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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Perla

Cristina Fernández Cubas nació en Arenys de Mar en 1945. Ha publicado dos libros de cuentos, Mi hermana Elba y Los altillos de Brumal, y la novela El año de Gracia. Perla es la historia de las extrañas relaciones entre el dentista Héctor Bodenhauss y su ahijada Perla, y de los esfuerzos, al fin inútiles, del odontólogo por hacer de la muchacha una continuadora de su trabajo.

Mi nombre, caballeros, es Héctor Bodenhauss. Insisto en presentarme para evitar equívocos. Nada tengo que ver con Berta Wotanhouse (antigua vedette de revista), ni siento un especial interés por el mundo de la farándula, las variedades o el circo. Me disgustaría también que, dado el origen de mi apellido o la patente dificultad con la que hoy me expreso -y cuyas causas, de momento, prefiero pasar por alto-, me tomaran frívolamente por un extranjero. Mi abuelo paterno, Héctor Félix Bodenhauss I, se instaló en esta ciudad a finales de siglo, alcanzó un merecido renombre entre sus colegas y elevó, con su tesón, probidad y entrega, el honor de la profesión a sus más altas cimas. Sospecho que les gustaría conocer con detalle algunos de los triunfos más sobresalientes del pionero de la familia. De cómo éste instruyó en los secretos del oficio a su hijo mayor, mi padre, o de cómo yo, un niño aún, manifesté signos emocionantes de una certera e inquebrantable vocación. Pero el desgraciado asunto que me ha traído hasta esta comisaría me aconseja obrar con la máxima celeridad y concisión. Así que me presentaré de nuevo -Héctor Bodenhauss- y añadiré solamente que soy un hombre de conducta intachable, respetado, responsable y, desde hace más de 30 años, íntegramente dedicado a su trabajo.JORNADA LABORAL

Mi jornada laboral es tranquila y, al tiempo, apasionante. Suelo levantarme temprano, casi siempre de muy buen humor, desayunar frugalmente y ajustar con precisión mi reloj de bolsillo a la hora oficial que indica la radio. Luego, cuando faltan aún 45 minutos para las nueve, salgo a la calle, me pregunto por las novedades que me deparará el día y, entre eufórico y temeroso -¿quién sabe lo que puede haber ocurrido durante mi ausencia?-, me dirijo a paso ligero a mi consultorio.

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Me gusta disponer de un cierto margen de tiempo para efectuar algunas comprobaciones. Visto con lentitud la bata ante el espejo, acciono el pedal del sillón a modo de prueba, y -he aquí el momento más congratulante- proyecto mi mirada escrutadora sobre la metálica y reluciente mesa auxiliar. Y ahí están, perfectamente ordenadas y alineadas, las pinzas estriadas del número 1, las pinzas estriadas del número 2, el recortador, las fresas de fisuras, los fórceps de extracción, el polvillo de plata, las gotas de mercurio, las jeringuillas... Reconozco que en este particular me muestro un tanto intransigente, y que mi notable afán de exactitud me ha conducido más de una vez a despedir a algunas ayudantes, carentes de sensibilidad y desprovistas de escrúpulos, que no dudan en confundir una pinza estriada tipo I con otra tipo II (algo menos sutil y delicada). Por eso, hace ya algunos años, me vi forzado a tomar una decisión.

Me hallaba una aburrida tarde de domingo hojeando un par de revistas cinematográficas a las que estoy suscrito desde los lejanos tiempos de mi primera juventud. Había recortado ya tres rostros en color, pero buscaba aún alguno más para incluir en la colección con la que pienso decorar la sala de espera en un futuro próximo. No hubo suerte o no me hallaba yo lo suficientemente concentrado, lo cierto es que casi todas las instantáneas me parecieron defectuosas y poco atractivas. Me dispuse entonces a archivar los recortes. Anoté número y fecha en la parte superior de cada uno y escribí al dorso: "MyIéne Demongeot. Esmalte descascarillado y amarillento. Sarro excesivo en ambos caninos". Luego: "Leslie Caron. Incisivos prominentes (necesidad de corrección). Atención molares". El tercero, una media sonrisa de Marilyn Monroe, no terminó de complacerme y lo deseché. Miré el reloj y sentí un enorme disgusto al comprobar lo lentas que transcurrían las horas. En realidad, ni la media sonrisa de Marilyn Monroe ni el desafortunado extravío de una excelente carcajada de Víctor Mature (a la que, por tonto que pueda parecer, había llegado a cobrar afecto) tenían demasiado que ver con mi imparable desánimo. Hacía unos meses que me sentía hastiado e intranquilo, y la razón no podía ser más clara o abrumadora: la dificultad, al parecer insolventable, de encontrar una colaboradora adecuada, un alma gemela, alguien cuya sensibilidad se hermanase con la mía y se proyectara en la misma dirección. Era difícil, no cabía duda. Pero de pronto, en aquel domingo memorable, una idea, una luz (un soplo celestial, diría yo), acudió en ayuda de mi abatida mente. Todo sucedió con la rapidez del rayo. Me sorprendí musitando: "Perla"... Y la colección de artistas, con la que había intentado aturdirme, dejó al instante de provocarme el menor interés.

PERLA

Perla, hija de un prestigioso odontólogo fallecido recientemente y cuya custodia me había sido confiada, contaba 13 años de edad. Era pulcra, habilidosa -las labores que la superiora me había mostrado en mi única visita al internado así lo confirmaban-, un poco retraída y muy bien educada. Volví a murmurar: "Perla", me sentí poseído por una deliciosa y eufórica sensación, y, para que no todo resultara felicidad en aquella tarde abocada en principio a la tristeza y al tedio, me reprendí amistosamente por haber tardado más de lo razonable en dar con una solución tan cercana, familiar y sencilla. Al día siguiente me dirigí al colegio.

-Perla -dije- Creo que ha llegado la hora de pensar en tu futuro. Ya sabes que tus santos padres, que en gloria estén, me encomendaron el difícil cometido de tutor.

La niña me miraba sorprendida, un poco amedrentada quizá, hecho absolutamente lógico puesto que la pequeña apenas me conocía. Por eso, en medio de aquel silencio molesto que se estableció entre los dos, en aquel saloncito repleto de imágenes y rosarios, busqué nerviosamente, entre todos los truquillos que suelo practicar ante la reticente clientela infantil, uno que se adaptara a las presentes circunstancias.

-Abre la boca- dije al fin.

Ella obedeció. Yo retrocedí fingiendo espanto y sorpresa.

-Pero... ¡qué veo!... Si no tienes dientes... ¿Dónde los has escondido? ¡No tienes dientes!

Perla me miraba con los ojos redondeados de asombro -"Ja, ja", decía yo, "¡no tienes dientes!"-, pero, lejos de llevarse las manos a la boca o sonreir, giró sobre sí misma y desapareció por la puerta. Algo confundido, iba a incorporarme ya (estaba aún en cuclillas con las manos en la cabeza, tal y como aconseja mi truquillo) cuando reparé en que, en contra de mis suposiciones, no me hallaba solo. Dos señoras de sombrero floreado y una colegiala de la edad de Perla me miraban con descaro, sin ningún recato, con los mismos ojos redondeados de la niña. Esta situación, probablemente embarazosa para cualquier individuo, no me intimidó lo más mínimo. En mi profesión sabemos perfectamente cómo resolver ciertos casos. Me encaminé hacia el pequeño grupo y me presenté. Las señoras me tendieron sus manos, yo las besé con delicadeza, ellas sonrieron y -oh increíble e inesperada fortuna!- descubrí una caries incipiente en la boca de una y una prótesis defectuosa en la de la otra.

Animado por mi primer éxito dentro de las paredes del internado, apliqué mi dedo al timbre -ni mucho ni poco tiempo- y aguardé pacientemente a que apareciera la madre encargada. La conversación resultó fluida y encantadora. La religiosa (mujer de dentadura perfecta) comprendió con una rapidez poco común mis sanos propósitos. Perla abandonaría el colegio dentro de unos meses, seguiría un cursillo acelerado en una escuela especializada y acto seguido entraría a formar parte del equipo del doctor Z, un buen amigo mío y de su padre.

Luego, una vez convenientemente preparada, pasaría a convertirse en mi colaboradora eficaz, en el alma gemelo-profesional de la que me hallaba tan necesitado. La religiosa no cesaba de sonreír. Me habló a su vez del carácter retraído de la niña, de la bondad de sus sentimientos y de la tranquilidad que significaba para la congregación saber que, desde aquel día, la pequeña contaba con un futuro digno. Me acompañó hasta el vestíbulo y envió a la madre portera (puente impresentable) en busca de mi pupila. Oí unos cuchicheos procedentes del pasillo y al poco apareció de nuevo Perla con los mismos ojos de asombro de la última vez. La contemplé con detenimiento. Era muy niña aún. Por esa razón, a pesar de que el uniforme le quedara corto y estrecho, su aspecto no tenía nada de provocativo o vulgar. Un delicioso encanto infantil brotaba de aquellas rodillas ingenuamente descubiertas, a unos 20 centímetros del extremo de la falda, y su cuerpecito, delicado, liso y virginal, no presentaba aún los signos del inevitable desarrollo. Pensé que mí decisión había sido tomada en el momento oportuno. Me aproximé y la besé en la frente. Ella miró de soslayo a las dos religiosas, dio un paso atrás y entonces, ante mi sorpresa, con una decisión ciertamente impropia de una criatura de su edad, escuché.

-Oiga, señor. Yo quiero ser bailarina.

¡Bailarina! iVálgame el cielo! La hija de un eminente odontólogo, mi pupila, la propietaria de aquellas manos suaves y estilizadas, se atrevía a echar por tierra mi futura cadena de sacrificios para soltarme a bocajarro semejante estupidez. "Tonterías", me dije. "Efímeras tonterías de colegialas soñadoras". Y el tiempo, por fortuna, terminaría dándome la razón. Porque Perla se reveló en seguida como una alumna ejemplar. Obtuvo su diploma con inaudita rapidez, y de su aprendizaje posterior junto al doctor Z no recibí otra cosa que elogios y felicitaciones. "La niña", repetía incansablemente mi amigo, "muestra un desusado interés por todo lo concerniente a la profesión". O bien: "Es algo fuera de lo común. Sinceramente, Héctor, me duele desprenderme de su ayuda". El día, en fin, en que Perla entró a prestar sus servicios en mí consultorio comprendí que ni la academia se había excedido en sus brillantes calificaciones, ni el doctor Z había exagerado un ápice al manifestarme su sincera envidia. Perla era en todo lo más cercano a la

PERLA

perfección. Acudía al trabajo con una puntualidad inquebrantable, se mostraba discreta, alegre, solícita, y nunca, desde la gloriosa fecha de su llegada, mis pacientes se encontraron mejor atendidos ni yo tan. feliz, colmado y eufórico. Perla, además, a pesar de haberse convertido en una adorable jovencita, no parecía inclinada a las frivolidades tan comunes en las muchachas de su edad. La había alojado en la vivienda de la señora T, una esforzada y virtuosa viuda, y nunca, que yo tenga noticia, formuló queja alguna acerca de la rigidez de horarios de la. buena señora o su exacerbado celo por la moralidad de sus residentes. Perla comprendía mis desvelos, y sus únicas preocupaciones se concretaban en el trabajo y en el estudio. Era tanta mi felicidad en aquellos años que un buen día me propuse premiarla por su buena conducta y le comuniqué solemnemente la decisión de darle mi apellido. Y aunque ella aceptó gozosa, con la misma sonrisa con la que acogía todos mis consejos, jamás se decidió a usarlo socialmente, en atención, supongo, a su propia humildad y a los inconmensurables méritos del abuelo.

Una tarde de domingo, sin embargo, la inquietud volvió a ensombrecer mi espíritu. Me hallaba dando vueltas por la casa, aburrido ante el lento transcurrir de las horas, hasta que, como en tantas ocasiones parecidas, decidí solicitar la ayuda de Perla, trasladarnos al consultorio y aprovechar aquella jornada inútil para reorganizar los archivos o enriquecer mi entrañable colección de artistas. La reacción de Perla, al otro lado del auricular, me dejó perplejo.

-Lo siento -dijo secamente- Estoy muy ocupada.

Y una inoportuna interferencia cortó de cuajo la comunicación.

¿Qué podía haber ocurrido? Aquella noche no pude conciliar el sueño. Repasé mentalmente nuestra última jornada de trabajo, pero nada encontré digno de tener en cuenta ni, menos aún, que explicara remotamente los motivos de su inaudita deserción. Reviví a Perla preparando amalgamas, observando complacida una gigantesca raíz que acababa de extirpar a una paciente, limpiando, con verdadero ahínco mi querido e inmaculado instrumental... Me incorporé y encendí la lamparilla. Ahora me daba cuenta de que su fabuloso despliegue de actividad, aunque loable y ejemplar, tenía mucho de innecesario y exagerado. ¿Por qué se empeñaba Perla, a últimas horas de la tarde del sábado, en arrancar destellos a todos mis fórceps como si se tratara de presentarlos a un concurso? ¿Cómo podía ser que ella, de carácter tan silencioso y retraído, acompañara su tarea con una tonadilla a la moda y un brillo de triunfo en la mirada? ¿A qué obedecía, en fin, la alegría desbordante del día de ayer unida a la altivez manifestada en la tarde de hoy? Alarmado, me sentí por primera vez tutor y padre, y comprendí, embargado por la más infinita tristeza, cuán inexpugnables eran para mí las almas de los adolescentes.

Pero, a la mañana siguiente, mis abstractos temores se desvanecieron. Perla estaba en el consultorio, puntual como siempre, pulcra, ordenada, eficiente, discreta. Su mirada se me antojó más profesional y serena que nunca y de su voz había desaparecido la ocasional altanería que tanto me sorprendiera. Lleno de contento, me desprendí de la gabardina y la colgué en el perchero. Inmediatamente, como todos los días, aparecieron las manos de Perla sujetando mi bata de trabajo. Con su suavidad característica introdujo mis brazos en las mangas, ató la cinta que cierra uno de los puños y se detuvo.

-¿Sabe qué día es hoy? -dijo lentamente.

-¡Lunes! -contesté complacido.

-Sí -añadió ella- Hoy precisamente cumplo 18 años, señor. Y aunque noté algo extraño en aquel señor, un señor que ya había oído alguna vez, no tuve tiempo de recordar dónde ni cómo. Perla acababa de asir con inusitada fuerza mi puño izquierdo y yo, de pronto, quise volverme hacia ella por dos razones importantes. Porque me hacía daño y también, probablemente, para felicitarla en su aniversario. Pero sentí un pinchazo, los ojos se me nublaron y seguramente caí. No es más que una suposición; de lo que aconte ció durante aquellos minutos, ho ras o días en que permanente cí in consciente nada puedo precisar Sólo sé que, poco a poco, perplejo y embobado, me encontré regre sando al mundo de los vivos. Primero reconocí mi cuerpo; pesado desplornado. Sentí mi cuerpo, pero no logré recordar en qué lu gar de mi cerebro se ocultaba la facultad de dominarlo. Casi enseguida mis oídos empezaron a des taparse, mi vista a centrarse en los objetos. Oía una voz lejana, una melodía, y veía unas sombras, una silueta que oscilaba a gran velocidad ante mis ojos. De repente, oí también un grito que in sobre saltó. Una queja inhumana gutural, de la que tal vez fuera yo el autor. Porque mi boca, increíble mente pastosa, no obedecía tampoco a mis mandatos. Cuando, por fin, la vista y el oído tomaron contacto definitivo con la realidad, me descubrí sentado en el sillón de los pacientes con los brazos atados al respaldo y las piernas sujetas por una gruesa soga. Notaba una gran pesadez en todos mis miembros, pero ahora, sobre todo, un enorme dolor en las encías.

LOS DIENTES

La lengua, que yo sentía como un apéndice extraño, un músculo ajeno de volumen desproporcionado, recorría mi cavidad bucal sin que en ningún momento lograra reconocerla como propia. Una dura sospecha me abrasó el corazón. ¡Mis dientes! ¿Dónde, diablos, estaban mis dientes? Y entonces, al tiempo que la mente parecía despertar de un embarullado sueño, contemplé unas, zapatillas de raso blanco, un indecoroso traje de tul y un rostro femenino que, al principio, me resistía identificar. Pero era Perla. Una Perla inimaginablemente feliz y sonriente, bailando al son de una música cuyas estridencias perforaban mis tímpanos y acentuaban el dolor de mi cabeza. Y Perla bailaba y bailaba. Y en su frenética danza iba pisoteando mi querido instrumental. Espátulas, cinceles, jeringuillas... Ahora alcanzaba de un salto el taburete y se hacía con mis informes de trabajo, ahora me los tiraba con descaro a la boca, ahora destrozaba mi archivo y lanzaba a lo alto, entre carcajadas, una lluvia de fichas, radiografías e historiales.

De repente la música se hizo suave y agradable. Unos movimientos dulces y acompasados tomaron el relevo a la locura de momentos atrás. Perla se deslizó, como si volara, hasta el armario, extrajo una bolsa de viaje y vistió, con gran elegancia, un lujoso abrigo de pieles que yo desconocía. Después, antes de desaparecer por el pasillo entre improperios irrepetibles y obscenos, me dedicó, a modo de despedida, la más exquisita de sus sonrisas,

Y a mí no me quedó otro remedio que preguntarme, con verdadera perplejidad, en qué diablos podría haberla molestado.

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