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De naufragios y catástrofes

Robert Ballard, el científico del Instituto Oceanográfico de Woods Hole que dirigió la expedición de búsqueda del Titanic, tiene el mismo apellido que uno de los mejores escritores contemporáneos, J. G. Ballard, el constructor de relatos y novelas simbólicas y apocalípticas a partir de pequeñas catástrofes personales o grandes cataclismos naturales. No es casual: algo debe unir, en la imaginación, al científico obsesionado por el naufragio del Titanic (las obsesiones son una parte de la poética literaria) y al escritor de El mundo sumergido (estudió ciencias en su juventud), capaz de hacer flotar y deambular a su protagonista por un Londres anegado o una ciudad de Berlín destruida por las aguas. El naufragio es, a pequeña escala, la metáfora universal del apocalipsis.La historia de la humanidad, legendaria o no, comienza también por un enorme diluvio en el que naufragaron todas las cosas, a excepción del pacífico Noé (todo hombre es infinitamente pequeño para la misión trascendente que se le encarga) y de las parejas de animales inocentes que le acompañan en el arca, como testigos imparciales de un castigo ejemplicador, desproporcionado, como todo aquel que se basa no en la piedad, sino en el escarmiento.

Es imposible saber si el género humano descendiente de Noé (terco y pertinaz, según la descripción de Mefistófeles a Johová en el Fausto) aprendió algo de ese colosal naufragio. El agua, que todo lo borra, anega, también la memoria: un crucero en barco era el remedio elegante que los médicos recetaban a los afectados por crisis depresivas, mal de amores, aburrimiento o neurastenia, antes de que el psicoanálisis institucionalizara otro viaje: al de las aguas pantanosas y oscuras del yo, del inconsciente, donde, como en el lago Ness, de negra turba, puede hallarse escondido un dinosaurio anacrónico y delirante. Ambos viajes son igualmente caros, es decir, que sólo se podría curar una sola clase social, pero el psicoanálisis tiene la ventaja, sobre el crucero, de poder hacerse en un sofá, aunque se conoce a menos gente.

De todos los naufragios, el del Titanic no sólo fue el más famoso, sino el más simbólico y el que inspiró más la imaginación. Había algo hermoso y perfecto, estéticamente hablando, en la imagen del barco lujoso y engalanado, con sus hombres y mujeres vestidos de fiesta, la orquesta de a bordo ejecutando melodías atemporales, aespaciales, y las guirnaldas de luces encendidas a la noche; algo lírico en esa travesía del placer que culminó en la muerte. Una metáfora de amplias resonancias y sentidos diversos que parecía englobarnos a todos en su multiplicidad. Hay hechos que se vuelven tan significativos que alcanzan a convertirse en símbolo de una época: el Titanic, su veloz e imprevisible naufragio en medio de la fiesta, fue uno de los signos de identidad de la primera cuarta parte de nuestro siglo. Es cierto que a través de la historia hubo otros naufragios tan espectaculares como ése. Cualquier visitante de Estocolmo puede encontrar, perfectamente conservado, el magnífico Wassa, hundido en 1628 y rescatado, casi intacto, en 1970. Como el Titanic, el Wassa fue un maravilloso símbolo de su época; como el Titanic, reunía muchísimos tesoros y fue minuciosamente tallado en madera para representar, a través de las complejas figuras de su borda y de su popa, la mitología nórdica. Aves y príncipes, perros y lagartos, dioses con cabeza de león y reyes alados componen su barroca iconografía. Demasiado pesado para contener toda la historia y las creencias de su época, el Wassa, buque escuadra en la guerra contra los polacos, se hundió a poco de zarpar. Las aguas benignas del lago donde naufragó, como una moneda, lo conservaron y lo pusieron a salvo de la lenta erosión marina, gracias a la ausencia de una bacteria.

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El rescate del Wassa permitió reconstruir toda una época; ahora se eleva en medio de la ciudad, regado por aguas que le permiten ser, además de una nave, un museo flotante.

Todo naufragio invita a una recuperación. Es como si los barcos hundidos azotaran nuestros sueños, formaran parte de nuestras obsesiones y de nuestros deseos. El misterio de la catástrofe y del destino final de esos barcos que desaparecen de nuestros ojos como de la superficie del

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De naufragios y catástrofes

Viene de la página 11mar tiene alguna relación con la pulsión de muerte y con la pulsión de vida. Porque el barco naufragado existe casi siempre; no lo vemos, pero está. Esa presencia oculta, por tanto tiempo inubicable, es una suerte de fantasma inquietante: un barco naufragado sigue siendo un barco (a diferencia de un avión incinerado); sabemos que en alguna parte, muchas veces casi intacto, persiste. Por eso, el naufragio no termina la historia. Es una historia demorada, pero no acabada.

La historia de los barcos hundidos termina, muchos años después, con su reflotamiento. Y de alguna manera todos participamos en esta tarea; no por el deleite de su recuperación -o no sólo por eso-, sino porque reflotar un barco hundido es sacar a la superficie un fantasma, una pesadilla, es traer a la conciencia algo que pesa en nuestro subconsciente. El Titanic será mucho menos Titanic el día en que cualquiera pueda visitarlo, como se visita el Wassa; será un barco real, con sus aposentos y sus barandas, sus salas de reunión y de esparcimiento, sus camarotes y sus pasarelas. Habremos matado el Titanic de nuestras representaciones simbólicas, como esos animales duales de la mitología; estaremos más tranquilos, sin duda, porque un barco que boga bajo el mar, misterioso e invisible, nos atormenta -símbolo, también, de la culpa-, pero muchas veces sentiremos nostalgia. No se sobrevive fácilmente a todos los hallazgos.

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