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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La 'cumbre' de Tokio

LA RECIENTE reunión de Tokio entre los países más ricos del mundo ha respondido a la tónica de los últimos tiempos: desde que Ronald Reagan es presidente de Estados Unidos, los programas de trabajo para estas reuniones se redactan con un orden del día de carácter económico, pero derivan hacia el compromiso político. Esta evolución facilita que EE UU pueda afirmar su papel hegemónico en la política mundial, por encima de las alianzas defensivas existentes, y al mismo tiempo va otorgando a Japón un lugar, que desde 1945 no había tenido, en la definición de los grandes principios y opciones de la vida internacional.La consolidación del liderazgo norteamericano, en una coyuntura internacional especialmente compleja, es un hecho rotundo. Ese, papel de líder, apoyado en un poder económico, tecnológico y militar indiscutible, crea dependencias de diversa índole y de indudable efectividad. En el caso actual, después de las discrepancias públicas que estallaron entre los Gobiernos de la CE (con la excepción británica) y Norteamérica en relación con el bombardeo de Trípoli y Bengasi, el interrogante de Tokio giraba en torno a si los Gobiernos europeos -en particular el francés y el italiano- asumirían las exigencias de la delegación estadounidense en cuanto a la lucha contra el terrorismo y, específicamente, si aceptarían condenar a Libia. Los europeos han cedido.

El documento sobre terrorismo refleja no obstante algunas resistencias europeas. Por ejemplo, hay referencias a la conveniencia de abordar la lucha antiterrorista en foros internacionales, como las Naciones Unidas, y no se lee nada sobre sanciones económicas ni sobre el proyecto norteamericano de crear una nueva organización para la lucha-antiterrorista. Estados Unidos ha hecho concesiones sobre algunos puntos para obtener lo que consideraba capital: una declaración explícita de la responsabilidad de Libia en la organización del terrorismo internacional.

Para ponderar la importancia de este acuerdo es imprescindible recordar que, en la reunión de La Haya , los Gobiernos de la CE -todos, pues ni siquiera hubo reserva británica en ese momento- hicieron una llamada a la moderación, y con ello mostraron su posición contraria a la utilización de medios militares. Después de los bombardeos contra Libia, Gobiernos de los presentes en Tokio, como el italiano y el francés, criticaron públicamente la agresión. En el documento de la cumbre, sin embargo, esta actitud europea desaparece, y la "condena" a Libia ha permitido al portavoz de la Casa Blanca interpretar que con ella se autoriza a EE UU para actuar contra aquel país con los métodos que considere apropiados.

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Las declaraciones del secretario de Estado Shultz sobre nuevos complós para derribar a Gaddafi dan a entender que Estados Unidos está resuelto a llevar a cabo nuevas ofensivas violentas, y las noticias que llegan de que se prepara un eventual nuevo ataque son desalentadoras. De ahí la gravedad de la concesión hecha por los europeos en Tokio.

Cabe objetar que un comunicado, por solemne que sea, no pone fin a las discrepancias políticas e intereses económicos dispares ante el problema libio. En este orden, es sintomático que el presidente italiano, Bettino Craxi, se haya apresurado a dar una interpretación muy distinta de la norteamericana sobre el texto aprobado y en la que considera que Estados Unidos debería consultar a sus aliados en el caso de un nuevo ataque militar contra Libia.

Europa no puede entrar en una concepción de la lucha antiterrorista responsabilizando a Libia en exclusiva. Con esa simplificación -que ofrece a EE UU la coartada de justificar el derrocamiento de Gaddafi- se obstaculiza la solución del problema. Diversos Gobiernos europeos, y concretamente el español, insistieron en anteriores reuniones de la CE sobre la importancia del diálogo con los países árabes y con los países del Este. Se procuró sacar el problema del terrorismo del marco "anti-árabe" que define a la maniquea actitud de EE UU. Cabe esperar, después de la reunión de Tokio, que Europa insista en la necesidad de otras iniciativas políticas, esenciales para una efectiva lucha antiterrorista y, más aún, para lograr la necesaria estabilidad del Mediterráneo.

La euforia económica

En cuanto a la situación económica, una de las diferencias más significativas de la cumbre de Tokio respecto a las anteriores ha sido el ambiente de relativa euforia en que se ha desarrollado. Han pasado -al menos por el momento- los tiempos en que el barril de petróleo tendía a un precio de 50 dólares, los tipos de interés superaban los 20 puntos y la inflación y el paro corrían en la misma dirección. Por el contrario, la coyuntura permite aventurar tiempos de bonanza para los países más ricos del mundo, representados en Tokio. Los precios del crudo se acercan a los de antes de la crisis de 1974, el coste del dinero va bajando lentamente y la inflación tiende a desaparecer o a reducirse a su mínima expresión en la mayor parte de las naciones de la OCDE. Es sintomático, sin embargo, que esta euforia no se vea empañada en ninguna declaración oficial por la falta de respuestas a la gigantesca bolsa de paro que asola al mundo desarrollado. El desempleo ha desaparecido de las prioridades, como si fuera sólo el efecto de una simple coyuntura.

Así pues, los mandatarios presentes en la cumbre de Tokio han testificado las posibilidades de entrar en una fase en la que se podrá sostener el crecimiento económico, sin que la inflación erosione ese crecimiento. No se ha resuelto hasta el momento, que se sepa, la polémica de si la República Federal de Alemania (RFA) -que en el mes de marzo no sólo no ha soportado subidas en el índice de precios al consumo, sino que ha vivido el sorprendente fenómeno de la defiación- y Japón sacarán la bandera de la expansión en la demanda y se convertirán en las locomotoras del crecimiento. El canciller alemán, Kohl, ha declarado que su política económica es exportable, lo que parece significar que no la abandonará y, por consiguiente, que no habrá un cambio cualitativo en su papel de expansión prudente.

La falta de disidencias (Mitterrand incluido) en lo que constituye la filosofía económica global de los países ricos -el ajuste macroeconómico- demuestra la falta de alternativas a la política económica de rigor, antiinflacionaria, de limitación de los déficit públicos, aplicada por Gobiernos de las más diversas ideologías. De lo que se trata es de discernir quién es el mejor gestor de este programa, si la izquierda socialista asentada hasta hace poco en Francia, por ejemplo, o la derecha liberal de Margaret Thatcher y de Helmuth Kohl, o el conservadurismo de Ronald Reagan. El importante matiz corrector a esta filosofía que existe en Estados Unidos, donde el déficit público es el más importante de toda su historia, no tiene analogías puesto que ese déficit está denomina do en dólares, moneda mundial por excelencia.

Conviene no olvidar que la situación económica no es la misma en EE UU que en la RFA o Japón, y mucho menos que en el resto de los países desarrollados que no forman parte de la elite reunida en Tokio. El caso de España es paradigmático. Seguramente es posible y correcto, según la nueva ortodoxia, trasladar los beneficios de la nueva coyuntura a los consumidores en las naciones donde la parte fundamental del ajuste está realizada. De este modo aumentará la capacidad adquisitiva de los ciudadanos y, casi automáticamente, la demanda efectiva. Sin embargo, en lugares como España, en los que algunos de los desequilibrios estructurales subsisten (desempleo alto, inflación comparativamente elevada pese a los logros de los últimos años, nociva composición de los gastos corrientes del sector público, falta de flexibilidad en los sistemas financiero, industrial y laboral), parece oportuno que la mayor parte de los excedentes se dedique a paliar esos desequilibrios.

El Tercer Mundo y el gravísimo problema de su deuda externa han merecido una mención en el comunicado final en el que se recomienda una estrategia que proceda a estudiar "caso por caso", al tiempo que se subraya la necesidad de contribuir al desarrollo económico de los países implicados. Sin embargo, esa muelle declaración de intenciones no parece que pueda impedir el ahondamiento de las diferencias Norte-Sur en la medida en que se consolide la línea general marcada por la cumbre, haciendo más que hipotética la creación de un orden económico internacional más justo y rechazando, de hecho, la reivindicación de los no privilegiados de que se celebre una conferencia general desarrollo-subdesarrollo para tratar el problema. El proyecto de reforma del sistema monetario internacional -renqueante desde la decisión del presidente Nixon, a principio de los años setenta, de abandonar las normas de Bretton Woods- pasa por la decisión de hacer oficial la unidad de acción. La depreciación del dólar, acordada el pasado mes de septiembre por el grupo de los cinco (Estados Unidos, Japón, RFA, Francia y Reino Unido) en una histórica reunión en el hotel Plaza de Nueva York, es un ejemplo del camino a seguir. Un camino de decisión conjunta en la que, con la incorporación de Italia y Canadá, participan ahora siete miembros. Los bancos centrales de estos países intervendrán concertadamente para disminuir los movimientos erráticos de las monedas, y con ello las políticas nacionales ceden parte de su ya poca autonomía.

Por último, entre los logros de Tokio hay que mencionar el compromiso conseguido para abrir una nueva ronda de negociaciones comerciales en el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT), que eliminará justificaciones al proteccionismo. Ello significará una apertura en el mercado interno japonés y un marco adecuado para eliminar algunas de las causas de la guerra comercial permanente entre la Comunidad Europea, y Estados Unidos. Indirectamente, creará condiciones para que algunos de los países más débiles, si alguna vez les llega la ola de la recuperación, puedan incrementar sus exportaciones y mejorar sus balanzas de pagos.

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