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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA EPOCA
Tribuna
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El socialismo liberal

Norberto Bobbio ha escrito que "la disociación entre democracia y socialismo es uno de los fenómenos más macroscópicos de nuestra época". Y se pregunta seguidamente si será posible construir un socialismo que incorpore las instituciones de la democracia liberal. Pues bien, si definimos el socialismo como la gestión estatal de la economía sobre la base de la planificación única de la producción y la distribución, deberemos responder negativamente a la pregunta de Bobbio. El sistema democrático liberal presupone distinguir entre sociedad civil y Estado o, por decirlo con mayor precisión, implica la existencia de un mercado entendido como -el lugar donde se manifiesta la acción electiva y la competencia entre todas las energías sociales (intereses, valores, ideas, proyectos, etcétera). Si la burocracia estatal controla y gestiona directamente todos los medios de producción, la acción electiva queda truncada de raíz. No puede haber libertad de elección en un sistema social en el que un solo sujeto monopoliza los recursos económicos. Desde el momento en que los medios de producción, por emplear una característica fórmula de Marx, son "las fuentes de la vida", se deduce que la prevalencia de la lógica monopolística en el sistema económico conduce al control total de los actores sociales por parte del aparato burocrático-gerencial. Dicho en otras palabras, al convertirse en proveedora exclusiva de trabajo, la burocracia estatal está en condiciones de conjugar la coacción económica con la política; y ello no puede conducir (como lo sugiere la lógica y lo confirma puntualmente la historia) más que a la cancelación de la autonomía de la sociedad civil respecto del Estado. La economía de mando (o de plan) tiene una lógica intrínseca e irremediablemente antiliberal. Pensar que el monopolio estatal de los medios de producción puede coexistir con las libertades políticas y culturales es una peligrosa utopía, como hubieron de reconocer tristemente Kautsky, Hilferding y Bauer ante el despliegue del totalitarismo soviético.Sin embargo, el socialismo no coincide en absoluto con la definición que de él dan los marxistas. Cierto que a lo largo de decenios el socialismo se ha identificado, al menos en la Europa continental, con el marxismo. Pero ésta es una identificación que debe rechazarse y que, al menos hoy, ninguno de los partidos encuadrados en la Internacional Socialista acepta.

Es oportuno recordar aquí que el movimiento obrero se ha visto desgarrado, desde sus mismos orígenes, por el conflicto interno existente entre los partidarios del socialismo de Estado (comunismo) y el de los seguidores del socialismo de mercado. Los primeros creían poder alcanzar una democracia sustancial concentrando en manos del Estado todos los medios de producción, instituyendo una planificación total de los procesos productivos y anulando toda distinción entre lo público y lo privado. Los resultados de semejante estrategia están a la vista de todos: en los países en que se ha institucionalizado el modelo marxista, el Estado ha engullido literalmente a la sociedad civil, extendiendo la lógica burocrática a todas las facetas de la vida social. De este modo se han estatalizado no sólo la economía, sino las ciencias, las artes y la filosofía, exactamente como había previsto Proudhon.

EL SOCIALISMO DE PROUDHON

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Pues bien, es precisamente a Proudhon a quien debemos recurrir si deseamos entender la oposición de principio existente entre comunismo y socialismo. En efecto, Proudhon supo distinguir de forma insuperable el socialismo de Estado del socialismo de mercado. El primero es colectivista y, por tanto, auspicia la instauración de la lógica monopolista. De hecho, su principio básico es el monopolio estatal de la iniciativa en todos los campos. No puede tolerar que la sociedad civil sea autónoma respecto del Estado, puesto que los intereses particulares representan lo negativo, lo que debe ser extirpado de forma sistemática. Ciertamente, este tipo de socialismo promete la extinción del Estado, pero cree que ésta solo se producirá tras, un prolongado período de transición caracterizado por la dictadura total.

El comunismo tiene, pues, una vocación íntimamente antiliberal. Considerando el liberalismo como la mera cobertura ideológica de los intereses de clase de la burguesía capitalista, el marxismo no ha dudado en desembarazarse de todas las tradiciones liberales del mundo occidental: el Estado de derecho, el pluralismo político, la economía de mercado, la democracia representativa, etcétera. Coherente con sus principios, los partidos comunistas en el poder han hecho tabla rasa con las libertades liberales, en las que han visto el desenfreno de intereses egoístas y, por ende, secesionistas. Lo único que han intentado recuperar del capitalismo es su patrimonio científico-tecnológico. Cualquier apreciación positiva de la libertad de los modernos, es decir, de la libertad como privacy, como autonomía individual basada en la distinción entre lo público y lo privado, es extraña a su cultura política. En el ámbito de la ideología marxista, todo lo que es privado simboliza la existencia de un conflicto de intereses que hay que desterrar para convertir la ley del interés general en soberana. Por esta razón, Marx no vaciló en declarar que "con la propiedad colectiva desaparecerá la voluntad popular para dejar su puesto a la voluntad colectiva efectiva".

Si el comunismo (o socialismo de Estado) es orgánicamente antiliberal, debe concebirse el socialismo (siempre según Proudhon) como la estrategia tendente a socializar los valores liberales, es decir, como la progresiva democratización de las estructuras sociales (de las productivas, en particular) para universalizar el disfrute de las libertades fundamentales, entre las que la libertad de realizarse a uno mismo ocupa el primer escalón de la pirámide jerárquica. Por esta razón, Proudhon aceptó, aun siendo un severo crítico de la propiedad burguesa y del aprovechamiento capitalista, el principio de la competencia, defendió la estructuración policéntrica del sistema político y económico y manifestó en todo momento un auténtico horror ante la ¡limitada extensión del poder estatal, ya que, con toda justeza, veía en ella el peligro más grave que amenazaba a la autonomía de la sociedad civil. Dicho de otro modo, el comunismo era para Proudhon una regresión histórica, ya que, cualquiera que fuera su motivación subjetiva, tendía a conducir a la sociedad europea a una fase de desarrollo preliberal. Opinaba, además, que la misión histórica del socialismo no debería ser la destrucción de las bases de la civilizacion liberal, sino, antes bien, la de aportar a todos los miembros de la colectividad los medios para realizarse a sí mismos, uniendo así las libertades formales con las libertades sustanciales.

EL IDEAL COMUNISTA

Si aceptamos la distinción teorizada por Proudhon, se disuelve, en mi opinión, gran parte de la confusión semántica que rodea la relación entre socialismo y liberalismo. Se evidenciará, ante todo, que los países que alardean de haber realizado el socialismo han materializado en realidad el ideal comunista: han suprimido el mercado, la iniciativa individual y el pluralismo político-cultural, sustituyéndolos por la lógica monopolista. Por lo demás, no es casual, ciertamente, que los partidos, que han creado el llamado socialismo real se definan como comunistas y no oculten su vocación antiliberal.

En segundo lugar, sólo partiendo de la distinción establecida por Proudhon se puede hablar de socialismo liberal sin inducir a equívocos, y puede llegarse a decir, incluso (como de hecho lo han hecho tantas veces Francesco Saverio Merlino, Eduard Bernstein, Bertrand Russell y Carlo Rosselli), que el socialismo es el heredero histórico del liberalismo. Bernstein, en particular, no duda en afirmar que "no existe idea liberal que no pertenezca al contenido ideal del socialismo", y ha visto en el movimiento obrero el agente histórico que habría permitido el paso del liberalismo oligárquico al social. Bernstein, coherente con su filosofía neoilustrada, ha calificado al socialismo de liberalismo organizador, lo que constituye una definición decisiva para entender el significado del papel histórico desempeñado por los partidos socialistas en el siglo XX: han sido los agentes de la democratización fundamental (K. Mannheim) que ha conducido a la universalización de los valores liberales en las sociedades industriales avanzadas.

El socialismo liberal

Este hecho, sin embargo, no quiere decir que la relación entre liberalismo y socialismo no se haya configurado, y se configure todavía hoy, en términos polémicos. No sólo hay una crítica comunista del liberalismo; también hay una socialista. Pero mientras la primera rechaza la civilización liberal en bloque, la segunda es una crítica interna: acepta los principios liberales para criticar las aplicaciones clasistas. Por esta razón, Camillo Berneri definió como liberales del socialismo a los opositores del comunismo marxista en el seno de la Primera Internacional.Lo cierto es que el liberalismo no nació democrático, sino oligárquico. Gladstone lo definió como "una aristocracia abierta", definición correcta pero insuficiente, dado que el liberalismo es en primer lugar, aunque no exclusivamente, una teoría (y una praxis) de los límites (formales y materiales) del poder estatal. El liberalismo decimonónico fue oligárquico porque se limitaba a reconocer una serie de libertades formales a todos los hombres, pero no se preocupaba del problema de las condiciones materiales necesarias para que disfrutaran concretamente de ellas. Proclamaba la primacía de la acción electiva sobre la prescriptiva, pero ignoraba el hecho de que tal preeminencia requería la posibilidad de que los actores sociales tuviesen los medios para materializar sus proyectos de vida. En consecuencia, quien nada poseía era excluido automáticamente del disfrute de las libertades liberales. De ahí que se dijera que las libertades liberales son libertades negativas. En efecto, lo que sucede es que en un sistema capitalista del estilo laissez faire, sólo una minoría (la que está preparada y equipada para participar con éxito en el juego competitivo) puede ejercer los derechos que el liberalismo reconoce a todos en abstracto.

Hemos de añadir a ello el carácter disociativo y amoral de las relaciones de mercado, que escapan a toda disciplina ética: son, más bien, relaciones utilitarias basadas en el contrato privado y el intercambio recíproco de prestaciones que no implican lazos de solidaridad entre los contrayentes. Con el triunfo del mercado, el espíritu adquisitivo se hace soberano, absoluto y omnicomprensivo: es la mercantilización universal, pues el sistema de mercado exige que todos los valores, incluidos los morales y estéticos, se traduzcan en precios.

Contra la pretensión del economista -subordinar a su propia lógica todos los demás aspectos de la vida-, surge el socialismo. Frente a la Gesellschaft capitalista, se defienden las razones de la Germeinschaft, recordando que una sociedad sólo es tal si existe un núcleo afectivo y moral capaz de alimentar un mínimo de solidaridad más allá de los conflictos fisiológicos de intereses que establece la convivencia. Los partidarios del mercado autorregulado no se daban cuenta de que pretender subordinar la sociedad a la ley impersonal de la oferta y la demanda equivalía a poner en marcha aquel proceso disociativo y disgregador de los lazos comunitarios que Karl Polanyi ha llamado "catástrofe cultural". De ahí su incapacidad para comprender las razones de la protesta del proletariado interno de la civilización burguesa, su "grito de dolor", en palabras de Durkheim, no sólo, y no tanto, por la explotación a que era sometido, sino además, y sobre todo, por la erosión de la solidaridad social.

KEYNESIANISMO Y SOCIALISMO

El laissez faire entró en crisis después de la gran guerra por su incapacidad para evitar el desequilibrio económico y por su falta de sensibilidad ante las exigencias (materiales y morales) de las clases sometidas, sin protección alguna, a los rigores de la competencia. Para eliminar estos dos defectos estructurales del capitalismo liberal, la civilización occidental no ha tenido más remedio que recurrir a la intervención del Estado, solicitando de éste el mantenimiento del equilibrio económico general y la búsqueda de la justicia social mediante la lucha contra la miseria, la redistribución de la riqueza, el pleno empleo, etcétera. Así, de un modo casi espontáneo se ha producido el encuentro entre la economía keynesiana y la política socializadora de los partidos socialdemócratas. Ello ha puesto fin a la era del mercado autorregulado y del Estado abstenIcionista, y ha conducido a la puesta en marcha de la era del mercado regulado y el Estado social.

Desde esta perspectiva es posible comprender de nuevo la crítica de los teóricos socialistas liberales al laissez faire. El mercado autorregulado no está en condiciones de asumir y satisfacer determinadas necesidades materiales y morales que, sin embargo, son fundamentales tanto para los individuos como para la colectividad. En particular, el Estado abstencionista deja al trabajador libre en una indefensión casi total ante las leyes impersonales del mercado y frente a los embates de las fluctuaciones económicas. -Es necesario, por tanto, institucionalizar el principio de protección social, lo que exige someter el mercado al control de la sociedad.

El moderno Estado social nace de un compromiso auténtico entre los principios del mercado (riguroso cálculo de los costes y los beneficios, de la competencia, etcétera) y las exigencias de justicia social preconizadas por el movimiento obrero. Así, el encuentro entre socialismo y liberalismo, algo que en el siglo XIX parecía poco menos que imposible, se ha llevado a cabo en el nuestro mediante una integración de principios y prácticas. El ala socialdemócrata del movimiento obrero ha renunciado a la supresión del mercado, reconociendo en él un instrumento insustituible para llevar a cabo la distribución racional de los escasos recursos y estimular al máximo la productividad, pero, al mismo tiempo, ha logrado hacer prevalecer su opinión: regular la distribución de la riqueza siguiendo criterios que no sean puramente económicos. Gracias a este compromiso se ha socializado el capitalismo, al menos en parte; es decir, ha sido sometido a las estructuras políticas de la colectividad. Por tanto, el desarrollo económico no se ha regulado ya de forma exclusiva por los mecanismos espontáneos del mercado, sino además, y sobre todo en ciertos casos, por las intervenciones correctivas del Estado.

En conclusión, el Estado social puede y debe ser considerado como la institucionalización de una auténtica revolución cultural, es decir, de un profundo cambio en las actitudes y en las orientaciones éticopolíticas de la opinión pública europea. Y puede considerarse, además, como la victoria póstuma de todos aquellos que en el siglo XIX, en vez de razonar en términos de dualismo irreductible entre socialismo y liberalismo, lo hacían en los de integración y compromiso, señalando en el socialismo liberal la vía principal por la que los pueblos europeos debían escapar tanto a la trampa liberal como a la colectivista.

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