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Tribuna:CLANDESTINO EN CHILE / 5
Tribuna
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Un hombre en llamas frente a la catedral

Fue una inspiración súbita, aunque tenía un fundamento racional indudable. Me parecía que el tren era el medio más seguro de viajar dentro de Chile, sin los controles que hay que sortear en los aeropuertos o en las carreteras. Y sobre todo porque se aprovechaban las noches, que eran inútiles en las ciudades por el toque de queda. Franquie no estaba muy convencido, pues sabía que los trenes son el medio de transporte más vigilado. Pero yo alegaba que, por lo mismo, son más seguros. A ningún policía se le ocurre que un clandestino suba en un tren vigila do. Franquie, al contrario, creía que la policía sabe que la gente clandestina viaja en los trenes, porque piensa que los lugares más seguros son los más vigilados. Creía, además, que un publicista rico, con una larga experiencia y grandes negocios en Europa, está dispuesto a viajar en los estupendos trenes europeos, pero no en los pobres trenes de la provincia chilena. Sin embargo, lo convenció mi argumento de que el avión de Concepción no es el más recomendable para cumplir una cita o un plan de trabajo, porque nunca se sabe si la niebla le permitirá aterrizar. La verdad, entre nosotros, es que yo hubiera preferido el tren de todos modos, por mi miedo incurable al avión.Así que a las once de la noche tomamos el tren en la estación central, cuya estructura de hierro tiene la misma belleza incomprensible de la torre de Eiffel, y nos instalamos en un compartimento confortable y limpio del vagón dormitorio. Me moría de hambre, pues lo único que había comido desde el desayuno eran dos barras de chocolate que me vendieron en el cine mientras el joven Mozart daba saltos de acróbata frente al emperador de Austria. El inspector nos informó que sólo podíamos comer en el coche comedor, y que éste estaba incomunicado del nuestro por disposición reglamentaria, pero él mismo nos dio la solución: antes de que partiera el tren debíamos ir al restaurante, comer como pudiéramos y regresar al dormitorio una hora después durante la parada en Rancagua. Así lo hicimos, a toda prisa, porque ya había sonado el toque de queda, y los inspectores nos azuzaban a gritos: "Apúrense, caballeros; apúrense, que estamos violando la ley". Sólo que a los guardias de la estación de Rancagua, soñolientos y muertos, de frío, no les importaba un rábano aquella violación consentida e inevitable de la ley marcial.

Era una estación helada y vacía, sin un alma, cubierta por una niebla fantasmal. Idéntica a las estaciones de las películas de deportados en la Alemania nazi. De pronto, mientras los inspectores nos apuraban, se nos adelantó a toda barrera un mozo del restaurante, con la clásica chaquetilla blanca, y llevando en la palma de la mano un plato de arroz con un huevo frito encima. Corrió unos 50 metros a una velocidad inconcebible sin que el plato perdiera su equilibrio mágico, se lo- dio por la ventana del vagón de cola a alguien que, sin duda, le había pagado para eso, y antes que nosotros llegáramos al nuestro ya había regresado al restaurante.

Recorrimos en absoluto silencio los casi 500 kilómetros hasta Concepción, como si el toque de queda no sólo fuera obligatorio para los pasajeros de aquel tren sonámbulo, sino para todos los seres de la naturaleza. A veces me asomaba por la ventanilla, y lo único que alcanzaba a ver a través de la niebla eran estaciones vacías, campos vacíos, la vasta noche vacía de un país desocupado. La única prueba de la existencia del hombre sobre la tierra eran las. interminables cercas de alambre de púa a lo largo de la carrilera, y nada detrás de las cercas, ni gente, ni flores, ni animales: nada. Me acordé de Neruda: "En todas partes pan, arroz, manzanas; en Chile, alambre, alambre, alambre". A las siete de la mañana, cuando aún faltaba mucha tierra para que se acabara el alambre, llegamos a Concepción.

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Mientras decidíamos el paso siguiente pensamos en buscar donde rasurarnos. Por mí no había problema. Habría aprovechado el pretexto para dejarme crecer la barba una vez más. Lo malo era la catadura de forajidos que iban a vernos los carabineros, en una ciudad que está en la conciencia de todos los chilenos como el escenario de grandes luchas sociales. Allí nació el movimiento estudiantil de los años sesenta, allí encontró Salvador Allende un apoyo decisivo para. su elección, fue allí donde el presidente Gabriel González Videla. inició las represiones sangrientas de 1946, poco antes de fundar el campo de concentración de Pisagua, donde se entrenó en las artes del terror y la muerte un joven oficial llamado Augusto Pinochet.

Flores eternas en la plaza Sebastián Acevedo

Desde el taxi que nos llevaba hacia el centro de la ciudad, a través de una niebla densa y helada, vimos la cruz solitaria en el atrio de la catedral, y el ramo de flores perpetuas mantenidas por manos anónimas. Sebastién Acevedo, un humilde minero del carbón, se había prendido fuego en ese sitio, dos años antes, después de intentar sin resultados que alguien intercediera para que la Central Nacional de Información (CNI) no siguiera torturando a su hijo de 22 años y a su hija de 20, detenidos por porte ilegal de armas.

Sebastián Acevedo no hizo una súplica, sino una advertencia. Como el arzobispo estaba de viaje, habló con los funcionarios del arzobispado, habló con los periodistas de mayor audiencia, habló con los líderes de los partidos políticos, habló con dirigentes de la industria y el comercio, habló con todo el que quiso oírlo, inclusive con funcionarios del Gobierno, y a todos les dijo lo mismo: "Si no hacen algo por impedir que sigan torturando a mis hijos, me empaparé de gasolina y me prenderé fuego en el atrio de la catedral". Algunos no le creyeron. Otros no supieron qué hacer. En el día señalado, Sebastián Acevedo se plantó en el atrio, se echó encima un cubo de gasolina y advirtió a la muchedumbre concentrada en la calle que si pasaban de la raya amarilla se prendería fuego. No valieron los ruegos, no valieron órdenes, no valieron amenazas. Tratando de impedir la imnolación, un carabinero pasó la raya, y Sebastián Acevedo se convirtió en una hoguera humana.

Vivió todavía siete horas, lúcido y sin dolor. La comnoción pública fue tan radical, que la policía se vio forzada a permitir que su hija lo visitara en el hospital antes de morir. Pero los médicos no quisieron que lo viera en su estado de horror, y sólo le permitieron hablar por el citófono. "¿Cómo sé yo que tú eres Candelaria?", preguntó Sebastián Acevedo al oír la voz. Ella le dijo entonces el diminutivo cariñoso con que él la llamaba cuando era niña. Los dos hermanos fueron sacados de las cámaras de tortura, tal como el padre mártir lo había exigido con su vida, y puestos a disposición de los tribunales ordinarios. Desde entonces, los habitantes de Concepción tienen también un nombre secreto para el lugar del sacrificio: plaza Sebastián Acevedo.

Aparecer en ese bastión histórico a las siete de la mañana, disfrazados de burgueses, pero sin afeitar, era un riesgo que no valía la pena. Además, cualquiera sabía que un ejecutivo de publicidad de estos tiempos, junto con la grabadora miniaturizada para recordar sus ideas, lleva en el maletín una afeitadora electrónica para afeitarse en los aviones, en los trenes, en el automóvil, antes de Regar a una cita de negocios. Sin embargo, tal vez no había un riesgo mayor en Concepción que buscar quien lo afeitara a uno un sábado cualquiera a las siete de la mañana. La primera tentativa la hice en la única peluquería abierta a esa hora, cerca de la plaza de Armas, que tenía un letrero en la puerta: Unisex. Una muchacha como de 20 años estaba barriendo el salón, todavía entre sueños, y un hombre casi tan joven como ella ordenaba los frascos en el tocador.

-Quiero rasurarme -dije.

-No -dijo el hombre-; aquí no hacemos ese trabajo.

-¿Donde lo hacen?

-Vaya más adelante -dijo-. Hay muchas peluquerías.

Caminé una cuadra, hacia donde Franquie se había quedado para alquilar un automóvil, y me encontré que estaba identificándose con dos carabineros. Tembién a mí me lo exigieron, pero no hubo problemas. Al contrario. Mientras Franquie alquilaba el automóvil, uno de los carabineros me acompañó dos, cuadras hasta otra peluquería que estaba abriendo las puertas, y se despidió con un apretón de manos.

También ahí estaba el letrero en la puerta: Unisex. Tal como en el primer salón, en éste había un hombre de unos 35 años y una muchacha más joven. El hombre me preguntó qué quería. Le dije: "Rasurarme". Ambos me rriíraron sorprendidos.

-No, caballero;- aquí no damos ese servicio -dijo él.

-Aquí somos unisex -dijo la muchacha.

-Bueno -les dije yo-; por muy unisex que sean podrán rasurarlo a uno.

-No, caballero -dijo él-; aquí no.

Ambos me dieron la espalda. Entonces seguí caminando por las calles desoladas, a través de la niebla opresiva, y no sólo me sorprendí de la cantidad de peluquerías unisex que había en Concepción, sino de la unanimidad de sus hábitos: en ninguna quisieron rasurarme. Estaba perdido en la niebla cuando un niño de la calle me preguntó:

-¿Anda buscando algo, caballero?

-Sí -le dije-, ando buscando una peluquería que no sea unisex, sino de hombres solos, como las de antes.

Entonces me llevó a una peluquería tradicional, con el cilindro de espiral rojo y blanco en la puerta y sillones rotatorios de los de mis tiempos. Había dos ancianos con los delantales sucios atendiendo a un solo cliente. Uno le cortaba el pelo y el otro le iba sacudiendo con una escobilla las pelusas que le caían en la cara y los hombros. Adentro olía a linimento, a alcohol mentolado, a botica antigua, y sólo entonces caí en la cuenta de que era el olor que había echado de menos en las peluquerías anteriores. El olor de mi infancia.

-Quisiera rasurarme -dije.

Tanto ellos como el cliente me miraron sorprendidos. El anciano de la escobilla me preguntó lo que sin duda estaban pensando los tres:

- ¿De dónde es usted?

- Chileno -dije sin pensarlo, y me apresuré a corregir-, pero soy uruguayo.

Ellos no notaron que la corrección era peor que el error, sino que me hicieron caer en la cuenta de que en Chile no se decía rasurar desde hacía años, sino afeitar. Tal vez por eso en las peluquerías de jóvenes unisex no entendieron mi idioma en desuso de chileno viejo. En ésta, en cambio, se animaron con la llegada de alguien que hablaba como en sus buenos tiempos, y el peluquero que estaba libre me sentó en el sillón,, me puso la sábana en el cuello, a la antigua, y abrió tina, navaja oxidada. Tenía por lo menos 70 años mal vividos, y era alto y fofo, con la cabeza muy blanca, y él mismo tenía una barba de tres días.

-¿Va a afeitarse con agua ealierite o con agua fría? -me pregunitó.

Apenas podía sostener la navaja con la mano temblorosa.

-Con agua caliente, por supuesto -le dije.

-Pues nos llevó el carajo, caballero -dijo él-, porque aquí no tenemos agua caliente, pura agüita fría.

Entonces volví a la primera peluquería unisex, y cuando dije que quería afeitarme -no rasurarme- me atendieron en seguida, pero con la condición de que me cortara el pelo. Tan pronto como acepté, el joven y la muchacha corrigieron la actitud negligente e iniciaron una larga ceremonia profesional. Ella me puso una toalla en el cuello, me lavó la cabeza con agita fría -pues tampoco allí había agua caliente- y me preguntó si quería la fórmula de mascarilla número tres, número cuatro o número cinco, y si me hacía un tratamiento para detener la calvicie. Yo le seguí la corriente, hasta que se detuvo de pronto, cuando estaba secándome la cara, y dijo para sí misma: "¡Qué raro!". Yo abrí los ojos sobresaltado: "¿Qué?". Ella se ofuscó más que yo.

-¡Tiene las cejas depiladas! -dijo.

Disgustado por su descubrimiento, decidí hacerle la broma más brutal que: se me ocurrió, y le pregunté con una mirada lánguida:

-¿Es que tienes prejuicios contra los maricones?

Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello, y negó con la cabeza. Luego el peluquero se hizo cargo de mí y, a pesar del cuidado y la precisión de mis indicaciones, me cortó más de la cuenta, me peinó de otro modo y terminó por dejarme convertido otra vez en Miguel Littín. Era lógico, porque el maquillista de París había contrariado a propósito la tendencia natural de mi cabello, y el peluquero de Concepción no hizo sino volver las cosas a su lugar. No me preocupé, porque era fácil peinarme otra vez al modo de mi otro yo, como en efecto lo hice. No sin un grande esfuerzo moral, por cierto, contra mi añoranza de ser otra vez yo mismo en una remota ciudad de niebla, en la cual, de todos modos, nadie iba a reconocerme. Terminado el corte, la muchacha me condujo a la trastienda, y con toda cla.se de reservas, como si fuera un acto prohibido, enchufó la máquina de afeitar frente a un espejo y me la dio para que me afeitara. Sin necesidad_de agua caliente, por fortuna.

Un paraíso de amor en el infierno

Franquie había alquilado el automóvil. Desayunamos en una fuente de soda con una taza de café frío, pues tampoco allí había agua caliente, y enfilamos hacia las minas de carbón de Lota y Schwager por el puente grande del Bío Bío, el río más caudaloso de Chile, cuyas aguas de metal soñoliento eran apenas visibles en la niebla En el siglo pasado, el escritor chileno Baldomero Lillo describió la minas y la vida de los mineros con todos sus detalles, y todavía su crónica parece actual. Es como estar en Gales hace 100 años, tanto por la niebla saturada de hollín como por las condiciones de trabajo, que siguen siendo anteriores a la revolución industrial.

Había tres controles policiales antes de llegar. El más difícil, como lo habíamos previsto, fue el primero. Por eso gastamos allí casi toda nuestra artillería verbal cuan do nos preguntaron qué íbamos a hacer en Lota y Schwager. Yo mismo me quedé asombrado de la fluidez de mi respuesta. Dije que habíamos venido a conocer el par que, que es uno de los más hermosos de América por sus araucarias ancianas y gigantescas, y también por la rareza de sus tantas estatuas rodeadas de pavos reales aciagos y cisnes de cuello negro Nuestro propósito era usar el lugar para una película de publicidad que divulgara por el mundo entero el prestigio de Araucana, un nuevo perfume bautizado con ese nombre en homenaje a aquel lugar idílico.

No hay policía chileno que resista una explicación tan larga, y me nos si se hace con una exaltación desorbitada dé las bellezas del país. Nos dieron la bienvenida, y debieron advertir de nuestro paso al segundo puesto de control, pues allí no nos pidieron identificarnos pero nos requisaron los maletines y el automóvil. Lo único que les interesó fue la cámara super-8 -aunque no es profesional-, porque hacía falta un permiso escrito para filmar en las minas. Les aclaramos que sólo queríamos llegar hasta el parque de las estatuas y los cisnes" en lo alto de la montaña, e intenté rematarlo con una displicencia de aristócrata.-No nos interesan los pobres -les dije.

Examinando sin mucho interés cada cosa que encontraba, tino de los carabineros replicó sin mirarme:

-Por aquí todos somos pobres.

Quedaron conformes con la requisa. Media hora después, al término de una cornisa estrecha y escarpada, pasamos el tercer control sin ningún formalismo, y llegamos al parque. Un lugar delirante, que don Matías Cousiñ, el famoso criador de vinos, hizo construir para la mujer que amaba. Trajo árboles fabulosos de todos los rincones de Chile para su complacencia. Trajo animales mitológicos estatuas de diosas improbables que simbolizan los distintos estados del alma: la alegría, la tristeza, la nostalgia, el amor. En el fondo hay un palacio de cuento de hadas, desde cuyas terrazas se ve el océano Pacífico hasta el otro lado del mundo.

Allí pasamos toda la mañana filmando con la super-8 los lugares que el equipo iría a filmar después con los permisos en regla. Desde las primeras tomasse nos había acercado un vigilante para decirnos que estaban prohibidas hasta las fotografías simples. Le repetimos el cuento de la película de publicidad para el mundo entero, pero él se atenía a sus órdenes. Sin embargo, se ofreció para acompañarnos hasta abajo, donde estaban las minas, para que solicitáramos el permiso a sus superiores.

-No vamos a filmar más ahora -le dije- Si quiere acompañarnos, para que esté más seguro.

Aceptó, y volvimos a recorrer el parque con él. Era joven y con una cara muy triste. Franquie mantenía viva la conversación, pues yo prefería no hablar más de lo indispensable con mi mal acento uruguayo. En cierto momento el vigilante tuvo ganas de fumar, y le dimos todos nuestros cigarrillos. Entonces nos dejó solos y seguimos filmando cuanto creímos necesario. No sólo arriba, en el parque, sino también abajo, en el exterior de las minas. Establecimos los puntos que me interesaban: los ángulos, los lentes, las distancias, el espacio completo del gran parque, y luego la miseria de abajo, donde viven confundidos los mineros y los pescadores. Es una realidad maniquea y casi inverosímil, pero es la realidad.

El bar donde van a dormir las gaviotas

Cuando descendimos, pasado el medio día, estaban saliendo las lanchas que se aventuran a diario hasta la cercana isla de Santa María por un mar horrendo y peligroso, de enormes olas negras, con familias enteras cargadas de enseres usados y cosas y animales de comer. Las minas de carbón están en túneles profundos, que SC adentran. por, el fondo del mar, donde trabajan miles de obreros durante todo el día en condiciones miserables. Fuera, alrededor de las entradas de los túneles, centenares de hombres y mujeres con sus niños escarban la tierra como topos, sacando con las uñas los residuos de las minas. Abajo se respira el polvo de carbón en la niebla, que duele en la respiración y se sedimenta en los bronquios. Visto desde arriba, el mar es de una belleza inimaginable. Abajo es turbio y fragoroso.

Ésta era una fortaleza política y emocional de Salvador Allende. En 1958 hubo allí lo que entonces se conoció como Ia marcha del carbón", cuando los mineros cruzaron el puento del Bío-Bío en una muchedumbre compacta, oscura, silenciosa, que se tomó la ciudad de Concepción con banderas y pancartas, y con una determinación de lucha que puso en Jaque al Gobierno. El episodio fue registrado en la película Banderas del pueblo, del chileno Sergio Bravo, y es uno de los más emocionantes del cine documental chileno. Allende estaba allí, y creo que fue entonces cuando tuvo la constancia decisiva del apoyo de un pueblo entero. Después, cuando fue presidente, uno de sus primeros viajes fue para dialogar con los mineros en la plaza de Lota.

Yo e staba en su comitiva. Me llamó la atención que un hombre como él, que siempre se preció de su vitalidad juvenil a los 60 años, dijo aquel día algo que le salió de las entrañas: "Ya he pasado la edad más temprana, ya soy casi un anciano". Los mineros pequeñitos, percudidos, herméticos, curados de promesas incumplidas durante tanto años, conversaron con él sin reservas y se constituyeron en un bastión definitivo para su victoria. Una de las primeras medidas que él tomó desde el Gobierno, tal como lo había prometido aquella tarde en Lota y Schwager, fue la nacionalización de las minas. Una de las primeras medidas de Pinochet fue privatizarías otra vez, como hizo con casi todo: los cementerios, los trenes, los puertos, y hasta la recolección de la basura.

Terminado el plan de filmación en las minas, a las cuatro de la tarde, sin que ninguna autoridad militar ni civil se nos hubiera interpuesto, regresamos a Concepción por la vía de Talcahuano. Era difícil avanzar por la cantidad de mineros que regresaban a sus casas entre la niebla, arrastrando las carretillas con trozos de carbón rescatados de los desperdicios de las minas. Hombres minúsculos y fantasmales, mujeres menudas y fuertes cargadas de enormes sacos de carbón, criaturas de pesadilla que surgían de pronto en las tinieblas, alumbradas apenas por las luces del carro.

Talcahuano, sede de la escuela naval de suboficiales, es el principal puerto militar de Chile y su astillero más activo. Se hizo célebre en los días siguientes al golpe por el triste privilegio de ser el punto de concentración obligado de los prisioneros políticos que iban a ser llevados al infierno de la isla Dawson. En las calles, revueltos con los mineros en harapos, se ven los jóvenes cadetes de uniformes nevados, y no es fácil respirar el aire pervertido por el tufo terrible de las fábricas de harina de pescado, el alquitrán de los astilleros, la podredumbre del mar.

Al contrario de lo que suponíamos, no había ningún control militar de los viajeros. La mayoría de las casas estaban a oscuras, y las pocas luces en las ventanas parecían candiles de otra época. No habíamos comido nada después del café helado del desayuno, así que el encuentro imprevisto de un restaurante iluminado fue como una aparición de fábula. Más aún cuando nos dimos cuenta de que estaba lleno de gaviotas que entraban por las terrazas del mar. Nunca había visto tantas, ni nunca las había visto surgir de la oscuridad volando sobre las cabezas de los clientes impasibles, volando como si estuvieran ciegas, como atolondradas, chocando por todas partes con un escándalo de abordaje. Desayunamos a la hora de cenar, con esos mariscos prehistóricos de Chile que saben a mares territoriales, profundos y helados, y luego volvimos a Concepción. Alcanzamos el tren de Santiago cuando ya empezaba a rodar, porque encontramos cerrada la oficina donde habíamos alquilado el automóvil, y perdimos casi cuatro horas buscanto a quién devolvérselo.

Mañana, capítulo sexto: Dos muertos que nunca mueren: Allende y Neruda.

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