesperada, reclaman la foto colectiva de los poetas de hoy, pero han de contentarse, al fin, con una parida frondosa en la onomástica y parca en la media docena de retratos individuales, reemplazados seis meses más tarde, en los mejores casos, por el último reseñador-poeta (ser inocente, pero incauto al fin) que ha llegado al periódico.

Ante el caos existente, en vez de incorporar un análisis más riguroso del género poético (cosa que sólo ocurre en la crítica individual, y escasamente), los periódicos optan por presentar ante el lector la tersura epidérmica de nuestros bachilleres (a veces ni eso) y coser cabecitas a la página, a ver si alquien decide reunirlos algún día. Hoy el único que se alimenta de estos rostros es el cabeza de serie, maestro glosado hasta la saciedad que extiende y perpetúa su camada por las provincias literarias y, en último extremo, les proporciona una nada desdeñable seña de identidad.

Dejando a un lado las anécdotas, hay que reconocer que en esta década de eclecticismo y reverberación, una de las propuestas visuales de la generación postrera es un marco sin foto. Si la foto de grupo fue hasta hace poco, además de una formulación metodológica para uso de antólogos y profesores, símbolo de verdad literaria (o de falsedad histórica), hoy hemos de interpretar este vacío como uno de los signos que recuerdan -como otros tantos signos- que asistimos en nuestra lengua y en nuestra cultura a la edificación de otra poética contemporánea.

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