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Tribuna:GUÍA IRRACIONAL DE ESPAÑA
Tribuna
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El español y los clásicos

Los clásicos están entre nosotros. Quiere decirse que los clásicos no son esos señores lapidarios que estudiábamos en nuestros estudios. La España clásica que ellos narraron es la España eterna. Después de la dulce Neus, han surgido otras cuantas españolas, ultimadoras o no de sus santos maridos, que cuentan con la movida popular en sus venganzas matrimoniales. Como los dramaturgos actuales ya no escriben de eso, hay que seguir remitiéndose a los clásicos. Adolfo Marsillach ha llevado a nuestros clásicos más clásicos por Buenos Aires y provincias los ha presentado en Madrid. Calderón o el honor como tragedia. Eso lo vivimos todos los días. Lope o el amor como locura. También lo vivimos a diario (más bien la locura como amor). ¿Qué es, entonces, lo que nos distancia de los clásicos? Dos cosas, a saber:a) la herencia recibida (estudio escolar de los clásicos).

b) el lenguaje.

Un Calderón o un Lope, un Rojas o un Tirso, puestos en lenguaje actual, apasionarían a la gente, y mayormente a las porteras, que es para quienes se hace el teatro clásico. Pero entre los clásicos y nosotros se: alza un farallón de palabras y ripios que lo enfría todo, lo distancia todo, deja a los clásicos en antiguos. Y lo antiguo es un. mal rollo. Los directores -Marsillach el primero-, sabiendo esto, tratan de que el lenguaje no se entienda, para que al público sólo le llegue la acción y el espectáculo. Pero al teatro se va a oír, tanto o más que a ver. Y los clásicos, cuando vamos al teatro o salimos de¡ teatro, vuelven a ser una a signatura pendiente.

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Ahora se anuncian "los clásicos como pasión". Los clásicos, naturalmente, tuvieron las mismas pasiones que nosotros. (En la última novela póstuma de Hemingway sale una chica/chico como los que Ruiz Contreras y Cossío reseñaban estudiando los tiempos de Lope). El ropaj,l, de los clásicos es otro, pero eso gusta al personal, si está hecho con imaginación y buen gusto, como lo hace el ya citado Marsillach. Lo insalvable, ay, es el lenguaje. Lope y Calderón, como Rojas y Tirso, son para leídos/estudiado s en casa. En un escenario, el lenguaje pseudoclásico se convierte en un medio frío que congela lo que dice, impidiendo que llegue id espectador. Lo mismo pasa con los clásicos griegos. Y con Shakespeare. Después de la representación de un Shakespeare, sus mejores metáforas quedan perdidas entre el escenario y la sala, como claveles pisados, como flores no miradas. Los clásicos del teatro escribían demasiado bien para el teatro. Directores ganosos y lúcidos, como Marsillach, trabajan por encontrar la manera de corregir eso. Aciertan o desaciertan, pero son conscientes, siempre, de lo fundamental: el problerria es un problema de lenguaje. A la gente le llegan (o no le llegan) las cosas, según se le digan. Ni los más nícotinadamente literarios soportamos bien el arcaísmo de los clásicos. Marsillach ha intentado una manera viva de entender y de interpretar a los clásicos. Pero los clásicos son una causa perdida. Se les pone por prestigio nacional/cultural. Habría, realmente, que limitarse a leerlos. Porque tampoco son traducibles (por respeto, entre otras cosas) a un lenguaje de hoy.

Los clásicos ftieron vanguardia y siguen siendo vanguardia, perovanguardia de los siglos de oro. Sirven poco para nuestros siglos de poliuretano. Lo que está vivo, soluble en el pueblo español, es lo que decíamos al espar principio: las pasiones y los sentimientos de los clásicos. El honor y la honra, un suponer. Dice Luis Cernuda que el honor de los españoles "está entre las piernas de las mujeres". Es muy frecuente encontrarse, hoy (y: vuelvo a la novela de Hemingway), con la adolescente pansexual (ahora se dice bisexual) que nos engaña, no con otro, sino con otra. Esto ya está insinuado en los clásicos, en las mujeres vestidas de hombre. Calderón hace teología y Delibes, en El dispuzado voto del señor Cayo, saca a Dios Padre en figura de campesino centenario y omnisapiente. Frente a la movida rock, la dereldere ha lanzado la ofensiva de las sevillanas, que se bailan ya en toda fiesta bien/bian de Madrid. Es la España eviterna triunfando contra la subversión, como en Fuenteovejuna. La última y lírica película del gran Gutiérrez Aragónnos cuenta el triunfo de una mujer en la España machista de los cincuenta, como triunfaban las mujeres (las que triunfaban) en el seiscientos. El detective Carvalho, el gran personaje de Vázquez Montalbán, medio portugués, medio español, está en la línea separatismo/integrismo, respecto de Portugal, que era todo el pensamiento de Felipe II. Don Jaime de Mora y Aragón, que ha pasado de vivir la jet a filosofarla, es lo más parecido a un caballero de Lope con Rolls/Royce. Los comuneros de hoy son los rojos de ayer.ca. Las putas tienen la Prensa, ya que no a Celestina, para anunciarse y propagarse. Las alcaldías, mayormente la de Madrid, vuelven a tener un prestigio de mando que habían perdido. Cae Fraga, pero renacen Pardo Zancada y Blas Piñar, una derecha del XVII. Suárez busca manager como los caballeros buscaban escudero. Abel Matutes, con todos sus millones y sus discotecas, quiere seguir siendo el escudero de Fraga. "Qué buen caballero era". El gremialismo actual tiene el rostro honrado y enérgico de Marcelino Camacho. Paca Gabaldón vuelve tras ocho años de ausencia. Las cómicas, tan volubles como las de Lope en los corrales de comedias, cuando se tiraba una manta por todo decorado y detrás estaba la música. No ha cambiado tanto, en fin, la sociedad española. Ha cambiado, ya digo, el lenguaje.

El lenguaje de los clásicos es esa cosa para literatos con la que los directores de teatro no saben qué hacer. Pero hemos empezado diciendo que los clásicos están entre nosotros. Como que fueron los primeros críticos de la vida nacional, y la vida se repite siempre. Cela suena a clásico cuando quiere, y nos parece que es por el idioma. Es porque cuenta una España que siempre es la misma. La España de la dulce Neus y de los ecuestres que pegan a sus mujeres. No hemos superado a los clásicos, sociológicamente, y sólo el lenguaje nos separa de ellos. Son clásicos por eso, porque acertaron con el ludibrio del manubrio del bodrio de la vida española, de una vez para siempre.

Valle-Inclán puso en su propio lenguaje el tema de los clásicos -el honor y la honra-, con Los cuernos de Don Friolera, y se le entendía y se le entiende. Al mismo tiempo que hacía la burla del tema, hacía la burla-de los clásicos, que se tomaron eso en serio, o fingieron que se lo tomaban, para llegar a curas, que es a lo más disoluto que se podía llegar en los siglos áureos.

Pero nadie es Valle-Inclán. Los clásicos son panteónicos y haría falta una versión valiente, en prosa de hoy, para que el público recibiese su teatro como actualidad. Porque los clásicos, sí, son actuales y están entre nosotros. Nosotros mismos somos unos clásicos, somos unos españolazos del XVII que matamos a nuestras mujeres o propiciamos el que ellas nos maten. Somos irracionales como la teología de Calderón. Vivimos en auto sacramental. Machado acusa a Calderón de escribir "el pino cuadrado" (la mesa) y "el oro cano" (la plata), porque Machado no gustaba del Barroco. Nosotros, sí. El error de los clásicos fue hacer literatura en el teatro.- Porque la gente va al teatro a consumir acción, y no literatura. Somos la España de Lope y Calderón, de Rojas (ambos Rojas) y Quevedo, de Vélez de Guevara y Torres Villarroel. Los españoles somos. unos clásicos, pero también en el sentido meliorativo, y de ahí la fascinación turística de la señora Stone, en sus primaveras romano/madrileñas del Prado/Palace, que en cada hortera/lover ve un Segismundo o un caballerazo de Pantoja. El Museo del Prado anda por la calle. Para bien y para mal, naturalmente.

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