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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las viejas familias y el poder

LOS RECIENTES nombramientos en algunas grandes instituciones de depósito han venido a llamar la atención sobre el papel preponderante que desempeñan algunas familias en la vida económica española y, sorprendentemente, la continuidad, e incluso el refuerzo, del mismo por encima de regímenes y cambios políticos. Un reducido número de personas, vinculado entre sí por estrechos lazos de amistad -cuando no de parentesco- preside o controla los destinos del Banco de España y de tres de las ocho primeras instituciones de crédito españolas. Hace tiempo que no se conocía en España una concentración semejante de poder que, sin lugar a dudas, despertaría amplios recelos en otros países. Basta si no imaginar lo que sucedería en Estados Unidos si el presidente de la Reserva Federal y los presidentes ejecutivos de tres de los grandes bancos norteamericanos fuesen amigos de la infancia, estuviesen, algunos de ellos ligados por vínculos familiares, se viesen con frecuencia los fines de semana y pasasen a menudo junto las vacaciones. Lo probable es que se produjese un debate público no tanto sobre la situación misma sino sobre los mecanismos sociales o institucionales que la hicieron posible.Es por esta vía por la que procede interrogarse. La base del poder de este reducido número de personas no proviene, como en el pasado, de la propiedad o de la herencia; se trata, en cualquier caso, de personas cualificadas, de técnicos competentes en su materia. El problema se encuentra en la manera en que la sociedad española selecciona sus dirigentes a todos los niveles, en la universalidad o no de los criterios, en el inmenso campo de la discrecionalidad que preside los nombramientos públicos en todas las áreas, discrecionalidad que termina jugando contra el más elemental principio de progreso de cualquier sociedad: la movilidad social. La sociedad española es un mundo inmóvil donde se tienen grandes probabilidades de morir en el medio social en que se nace. El fenómeno que comentamos es un ejemplo particularmente claro de esta situación, pero no el único. Basta con examinar las plantillas de las grandes empresas, públicas o privadas, para ver el grado de inmovilismo de las mismas (la permanencia en el puesto de trabajo es más elevada que en Japón) y el número de familiares que trabaja en ellas. Y lo mismo sucede con los grandes cuerpos del Estado: las oportunidades son para quienes ya se encuentran instalados dentro del sistema, y ello cualquiera que sea el nivel que se considere. Esta situación golpea cruelmente a aquellos que no disponen de apoyos dentro de la fortaleza del empleo y, en primer lugar, a los jóvenes. De ahí que no deba extrañarnos el que España ostente el dudoso privilegio de ser el país europeo con el más alto índice de paro juvenil.

Constituye una curiosa paradoja el que esta situación se haya agravado bajo un Gobierno socialista. Las buenas intenciones y las proclamas iniciales de luchar por una sociedad más igualatoria no parecen haber resistido la prueba del tiempo, y ello a pesar de algunos meritorios, y costosos en términos políticos, esfuerzos por reducir el grado de corporativismo de la vida española. Se vio la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, y la sociedad española ha continuado su suave deslizamiento por la vía de la esclerosis social, alejándose del universalismo propio de las sociedades avanzadas de nuestro tiempo. Tal vez haya llegado el momento de plantearse en serio estos problemas y de hacer algo práctico que vaya en el doble sentido de incrementar la movilidad social y de establecer normas objetivas que sustituyan al parentesco o la amistad como criterio fundamental para la obtención de un empleo o la atribución de una responsabilidad. De otra forma, el discurso de la modernidad se estrellará irremediablemente contra la muralla de las viejas costumbres.

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