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Tribuna
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¿Para qué sirve un embajador?

En tiempos de Franco hubo un embajador español conocido por el apodo, algo ministerial, de Educación y Descanso, que le definía perfectamente. Y es bien cierto, además, que generalmente la característica más, positiva y apreciada de un embajador es su cocinero. Por otra parte, la imagen de un secretario de embajada suele ser la de un joven repeinado y no necesariamente bien parecido, vestido de esmoquin, que espera en el vestíbulo de la embajada a que hayan llegado todos los invitados a una cena, no vayan a ser 13 los comensales y tenga él que sentarse a la mesa a última hora por instrucciones del embajador a cuyo servicio se encuentra. A la señora de la derecha recitará luego, en efecto, un pasaje de Pemán.¿Caricaturas? Tal vez. ¿Estereotipos? Sin duda. Pero la mayoría de los embajadores no es tan mala como afirmaba EL PAÍS en su editorial del 11 de diciembre. Aunque es bien cierto que el colectivo -la carrera- tampoco es tan bueno como sus miembros aseguran. Ni mejor ni peor que otros cuerpos del Estado. Lo más probable es que unas decenas de petimetres estén dando mal nombre a centenares de probos, apreciables, imaginativos y profesionales funcionarios.

Puede que el público haya visto demasiadas películas en las que aparecen embajadores intrigantes, esnobs, algo tontos, siempre ansiosos de colgarse la chatarra en la pechera del uniforme, mientras sus esposas, hartas de tanta fruslería, caen en brazos del playboy o, Dios no lo quiera, del revolucionario de turno. El hecho es que si se les retrata así en las películas, si la apreciación popular les ve de esa manera, es que, en cierto modo, la cosa se corresponde bastante bien con la realidad tradicional.

Condición heredada

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Parece como si el diplomático hubiera escogido la profesión porque el sueldo es bueno, se viaja más que la media, se conoce a gente interesante y además queda mucho tiempo libre para dedicarse a lo que a uno le apetezca. En pocas palabras, la condición de diplomático parecería una patente de diletantismo para quien se pasea por la vida observando con hastío lo que ocurre en la sociedad a la que contempla, convencido de que el suyo es el alto vuelo del águila y sin darse cuenta de que, en realidad, se trata del frívolo revoloteo de la mariposa.

Al principio, el diplomático entregaba recados. Luego se casaba por poderes en nombre del príncipe. Más adelante, plenipotenciario al fin, podía urdir conspiraciones y anudar pactos para, finalmente, volver a la inutilidad relativa de la función ceremonial. Pero siempre se presentaba, actuaba y era servidor personal y fidelísimo del príncipe que le enviaba. Esta característica no ha cambiado casi nunca: el servidor fiel lo es siempre (en el servicio diplomático), no se sabe si porque la asepsia es conveniente para el servidor o para el amo.

Es evidente que, a lo largo de la historia moderna, la misión del embajador se ajusta forzosamente al cambio de las circunstancias sociológicas, a la aceleración del tiempo, a la revolución de las comunicaciones. Pero se trata sólo de una matización técnica.

La misión en sí nunca se ajusta, en cambio, a la sutil y permanente alteración en el poder al que representa. El embajador siempre representa al soberano, nunca a la matización de su poder: nunca al Parlamento, al triunvirato, al falansterio. Solamente, de cuando en cuando, al pueblo, pero como coartada para no dar la sensación de que se es esclavo del tirano. Alguien tiene que representar al pueblo cuando la soberanía ha sido usurpada por el dictador. Al menos eso es lo que dicen los diplomáticos más liberales para justificar en esas ocasiones su honesto ganapán.

Y en esa actividad aséptica, el embajador arriesga siempre la inutilidad frívola, la marginación. El diplomático ha sido tradicionalmente apenas testigo y, al tiempo, estereotipo del mundo en que vive. Durante siglos ha intentado permanecer inmóvil mientras, en nombre de su príncipe, ha tratado de enderezar discretamente los entuertos creados por el mismo. Ha actuado como si el mundo fuera un experimento de laboratorio. Y, al final, su inmovilidad ha sido imposible de mantener porque sus intrigas provocan reacciones imprevisibles en el experimento y o se aparta o le vuelan la cabeza. De este modo, por pura necesidad vital, el diplomático nunca acaba de marginarse totalmente: para ser útil no puede disociarse del mundo en el que vive y al que tiene que describir.

Aunque, bien mirado, cuanto más progresa la sociedad, cuanto más grande es el riesgo del embajador de convertirse en un funcionario inútil, menos trascendental es su marginación para el Estado del que vive: "la lucha del diplomático contra la marginación se convierte en ejercicio de supervivencia. Y entonces exclama, sin comprender, dando rienda suelta a su frustración: "¿Es que nos van a dejar sólo para bodas y banquetes?".

Todo en la vida del diplomático conspira para que sea conservador, para que ceda a la tentación del epicureísmo y de la frivolidad. Y es que, en el fondo, no hay más que un paso del elitismo a la alienación, de la intelectualidad a la pedantería, de la imparcialidad al conservadurismo. El diplomático menos avezado, menos precavido, lo da con frecuencia.

En los tiempos modernos se le llamaba a menudo (y aún se le llama) a hacer juicios y predicciones. Con la misma frecuencia, el embajador se equivocaba. Presionado por su Gobierno, que le exigía opiniones constantes, adivinaciones reiteradas, el embajador contestaba aceleradamente lo primero que alguien le contaba o lo primero que leía en el periódico más importante del lugar. Lo esencial era dar una contestación, en la seguridad de que sería algo -cualquier cosa- superior al desconocimiento que tenía su propio Gobierno. Si no, no le hubieran preguntado.

¿De quién inquiría el apurado embajador? De la elite, que le parecía a él, por una parte, el único estamento que decidía, manejaba y realmente controlaba la situación: un pequeño círculo de intelectuales y políticos que parecía un microcosmos de la sociedad aquella. Por evidentes razones, por otra parte, el único estamento al que el embajador tenía acceso inmediato y continuo. El único, sobre todo, al que se podía conocer y tratar en el corto tiempo de permanencia en el país. Daba la casualidad, además, de que en la elite también participaba una sociedad galante (heredera de la nobleza que tradicionalmente detentaba el poder), a la que, por consiguiente, parecía esencial entretener y recibir muy bien (de ahí los cocineros y el esmoquin). Durante mucho tiempo, la elite era la única que hablaba idiomas y la única que parecía capaz de hacer las generalizaciones coherentes que exigía el Gobierno del embajador.

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Aunque se tuviera conciencia de que otros factores actuaban o conspiraban para cambiar el curso de la historia, se estaba seguro de que la elite era capaz de controlarlos. Lo que, en muchas ocasiones, era cierto. ¿Qué acceso real tenía el diplomático medio a la burguesía, a la Universidad, a las provincias? ¿Qué capacidad de comprensión?

Era mucho más fácil fiarse de la opinión inmediata, de las conclusiones de un grupo de conocidos, del único grupo de conocidos, que lo daba todo mascado, hasta las equivocaciones. Porque la elite, en general, tampoco comprendía claramente lo que ocurría a su alrededor. No se podría entender, en caso contrario, cómo en la década de los treinta un pequeño grupo de intelectuales, periodistas, nobles, parlamentarios y ministros conservadores fue capaz de alumbrar, sin perder el control del país o el cuello, la política de apaciguamiento en Gran Bretaña, la política que permitió a Hitler llegar hasta donde llegó.

Finalmente, el embajador acababa siendo, para colmo de males, el defensor acérrimo del Gobierno establecido en su lugar de destino. Al fin y al cabo, éste era su interlocutor más fidedigno y válido, y si lo despreciaba, el pobre diplomático acababa en el ostracismo. Por tanto, cuando el Gobierno se equivocaba, también lo hacía el embajador ante el acreditado y entonces recibía la ácida reprimenda de sus propias autoridades.

No sabía uno a qué carta quedarse, y se acababa optando por la asepsia: de la imparcialidad, al conservadurismo, y de éste, al pasotismo elegante. Un par de pasos solamente. Se suele decir que el diplomático es disciplinado, pero no leal. A la vista de lo que antecede, tal vez sea mejor perdonárselo.

Los diplomáticos llevan a cuestas una pesada herencia. Más pesada porque el vaso de whisky y el cóctel, el Mercedes y el cocinero parecen consustanciales a sus vidas, y encima son de muy mal tono. Creo que con ello se comete un error grave: no importan el vaso de whisky y el cóctel, el Mercedes o el cocinero, sino su destino: son buenos si no son lo único que hace el diplomático y si licor y croqueta, coche y comida se comparten con todos, no sólo con la sociedad galante. En otras palabras, si se utilizan como instrumentos de una labor.

¿Qué labor?

Al final de la década de los cuarenta, el mundo cambió para las elites. Su manejo exclusivo de los resortes se erosionó. Repentinamente, se enfrentaron con una revolución costumbrista incontrolable: las colonias se independizaban, la esclavitud desaparecía, sociedades enteras -previamente libres e intocables- eran subyugadas, aparecía la civilización del ocio, la televisión lo popularizaba todo, los líderes se comunicaban por teléfono, se creaban mercados comunes, se presagiaban uniones políticas, aparecía la eutanasia, se consumía la droga, desaparecía la corbata y el poder adquisitivo ya no era exclusiva de los más finos.

Un salto intolerable a los privilegios y el control ejercido por esos grandes generalizadores de toda especialidad que son las elites (y los diplomáticos, sus profetas, sus instrumentos de contacto).

Empezaron a menudear en el mundo diplomáticos comprometidos, profesionales serios, que a lo mejor llevaban calcetín corto o partían el huevo frito con cuchillo. No es que no los hubiera antes, es que ahora había muchos más. Y la sociedad empezó a no castigarles por ello. Los diplomáticos tradicionales, los de la opereta, fueron siendo marginados irremediablemente porque por una vez no quisieron ajustarse a la nueva realidad. En estos últimos perviven todos los insufribles defectos que dan tan mala fama a la carrera y que hacen que sus compañeros tengan que sufrir hilaridad por ellos. Y además da la casualidad de que en tremenda proporción son nostálgicos de cualquier régimen anterior.

A la hora del ridículo, nadie se acuerda verdaderamente del embajador secuestrado, del que tiene paludismo, del asesinado, del cónsul que se juega la vida por sacar de la cárcel o del país a un torturado por la dictadura. Tampoco hay que exagerar, claro: no son la generalidad. La generalidad, creo, son profesionales que, con la casa a cuestas, viajan de Nigeria a Nueva York, de París a Indonesia, y hacen su trabajo seriamente, sirviendo con sinceridad a un Gobierno democrático. Por lo común, odian los cócteles y la endogamia profesional, considerando que irse al Congo sólo para verse los unos a los otros, sin recibir a la gente del país, es una idiotez.

Con ellos y con el espectacular progreso de las ciencias sociales, con la revolución de las costumbres, de las comunicaciones, de los accesos a la gente, ha cambiado la óptica de la diplomacia. Ya no se conforman con visiones superficiales de países, sociedades y provincias. Comprenden que para anudar pueblos, que es de lo que se trata tras la II Guerra Mundial, es preciso conocerlos en profundidad, es necesario saber explicar lo que les galvaniza.

Sólo unos cuantos se resisten a ese cambio. Sólo unos cuantos, los más caricaturizados, piensan que pueden sobrevivir sin moverse. Hombres universales de tres al cuarto no recuperarán lo que el editorial de EL PAÍS llama "gran parte de las actividades que el Gobierno, de forma directa o indirecta, lleva a cabo" sin contar con ellos, hasta que no se den cuenta de verdad de que ellos ya no controlan nada que el Gobierno no desea que controlen. Que la actividad exterior del Estado no es privilegio exclusivo suyo. Antes bien, que es privilegio exclusivo del Estado, a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, y que para que éste la controle de verdad (como es racional y funcional que ocurra) no va a tener más remedio que atraerse y diplomatizar, sin distingos, a bloques enteros de la actividad estatal que, por mejor conocimiento, por mayor eficacia o simplemente por mayor poder político, han ido erosionando sus competencias. La respuesta no está en el encierro en la torre de marfil, porque eso sí que conduce a "las bodas y bautizos", sino en la apertura activa y ágil.

Con un esquema bien definido de esta guisa podrá el diplomático desempeñar su verdadera misión de hombre público de finales del siglo XX: ser depósito de información y de contactos, ser un comunicador que anuda pueblos, ser un negociador que resuelve problemas, un vendedor de maquinaria y de empresas culturales, un oído permanente y firme de quejas y propuestas, un analista y no un adulador.

Los cambios en 30 embajadas españolas son noticia porque la Prensa decide que lo sea. En efecto, significan poco: apenas un cambio normal en la actividad exterior del Estado. Por lo demás, sí puede saberse por qué se van unos y vienen otros: por una parte, el Gobierno va venciendo poco a poco, y con traumas menores, tremendas inercias políticas y de clase. Y van nombrándose embajadores que están, inevitablemente, cada vez más comprometidos con el entramado del posfranquismo y que aceptan plenamente las reglas del juego democrático. Como corresponde a un país europeo. Otros embajadores se van jubilando. Es lo normal en una sociedad que ha aceptado la transición pacífica como mejor modo de llegar a una fórmula política satisfactoria. Finalmente, la combinación de embajadores es lo normal en un mundo en el que hay Parises y Yedahs, Romas y Haitís. Al cabo de unos años, y en una carrera que debe ser igualitaria, a cualquiera le apetece cambiar Asia por Londres.

El ministro del ramo, como cualquier otro, como cualquier empresario, las pasa moradas, estoy seguro, a la hora de seleccionar a un embajador que le represente y defienda su política exterior, mientras procura cumplir con sus compromisos, no irritar a la casa, atender a la razón de Estado y no nombrar a un analfabeto moral, que los hay agazapados.

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