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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Thatcher, frente a Europa

LA REUNIÓN de Bruselas del Consejo Europeo, integrado por jefes de Estado y de Gobierno de los 12 miembros de la Comunidad Europea (CE), era de una importancia singular porque tenía que dar un palo de alcance histórico: poner en aplicación el Acta única, verdadero documento constitucional que extiende la competencia de la CE a nuevos terrenos, como el medio ambiente, la investigación y la política exterior; amplía los poderes del Parlamento, y eleva las cotas de supranacionalidad en los órganos comunitarios. El Acta única ha sido ratificada por los 12 Parlamentos, lo que ha exigido en dos casos, Dinamarca e Irlanda, referendos populares. Por tanto, los Estados, y no sólo los Gobiernos, están comprometidos en su puesta en práctica.Tiene como objetivo esencial crear en 1992 un mercado interior. En esa fecha, la CE deberá ser un espacio sin fronteras interiores, en el que la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales esté garantizada". Resulta obvio que, si no se introducen correctivos, ese mercado único agravaría la disparidad entre los países más desarrollados de la CE y los otros. Por eso el Acta única establece que la cohesión económica y social es un principio básico de la política comunitaria, "a fin de promover un desarrollo armonioso" y "reducir las diferencias entre las diversas regiones y el retraso de las regiones menos favorecidas". El instrumento para ello son los fondos estructurales, que deben beneficiar sobre todo a los países mediterráneos. El plan Delors, elaborado por la Comisión de Bruselas para financiar la nueva política que se desprende del Acta única, ha sido el tema central del Consejo Europeo. Pero el plan no ha podido ser aprobado por la negativa cerrada de Margaret Thatcher. Los otros 11 países han dado su visto bueno a un texto de compromiso que recoge las ideas básicas del plan Delors, pero su discusión deberá continuar, ya que es preceptivo que obtenga la unanimidad para entrar en aplicación.

La oposición de la dama de hierro no es un problema de estilo, aunque su carácter agregue notas de intransigencia. Hay un desacuerdo de fondo sobre el sentido mismo de la construcción europea. Al Gobierno conservador británico le interesa la CE para ampliar el mercado para sus empresas. Pero la idea de cohesión, solidaridad y desarrollo armónico le es totalmente ajena. Lo demuestran los argumentos mismos utilizados por Margaret Thatcher. Su obsesión es trasladar a la Comunidad Europea la austeridad que cada Gobierno aplica en su país, ignorando que la CE tiene otras misiones, como la de lograr que el avance hacia el mercado único no se haga sacrificando a los más débiles. Con acierto ha dicho Andreotti que la Thatcher "aún no ha entrado en la filosofía de la Comunidad".

Sería excesivamente optimista creer que los otros 11 países -aparte del Reino Unido- están ya plenamente de acuerdo en una auténtica política de cohesión o solidaridad en el avance hacia el mercado único de 1992. Probablemente el no thatcheriano ha evitado que afloren diversas objeciones, más matizadas, por parte de otros países del Norte. Es sintomático que sobre la necesidad de doblar los fondos estructurales, planteada por Jacques Delors, 61 documento de los once recoge la propuesta de la Comisión, pero no asume el compromiso formal de aplicarla. No se presenta, pues, muy despejado el horizonte, sobre todo por la dificultad de vencer la negativa británica. Además será una batalla dura para los países meridionales obtener que la cohesión se materialice en medidas efectivas de política financiera.

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La actual distribución del presupuesto, con el peso aplastante que en él ocupan las ayudas a la agricultura de los países más ricos, es la negación más radical del principio de cohesión. La incapacidad de la CE de reducir seriamente ese capítulo de sus gastos da una base a los ataques de Margaret Thatcher contra el presupuesto de la CE, aunque ésta utilice ese argumento con objetivos egoístas. En ese ámbito, el acuerdo entre Francia y la RFA para desbloquear el tema agrario, gracias sobre todo a la concesión hecha por esta última, significa un paso positivo, si bien parcial, ya que no se modifica por ahora el sesgo retrógrado del presupuesto de la CE. La importancia de ese acuerdo desbordaría el tema agrario si se confirma que París y Bonn están dispuestos a desempeñar, un papel impulsor en el proceso comunitario. Sería un factor favorable, sobre todo ante las previsibles dificultades con Londres. España, cuyas relaciones con Francia y la RFA son francamente buenas, sólo puede considerar tal perspectiva con simpatía.

Europa tiene elementos para comprender mejor la razón de España al rechazar la actitud británica que, mediante una decisión comunitaria sobre aviación civil, querría obtener un refrendo europeo a la posición que defiende en el contencioso sobre Gibraltar. España viene defendiendo una fórmula innovadora y flexible, semejante a la que se aplica en aeropuertos suizos para evitar papeleo a los viajeros. Pero la intransigencia británica ha impedido un acuerdo en las negociaciones. Después de su victoria electoral, Thatcher parece acentuar una actitud de rechazo de los compromisos con los otros miembros de la CE. Toda una desgracia para Europa. Y para el Reino Unido.

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