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MÉXICO 86

Buenos Aires, una fiesta desde el domingo

La selección argentina, campeona mundial de fútbol, llegó ayer al aeropuerto de Eceiza, mientras la gendarmería se esforzaba por impedir el acceso de unas 10.000 personas a las pistas de operaciones del aeropuerto de Eceiza. Los campeones del mundo fueron recibidos por el presidente, Raúl Alfonsín y aclamados en la plaza de Mayo, que, al menos por un día, sirvió para reunir a todos los argentinos. Un millón de aficionados paralizó el domingo Buenos Aires y ayer continuó la fiesta. Al menos tres personas murieron víctimas de la celebración popular.

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La confusión y el desorden organizativos convirtió el aeródromo en un pequeño pandemonium. La manga elevada de desembarco enchufada al portón del aparato quedó bloqueada por camarógrafos, periodistas, autoridades, policías, meros curiosos. Maradona intentó desembarcar y regresó con su velocidad habitual al avión para evitar un linchamiento afectivo. Finalmente, se impuso la cordura y todos pudieron desembarcar, pero se consideró arriesgado hacer saludar a la, selección desde las terrazas, también copadas por la hinchada. Ante la bronca. generalizada, los jugadores fueron introducidos en microbuses que, encabezando una columna automovilística, tomaron la dirección de la capital.Un trayecto de 40 minutos fue cubierto en más de una hora hasta llegar a la plaza de Mayo, colmada por el gentío. Fue preciso Dios y ayuda para introducir a. la selección por las traseras, de la Casa Rosada. La casa del Gobierno repitió las mismas escenas de Ezeiza, hasta el punto de que algunos jugadores no pudieron siquiera acercarse: el presidente para recibir su saludo personal: invitados especiales, colados -la seguridad de la Casa Rosada es mínima-, ministros, familiares, prensa escrita, fotográfica, radial y televisiva apenas dejaron ver a Raúl Alfonsin recibiendo la Copa del Mundo de manos de Maradona. El presidente la alzó y la besó. Maradona le dijo: "También es un triunfo suyo, señor presidente".

La selección salió a los balcones de Perón para saludar por primera vez en la historia de este país a la muchedumbre que esperaba en la históricamente dramática plaza de Mayo, que, al menos por un día, sirvió para unir a todos los argentinos y no para dividirlos.La alegría por este campeonato ganado, que se contrapone con el Mundial de 1978, tartufeado por la dictadura militar, fue indescriptible, pero masivamente expresada con total fraternidad el domingo. No obstante, algunas barras bravas (grupos de hinchas desaforados) y varias patotas (manadas de gamberros particularmente violentos) pretendieron la destrucción del microcentro porteño; fueron asaltados los hoteles República y Sheraton, se rompieron vidrieras por toda la zona y disparos al aire irresponsables, pero sin intención de herir, causaron la muerte de un joven y heridas muy graves a otras tres personas. Otros dos muertos se contabilizaron en el Gran Buenos Aires y en San Miguel de Tucumán; el primero, por un disparo en la cara, y el segundo, por aplastamiento.

Las bandas de malvivientes quemaron automóviles e interrumpieron parte del tráfico ferroviario de superficie y subterráneo. La guardia de Infantería (tropas de choque de la Policía Federal) procedió con encomiable serenidad, conteniendo a los escasos, pero activos, bárbaros.

En 1978 la dictadura militar -los ahora en prisión, esperando su sentencia firme, teniente general Videla, almirante Massera y brigadier general del Aire Agosti- organizó un Mundial de fútbol que albergaba otros fines que los estrictamente deportivos: desviar la atención nacional e internacional de los aquelarres que se estaban representando en el país. El almirante Lacoste, íntimo amigo de Joáo Havelange, presidente de la FIFA, fue encargado de montar aquella farsa, aquel negocio y aquel peculado que le permitió adquirir una finca en Punta del Este, el elitista balneario uruguayo, que ahora aduce haber comprado mediante un préstamo de Havelange.

Argentina, entonces, precisaba meter cuando menos cuatro goles a la selección peruana pata llegar a la final. Perú y Argentina son naciones especialmente hermanadas -el libertador San Martín fue el primer presidente peruano- y aún se especula aquí sobre lo que costó aquella victoria negociada de Gobierno a Gobierno: para unos, un millón de dólares por gol -y los peruanos se dejaron meter seis-y para otros, 50 millones en cargamentos para el Perú de granos, carne y azúcar. Será difícil probarlo, como es difícil probar la desaparición de la mayoría de los desaparecidos. El caso es que, cuando el almirante Lacoste se presentó en la sala de prensa del Mundial mexicano, todos los periodistas argentinos abandonaron sus máquinas de escribir y sus télex y se marcharon a la calle.

Aquella fue una victoria ominosa en la que el primer relator de fútbol argentino -José María Muñoz, el gordo Muñoz, el equivalente a José María García- incitaba por radio a la población contra la comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que indagaba las atrocidades de la dictadura. La del domingo ha sido de alguna manera la victoria del fútbol de la democracia.

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