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El 'drama' musical

No me voy a referir al drama musical como género. Tampoco hablaré del cada vez más apoteósico fervor que determinados melómanos sienten por este o aquel divo. Me estoy refiriendo al drama que supone la enseñanza de la música en España -materia hacia la que se siente cada día un interés imparable- y, en concreto, de esa incapacidad que nuestro país parece tener para hacer de ella un arte digno y respetado.Sé que están en marcha reformas que atenuarán el problema, pero si la solución no es profunda, dicho problema puede seguir latente. El lector podrá reconocerlo en seguida en algunos hechos concretos. El primero, claro está, es el de la masificación de los conservatorios, insuficientes a todas luces para dar cabida en sus aulas no sólo a quienes van a estar dedicados por vocación a la música, sino también a todos aquellos alumnos que, tarde o temprano, tendrán que abandonar sus estudios después de unos años de enseñanza musical básica, que debiera haberles llegado impartida por otros cauces: los de la enseñanza escolar obligatoria.

Por tanto, el verdadero drama musical es el de esos miles de padres que, principalmente en las grandes ciudades, se ven obligados a pasar innecesariamente las horas del atardecer o de la noche haciendo calceta o crucigramas en los vestíbulos o en las puertas de los conservatorios, a la espera de sus pequeños. Otro problema es el de afrontar los gastos que lleva consigo una enseñanza paralela -no se olvide el coste de determinados instrumentos- sin saber si el hijo está destinado a recibir una educación musical vocacional o una educación musical básica. Esa duda se mantiene a lo largo de varios años porque previamente ha faltado la selección natural de la escuela.

Ya es hora de que hablemos de la raíz del problema: la ausencia de la música en las enseñanzas primarias y medias de este país de forma obligatoria y, en consecuencia, la ausencia de un profesorado especializado que las imparta. Pocas enseñanzas exigen, como la música, una iniciación tan temprana, una verdadera educación. Aunque, en justicia, uno debe preguntarse qué tipo de saberes no tendrán importancia para la formación (y para el esclarecimiento de una vocación) en esos años decisivos del ser humano. Algo más que un tópico es reconocer que de una buena enseñanza primaria nacerá no sólo un oído educado, sino también un buen lector, o un respetuoso amante de las plantas y de los animales, un ciudadano sensible, en una palabra.

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Pero todos sabemos que hay otras muchas circunstancias que influyen en esa formación de los primeros años del niño y en concreto en su formación musical: circunstancias familiares, ambientales y sociales. De todo ello se habló, tiempo atrás, en Radio Nacional en un coloquio dedicado exclusivamente a esos temas. Se habló con claridad y precisión, pues todo el mundo parece estar de acuerdo en que las causas del mal son transparentes, pero no todos coinciden en las soluciones, en las medidas radicales que se deben tomar, en la necesidad urgente de presupuesto.

Pero no es lo normal, en este país, que el intelectual sienta hacia la gran música el interés y el respeto que siente hacia otras artes, como la pintura o el cine. ¿Incapacidad del pueblo en general y de los intelectuales en particular? Yo creo que no. Más bien -como quedó dicho- ausencia de una mínima educación musical en la infancia, ausencia no ya de practicarla, sino de oírla. Cuando en las escuelas y en los templos -no es necesario subrayar aquí la frecuencia de la música en ritos como el protestante-, los discos, los instrumentos, los coros, las notas musicales sean familiares para su oído, el español comenzará a ser mucho más permeable a la gran musica. Acaso hallaremos en ella un poco más de ese equilibrio civil de que siempre hemos estado tan necesitados, esa armonía interior que el país no ha sabido encontrar en muchas de sus tensas encrucijadas históricas.

La palabra armonía nos lleva a otra cuestión que también se debatió en el coloquio radiofónico a que he aludido: el papel que los medios de comunicación juegan en la formación musical de los españoles y, en concreto, aquellos medios que tienen una influencia directa sobre el oído, como son la radio y la televisión. Quienes no hemos recibido una educación musical en el sentido ortodoxo de la expresión, nunca olvidaremos, por ejemplo, lo que le debemos no sólo a los conciertos públicos, sino también a las audiciones de Radio 2; una radio exclusivamente dedicada a los amantes de la música, un lujo, en definitiva, para un país que tradicionalmente escatimó los presupuestos que a ella estaban dedicados. La radio ha cumplido, pues, en buena medida, ese papel educador.

En este sentido habría que hacer también algunas precisiones de política cultural. Desde algunos sectores de nuestra clase política parece pensarse que lo que se entiende por música ruidosa y no armónica entra dentro de lo cultural en un sentido estricto. No hay que ponerlo en duda. Lo que ya nos parece más cuestionable es que a la desarmonía musical se le dediquen cientos y cientos de horas y de millones y a la enseñanza armónica muy pocas. Globalizando el problema, cabe decir que se respeta muy poco el tiempo para la música y se derrocha a borbotones para el deporte, actividad ésta de cuyo interés y beneficio tampoco dudamos.

Hay, pues, que reforzar la enseñanza musical a todos los niveles -estatal, autonómico, municipal-, reconociendo que los países científicamente más avanzados son aquellos que precisamente están más formados y desarrollados musicalmente. Ello sirva para deshacer una vez más el infundio de que la ciencia y el arte no hacen progresar por igual al mundo en el presente siglo. Está también demostrado que el niño con una enseñanza musical complementaria rinde mucho más en sus estudios normales. Con todo ello quedaría demostrado que la educación musical -la educación para la armonía- es algo más que ese turbio y sospechoso pasatiempo para bohemios o esa alegre ocupación para señoritas bien que ha sido, durante tanto tiempo, entre nosotros.

Con la educación musical desde la infancia -desde la escuela- sentaremos las bases para una sociedad mucho más en sintonía -nunca más oportuno el término- con el tan anhelado progreso de los humanos. Y no temamos al presupuesto amplio y generoso que una buena educación musical puede exigir. Temamos, por el contrario, aquellos otros presupuestos que devoran las actividades mucho menos pacíficas, mucho más peligrosas.

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